Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Rubén Darío
El padre Carlos Emilio de los Desamparados Borges Requena nació en Caracas el 25 de noviembre de 1867. Protagonizó una vida tan tumultuosa como paradójica, que sostuvo sobre cuatro pasiones: el sacerdocio, el erotismo, la política y la literatura —esta última, más específicamente su poesía, es la que abordaremos más adelante—.
Carlos Borges se ordenó de sacerdote jesuita en 1894. Desde ese año escribió en el diario La Religión, al tiempo que llevaba una vida escandalosa como protagonista de algunos romances, razón por la cual viajó finalmente a Nueva York, entre 1899 y 1902, con el objeto de aspirar a una vida monástica entre los dominicos. En 1902 regresó a Caracas y se involucró en las manifestaciones a favor de Cipriano Castro, de modo que terminó acompañando al propio Castro en 1904 en una gira nacional. Las tensiones con la Iglesia alcanzaron un punto tan crítico que fue suspendido de su ministerio sacerdotal en 1904.
Llevó por entonces una vida seglar. Conoció en 1907 a Lola Consuelo, de quien se enamoró apasionadamente. Ella fue la destinataria de sus poemas amorosos de aquellos años, incluso pretendió casarse con ella, pero las circunstancias dieron un giro dramático. En 1908 Juan Vicente Gómez llegó al poder y en 1910 mandó recluir en La Rotunda al poeta por castrista, de donde no saldría hasta 1912. Ya libre, se reunió inmediatamente con su amada, pero Lola ya estaba muy enferma y moriría poco después, en abril de aquel año.
Devastado, Borges se entregó con arrebato al alcohol. En 1914 regresó arrepentido al sacerdocio y publicó en La Religión una carta en la que se retractaba de su conducta, pero no tardaría mucho en sentir de nuevo los ardores de la pasión carnal, esta vez por una actriz de teatro con la cual viajó en 1918 a Estados Unidos.
Extinguidos estos fuegos a los pocos meses, volvió al redil y se consagró expiativamente al cuidado de los enfermos mentales. Este fragoroso periplo existencial terminó trágicamente a las órdenes del sátrapa que lo había apresado, sirviéndole en los cargos de capellán y orador apologista. Murió el 21 de octubre de 1932 en la ciudad de Maracay.
Con frecuencia se ha prestado excesiva atención a su vida —sin duda apasionada y contradictoria como la que más—, de la que apenas tenemos un pobre y oscuro registro biográfico que ni siquiera permite explicarnos las razones —o sinrazones— que condicionaron aquel tan peculiar como excéntrico proceder suyo, pero si algo diáfano nos legó fue su obra poética.
El padre Borges publicó en vida un solo y breve libro bajo el título Páginas selectas (1917), si bien su producción quedó dispersa en muchas de las revistas literarias de aquel tiempo, particularmente en El Cojo Ilustrado.
Otto D’Sola y Mariano Picón-Salas ubican a nuestro poeta en la generación de los modernistas, incluso Picón-Salas resalta «una curiosa analogía métrica» entre Lámpara eucarística de Borges y Marcha triunfal de Rubén Darío.[1] José Ramón Medina, sin embargo, restando influencia al decano del modernismo sobre Borges, asegura que «en la mayoría de sus poemas es evidente el influjo romántico que todavía persiste en la época».[2] En todo caso, la paradoja borgiana no se limita a la vida del autor, sino más sustancialmente a su obra, rasgo este último que comparte con otros poetas y escritores de aquel temprano siglo XX.
Lámpara eucarística es quizá el poema más célebre de Borges, y aunque ha habido entre sus críticos cierta tentación de leer esta composición a la luz de sus poemas eróticos, es un texto místico.
En él su autor contempla casi hasta el éxtasis el sagrario y su solitario resguardo, el Santísimo. El poeta caraqueño hace un impecable símil progresivo entre la luz del tabernáculo y las estrellas.
En la primera estrofa, aquellas tienen como referente la iglesia escatológica, formada por los santos, vírgenes, ángeles y difuntos que aspiran a la contemplación de Dios: «¡Oh las pálidas estrellas! ¿Son los ojos de los ángeles / o las almas de los muertos que nos miran…?».
