A Richard Tovar
Conforme a lo que hemos expuesto en los artículos previos sobre una ontología del lenguaje poético, podemos establecer que el poeta, al contemplar el mundo, consigue que la armonía externa y la interna resuenen —por virtud de una memoria educada en la belleza—, con lo cual el logos del mundo se revela ante la razón por medio de los sentidos deviniendo aquella en poética y dando como consecuencia el posible surgimiento de un discurso poético como eco de dicha razón.
Ahora bien, la entidad del poeta es insoslayable delante de su texto. En la medida en que aquel estorbe su obra, no le permitirá revelar a plenitud su logos —que también posee—. Es necesario que el autor se transparente para que su creación pueda manifestarse expresamente, lo cual no resulta fácil de lograr e inexorablemente ocurre cuando aquel muere. Una vía que personalmente he explorado en dicha línea es la de la heteronimia. El distanciamiento óntico que la misma impone hace que se perciba casi como ajena la propia producción textual.
En mi caso, por razones teóricas que no vienen al caso —ya que las desarrollaré próximamente—, he cuestionado incluso la existencia del ortónimo (autor real que crea los heterónimos) partiendo del principio de que no existe, con lo cual aquel vendría a ser otro heterónimo más. En tal caso, la ausencia discreta del autor ante su obra sería suficiente para experimentar una escisión de la misma.
La consecuencia de esta metodología es la interesante posibilidad de contemplar el propio discurso como si se tratara de uno ajeno. La heteronimia absoluta es la ἐποχή (epojé) del autor ante su producción textual.
Ahora bien, la escritura en cuanto tal tiene su propio ser y a ella aplican los principios de la ontología, en especial aquel que Leibniz llamó de la razón suficiente: el poema existe por una razón de ser, y es tarea de la crítica descubrirla. No hay gratuidad ontológica en el poema porque su ser, de una parte, es eco de la razón poética alcanzada por el poeta y, de otra parte, hace sintaxis respecto de un universo específico con el que guarda algún tipo de relación.
En la entidad del poema, por tanto, palpita el ser de otros entes, una polifonía ontológica cuyas resonancias suponen un difícil ejercicio de escucha de un logos también innumerable e intemporal. Mirar a la obra literaria es, por tanto, atender a una compleja urdimbre no solo óntica, sino ontológica, en términos heideggerianos.
En tal sentido, por ejemplo, me parece ver en el uso que fray Luis de León hace en sus poemas del encabalgamiento un símbolo de un modo de ser genuinamente manierista. Aquel monje, que resulta atrevido por la manera como emplea dicho recurso retórico, intenta, asimismo, encabalgar con el progreso un ambiente académico anquilosado por la escolástica participando a favor de los jesuitas en la polémica De auxiliis, desarrollada en la Universidad de Salamanca.
De igual manera, su legendario «decíamos ayer», con que retomó sus clases tras el paréntesis de casi cinco años en las mazmorras de la Santa Inquisición, constituye no solo un encabalgamiento temporal entre el ayer antes de su reclusión y el hoy después de la misma, sino que es un intento por amalgamar un claustro docente fracturado por las disputas teológicas. Fray León fue, en sentido poético y existencial, un hombre manierista que en tenso tránsito hacia el Barroco hizo esfuerzos por encabalgar el final de un tiempo con el inicio de otro.
Es probable que el propio Luis de León no tuviera conciencia de tales implicaciones, pero ello no desmerita en nada que el conjunto de su vida y obra forme parte de una urdimbre ontológica mayor que aquellas y que las mismas fueran coherentes con una razón poética. Más o menos esto es lo que está significado en la expresión «ser hijo de su tiempo».
Ahora bien, el poeta no solo escribe: hace silencio. No me estoy refiriendo al acto que precede a la escritura, ni siquiera a ese tiempo de esterilidad creativa que muchos hemos padecido alguna vez. Estoy hablando de un tipo de silencio indicioso, el callar. En un poema dicen tanto las palabras escritas como las elididas, pero hace falta una escucha muy particular para reconocerlas.
En Kubla Khan (1816), de Samuel Taylor Coleridge, por ejemplo, hay una descripción casi preciosista de los ambientes que Kubla encuentra en su descenso órfico junto al río Alfeo, pero ni una sola palabra en el prefacio del poema sobre el enigmático «person on business from Porlock» (comerciante de Porlock). ¿Por qué? La respuesta está en el propio poema…
Khan inicia un viaje en principio odiseico y al cabo órfico: odiseico porque desea regresar a un hogar que es la belleza, simbolizada primero en «la cúpula del placer» y luego en la doncella abisinia «cantando en el monte Abora» (el mismo monte Amara en el que Milton ubicó el paraíso); órfico porque Khan hace una catábasis descendiendo al «mar sin sol», al «océano sin vida» para renacer en la evocación paradisíaca de la doncella abisinia.
No sería exagerado decir que Khan sacrifica su vida por la belleza, lo cual ha merecido un poema; pero el visitante de Porlock, que ha provocado el olvido/muerte de las imágenes que estaban destinadas a convertirse en poema, no merece el honor de la palabra, sino un silencio indicioso… una elipsis, como si Coleridge nos insinuase con ello dos modos de morir: uno fecundado por la belleza y otro estéril, negado a esta; uno preñado de poesía y otro agostado en el silencio.
Este callar indicioso, que los romanos llamaban tacitum para diferenciarlo del silentium (‘silencio de la ignorancia’), va en la línea del § 7 del Tractatus Logico-Philosophicus, de Wittgenstein, respecto de que «de lo que no se puede hablar, mejor es callar». Así que la escritura poética se conforma tanto de polifonías ontológicas como de elisiones significativas, y todo este conjunto, a su vez, responde a una razón suficiente que no siempre logramos elucidar, pero que, no por ello, deja de estar más allá de nuestra incapacidad para escuchar el logos del poema.
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