La teogonía, cosmogonía y teología órficas fueron codificadas en mitos. De estos, el de Dionisos es capital para comprender una parte de la teogonía y la cosmogonía humana del orfismo. Según esto, Dionisos era hijo de Zeus y Perséfone, pero fue atraído con juguetes por los titanes, quienes le dieron muerte y luego lo descuartizaron, cocieron e ingirieron. Encolerizado, Zeus fulminó a los titanes con su rayo, quedando incólume el corazón de su hijo Dionisos, del que resucitó. De la mezcla de las cenizas de los titanes con la tierra, surgió la raza humana.
El mito propone varios aspectos doctrinales. En principio, Dionisos es una víctima: sin haber sido ofrecido en holocausto, ha sido sacrificado. Después del exterminio de los titanes, Dionisos (un dios) resucita, con lo cual se entiende que Eurídice, siendo mortal, no lo pudiera conseguir. Por consiguiente, en el sistema órfico está claro que la resurrección es una prerrogativa divina, puesto que los dioses no están sujetos a la metempsícosis.
Por otra parte, la raza humana surge de la unión entre la ceniza titánica (pecado) y la tierra (fecundidad y finitud vital), pero vinculada al holocausto de Dionisos (origen divino), de modo que quedan codificados los tres elementos ontológicos de la metafísica órfica: 1) el cuerpo en tanto que receptáculo pecaminoso del alma e instrumento de purificación, 2) la fecunda finitud de la vida terrena como tiempo de catarsis y 3) el alma eterna y tendente a su origen divino.
Por ello, los órficos desarrollaron el concepto de catarsis (purificación) en sus dos dimensiones, terrena y espiritual. Por medio de ambas el alma purgaba el pecado titánico (suerte de pecado original). La catarsis terrena suponía una larga purificación que solo podía ser posible tras varias reencarnaciones. La espiritual implicaba los castigos del temido Hades. Al cabo de todas las catarsis, el alma purificada se libraría finalmente del cuerpo y se reuniría con Dionisos.
En el mito de Orfeo y Eurídice quedan refrendados los aspectos teológicos del mito de Dionisos, cuya relación no hemos tratado hasta ahora. El descenso de Orfeo vivo al Hades tiene como rasgo más relevante la confirmación de que el Hades existe y, por tanto, de que la angustia órfica por el destino del alma y su purificación está más que justificada. Por otra parte, no hay posibilidad de salir del Hades sino por medio de la metempsícosis: la resurrección está vedada a los mortales porque cargan sobre sí la herencia del pecado titánico. También que solo se puede someter a la purificación del Hades el alma de un difunto: Orfeo, que está vivo, no se somete al ordo naturalis del inframundo y, por consiguiente, tampoco a su catarsis.
En su ascenso, no obstante, Orfeo regresa revestido de un conocimiento iniciático que lo califica como maestro y fundador de los misterios órficos. Desde un punto de vista teológico y litúrgico, Orfeo queda consagrado como hierofante al ascender del inframundo.
Podemos concluir esta aproximación al orfismo puntualizando que la influencia del mismo en la Antigüedad griega fue determinante, especialmente por medio de una de sus adaptaciones, los misterios pitagóricos. Su marca es notable en la conformación del alma griega a partir del s. V y, muy significativamente, en el apogeo de la cultura artística y filosófica.
No pocos pensadores de la Antigüedad griega se ocuparon del orfismo y asumieron sus doctrinas y enfoques. El más célebre de todos quizás sea Platón, de quien se ha discutido sobrada y acaloradamente si era o no órfico. Más recientemente, sin embargo, los estudios de Alberto Bernabé y los hallazgos arqueológicos que le preceden no dejan dudas respecto de que el orfismo irradió su aura de influencia en el mundo griego y de que si Platón no era órfico, al menos no le resultaba indiferente el tema, pues procesó intelectualmente algunos planteamientos órficos como el de la relación alma-cuerpo, solo que cambiando el centro del sistema de lo escatológico a lo moral y político.
En conclusión, podemos decir que el culto órfico nace aproximadamente en la Grecia del s. VI a. C., en el seno del culto a Dionisos, y lo hace irrumpiendo contra el statu quo religioso de la época, dominado desde el s. VIII por la teogonía de Hesíodo. Esta novedad mítico-religiosa y mítico-filosófica, asumida como una religión mistérica, pronto dejará su impronta en toda Grecia, incluidas las colonias de la península itálica. Su desarrollo alcanzaría hasta el s. II a. C., pero su importancia aún suscita los más apasionantes debates académicos.
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