En la segunda, remiten al mundo en tanto que expresión divina: «¡Oh las pálidas estrellas! ¿Son las perlas de esos mares / infinitos? ¿Son las joyas de la virgen esparcidas?». Este cosmos es parte relativa de aquel otro expresado en la estrofa inicial: «¿Son las luces de la patria suspirada?».
En la tercera estrofa, las estrellas se condensan en una sola, «vigilante centinela» del sagrario, centro espiritual de la iglesia peregrina, terrena, anclada en el orbe natural descrito en la estrofa anterior: «primorosa lamparilla / que iluminas de la hostia la profunda soledad».
Por último, en la cuarta, el poeta se hace luminaria y humaniza la luz del tabernáculo consumiéndose en la contemplación del Santísimo: «¡haz que tenga noche y día / como lámpara eucarística encendido el corazón! / No me apartes, Jesús mío, de la estrella del sagrario».
No debería escapársenos la insinuación borgiana del universo en tanto que expansión del sagrario y Cristo como centro de este, custodiado por la «luz» de la Iglesia. Este es, a mi juicio —dada la profundidad teológica del texto—, el fundamento necesario para considerar Lámpara eucarística como un poema místico; también el hecho de que, lo mismo que santa Teresa y san Juan de la Cruz, Borges se refiere a Jesús en calidad de «tierno esposo de mi alma», al punto de exclamar en el cierre de la composición «¡Tú me bastas, amor mío, en el cielo del altar!».
Ahora bien, por increíble que parezca, este Borges místico es el mismo autor de otro poema de exaltado erotismo, Rimas galantes, que, junto a otras composiciones, llevaría a Julio Garmendia a considerarlo «el padre de la poesía erótica venezolana»:[3] «Quiero verte desnuda como una azucena / manecita de seda candorosa y fragante».
En otra pieza de fina sensualidad, A bordo, el bardo caraqueño traspone los rasgos voluptuosos de la mujer a los elementos de la naturaleza y a la estructura de un bajel: «Besa los senos de la mar dormida… / Viendo el oleaje que tu seno emula / respiras con placer… Apoyado en el áncora tu bello / brazo desnudo…». Dicho texto, por cierto, trasluce también la angustia, si se quiere existencial, del poeta respecto de su condición paradójica: «Y adoro al Dios providencial que quiso / darnos el arma y el peligro juntos… para la cruel sirena de la vida / es a un tiempo carnada y pescador».
Hay, sin embargo, un poema que quizá, como ningún otro, dé cuenta exacta de la paradoja borgiana. Estamos hablando de La confesión, una confidencia lírica y erótica que hace una princesa a su confesor —el padre Araoz—, y en la que narra el modo ardiente en que desea a un sacerdote: «Padre, en el espejo miro con orgullo / de virgen intacta mi piel de satín, / el mórbido seno de erecto capullo… Al lúbrico enano, con goce furtivo / enseño mi cuerpo desnudo por ver / del mísero Tántalo, grotesco y lascivo, cual dos llamaradas los ojos arder…». Intrigado, el clérigo pregunta la identidad de aquel sacerdote capaz de despertar tal lujuria, a lo que la interpelada responde: «¿Su nombre?… ¡Dios mío!… ¡El padre Araoz!».
La obra del padre Borges permaneció estigmatizada hasta 1955 cuando el Ministerio de Relaciones Interiores publicó una antología —más completa que el opúsculo de 1917—, ampliada luego en 1971. Sospecho que su producción no solo poética, sino ensayística sigue parcialmente escondida entre periódicos y revistas de una época extraña, que combinó las más vivas luces de la intelectualidad con las más tenebrosas sombras de la tiranía, y que aún hoy aguarda por mayor atención y estudio.
[1] Otto D’Sola, Antología de la moderna poesía venezolana (Caracas: Editorial Impresores Unidos, 1940), p. XIX.
[2] José Ramón Medina, Poesía de Venezuela (Caracas: Fundación de Promoción Cultural de Venezuela, 1984). p. 117.
[3] Abraham Quintero, «Carlos Borges, entre la mística y la bohemia», Lecturas, yantares y otros placeres, https://goo.gl/RVZU6A
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