Por LEONARDO RODRÍGUEZ
Ha huido de la respetabilidad hasta en su edad más respetable. El pelo platinado se deja interpretar como expresión o metáfora, nunca como ejemplo. A su manera, bosque de invención cinematográfica contra la muy literal devastación política. Hay comedia hollywoodense en ese platino, también (y por lo mismo) una errancia discreta pero punzante, quizá pudorosamente metafísica. El pelo de actriz es la reminiscencia de una ironía liberadora o tal vez simplemente de la alegría, un desafío desenfadado a cualquier literalismo, incluso catastrófico. El gusto por la comedia sigue.
Ya la mirada replica esa extrañeza en forma de ensimismamiento. Pues si en el pelo se adivina un agudo regocijo, la mirada sugiere interrogación. El momento de la foto quizá acoge, aunque no declara, alguna noticia del día, muy posiblemente poco digerible. En este instante dilatado no sonríe ni se escenifica, como en otras fotos, por ejemplo, con el novelista Puig o aquella otra de sus diplomáticos años madrileños. Ahora parece prestar atención a un interlocutor quizá ausente, acaso habitante de un exactísimo rumor idiomático o de un recuerdo (los recuerdos en Lerner son siempre páginas por escribir). Se insinúa en todo caso una escucha interrogativa, novelística más que analítica. No es la idea iluminadora lo que más le interesa sino el enigma, sus ingentes acertijos verbales son muestra incandescente de esa propensión a menudo jocosa. La mirada —como su prosa— expresa e interroga. También se adivina un cierto insomnio, experiencia de una cierta ciudadanía moral venezolana. Se trata de un insomnio memorioso, donde la memoria es la interrogación que cada uno hace a la áspera historia. Se diría una vigilia —una subjetividad— siempre en conjunción con otra (una de sus obras de teatro se titula, no por acaso, Vida con mamá), ahora regida por un cierto confinamiento. La escritora de ciudad se ha vuelto también una escritora (ya antes de la pandemia) confinada.
Otro detalle enigmático de la imagen son las manos, con su gestualidad a un tiempo de dádiva y de incredulidad. Manos de cronista (ya se ha dicho) insomne, levemente neoyorquina. Ninguna prédica las subyuga, ninguna idolatría. Manos como paréntesis o digresiones, dispuestas como una escapatoria al discurso o a la autoridad. Evocan además instrumentos acústicos; acompañan, no solo a la imagen, sino a la voz. Toda la foto invita a una conversación demorada, quizá sobre los mismos temas, no hay ninguno que no adquiera sentidos inusitados al retomarlos por el comienzo, impregnados de perplejidad. Pero la discusión no es solo sobre esos asuntos sino sobre sus interlocutores, son ellos la secreta interrogante.
Si hay algo en la foto que remite a una declaración de principios es esa blusa a la vez festiva y luctuosa, la prenda de una estoica Colombina caraqueña. La blusa negra indica un luto, reconoce una pérdida, es una cicatriz política vuelta emblema. En la foto, sin embargo, el emblema está incompleto, está lejos de la doctrina y de la intimidación: no es apenas padecimiento sino licencia, invención. Como en la risotada metafórica del pelo, como en la introspección interrogante de la mirada o las digresiones manuales, hay en la sobria afirmación luctuosa de la blusa un asomo de incandescencia democrática. La imagen sería descaradamente barroca si no fuese por esa incandescencia que la proyecta al futuro, a la libertad que es el primer enigma —el signo irrenunciable— de este rostro. Al hablar sobre algo muy grave es muy probable que nos haga reír.
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