Por ALEJANDRO PADRÓN
La oposición, con el propósito de combatir la forma invasiva de los medios oficiales, hacía meses había comenzado su propia telenovela tratando de explicar su versión de lo ocurrido en la Antigua República, y lo que estaba aconteciendo en la República Bolivariana de la época del mariscal respecto a la corrupción, la violencia política y la intromisión de los militares en cuanto cargo público se le ocurría al jefe de Estado. Se valieron de cualquier artimaña para atacar con ferocidad al mariscal, por lo que la represión contra la dirigencia se profundizó con tanta saña, que el canal de televisión opositor más importante fue confiscado y sacado de circulación alegando contra ese medio el irrespeto inaceptable al inmiscuirse en la vida privada del presidente.
La vida íntima del mariscal se había convertido en la comidilla de los bolivarianos. La curiosidad sobre un hombre que al parecer solo tenía dedicación para profundizar la revolución en su país y en el continente, estimulaba comentarios sobre el tiempo que ocupaba su actividad sexual cuando ni siquiera le quedaba respiro para atender sus tareas ordinarias de Gobierno. Su azarosa relación con dos de sus ex mujeres abonaba la leyenda. Y la información que se colaba desde su entorno político enriquecía los cuentos y las suposiciones sobre su vida sentimental, lo demás era pura y dura imaginación del populacho. Todo lo que se dijera en torno a ella podía creerse o no, pero al parecer lo que no se ponía en duda era que el mariscal destinaba los jueves para tener relaciones íntimas en Palacio. A las once de la mañana de ese día no existía presidente ni mariscal que atendiera a nadie o recibiera llamadas telefónicas, ni siquiera de un mandatario amigo. Al mariscal le bastaba poco más de media hora para completar su momento de relax y de éxtasis para luego dedicarse a la Patria. El protocolo era el mismo de siempre: un mozo de Palacio preparaba la habitación precedida por un pequeño recibo donde esperaba la beldad escogida o su amante de turno. Él llegaba por una puerta secreta que daba directo a un pasillo por donde entraba y saldría en caso de emergencia. Una corte de aduladores hacía la escogencia de las ninfas de acuerdo a las sugerencias del propio mariscal que de manera directa o indirecta satisfacía así sus apetencias. Se sabía de su obsesión por las mujeres rubias. Su segunda esposa había sido una dama blanca, hermosa y reina de belleza y a partir de allí le cogió el gusto al colorcito. Una variante de este patrón eran las pelirrojas y ya él le tenía el ojo puesto a una de ellas en un viaje que había hecho a Valencia y algo le había dicho a uno de sus edecanes cuando asistía a una reunión en un centro de convenciones. Vio a la joven de cabellera color granate y su mirada lo delató. Ella respondió el gesto con una leve sonrisa y de inmediato su edecán tomó nota. Semanas más tarde la bella muchacha de cabellera roja concurría al Palacio en una Hummer de vidrios ahumados. El mariscal entró a la habitación vistiendo franelilla y pantalón corto militar con medias blancas. Permaneció de pie sorprendido por la belleza de aquella muchacha que ya estaba en el recinto. La joven al verlo se levantó de la poltrona en un gesto de respeto frente al personaje.
—Que hermosa eres, mija, dijo visiblemente emocionado el mandatario.
—Gracias, señor Presidente.
—Mejor me tuteas.
Ella permaneció en silencio mientras él le habló de nuevo.
—Anda, quítate la blusa, pues. Entonces la joven procedió a despojarse de la ropa blanca y pulcra. Primero se deshizo de las zapatillas, luego se quitó el pantalón y quedó con su ropa íntima color champán, su timidez era evidente.
—Desnúdate completica, por favor, dijo suavemente con un ligero temblor en la voz. La hermosa muchacha acató la orden, entrecruzó las piernas y se cubrió sus pechos tiernos con manos y brazos.
—Anda, no tengas miedo, no te voy a comer, y ella se distendió mostrando su blancura y su pubis carmesí, ligeramente rasurado, de fino tono, como si fuera un clavel que adornaba su hendidura. El presidente no le quitaba la vista de encima. La detalló de arriba a bajo. Se detuvo en su sexo podado y de curiosa figura. Tragaba grueso. La sangre le latía en las sienes.
—¡Que bonito ese coñito! Mira, es del mismo color de tu pelo. Ella se ruborizó.
—Soy así, mariscal, es mi color natural.
—Quiero preguntarte algo, pero necesito que me digas la verdad verdadera, ¿por qué te atreviste a venir?
—Me dio miedo no hacerlo, se le confieso…
—¿Miedo de qué chica?, preguntó con cierta sequedad.
—No sé, podía usted molestarse y cogerla con mis padres.
—¡Por favor!, ¿te dijeron eso? Ella asintió con un tímido movimiento de cabeza.
—¡Dime exactamente lo que te…!
⎯Que no podía negarme, porque si lo hacía, usted se pondría furioso y tomaría medidas…
—¡Son unos vegueros asquerosos!, dijo con aspereza y de inmediato cambió el tono de voz y se convirtió en corderito. Yo no soy así, mija, quiero que te entregues con dulzura. Me gusta ser delicado con bellezas como Tú. Te confieso que hace mucho no sentía tanto gusto por alguien. Ella esgrimió una leve sonrisa.
—¡Lo juro por Ésta!, y besó la cruz formada con los dedos de su mano siniestra.
—Gracias, mariscal, dijo ella con amabilidad. Él se acercó a la cama visiblemente excitado y desde ahí extendió sus brazos llamándola.
—Ven, acércate mija. Ella avanzaba con cautela mientras él comenzó a cantar con voz gruesa y suave, pero temblorosa:
Clavelíiiiito coloraaadoooo
Que de la maaata cayóooo, claveliiitooo.
Todo lleeeno de rocíiiooo
Como te cóoogiera yooo
Clavelíiitooo, clavelíiitooo…
La estrechó contra su pecho lampiño, la besó y metió su brazo derecho por las combas de sus piernas mientras el otro lo pasaba alrededor de su cuello, la levantó en peso, y cual Monstruo de la Laguna Negra, la colocó en el centro de la cama de sábanas blanquísimas. La miró de nuevo. Le lamió varias veces su clavel colorado y luego se encaramó en su delicado cuerpo como corredor de bicicleta en pleno embalaje. A los pocos segundos el mariscal comenzó a emitir sonidos guturales como becerro mamando. Desde la pared de enfrente lo observaba el rostro del Libertador —ese que él había mandado a hacer para convertir su imagen en un Bolívar con rasgos negroides que terminaran convirtiéndolo en un zambo parecido a él—, con sus ojos clavados en la escena erótica. El brillo de sus pupilas parecía tan real que cuando el mariscal terminó de hacer el amor y la muchacha se vistió y se marchó, se quedó mirando el retrato y llamó a uno de sus edecanes de confianza para que examinara la vista del prócer de la Gran Colombia que no había reparado en ella. Era una mirada extraña, casi viva. Descubrieron con asombro que detrás de aquellas pupilas había un par de cámaras minúsculas. El escándalo en el Palacio fue tan grande que siete personas involucradas en semejante violación de la intimidad presidencial fueron a parar a las cárceles del régimen. Dos de ellas murieron por torturas y del resto se desconocía su paradero. Los comentarios sobre las escenas de amor se regaron como pólvora, no tanto por las mujeres jóvenes, maduras o casadas que visitaron la alcoba del amor durante meses, sino, y sobre todo, por el culo zambo del mandatario que parecía el anca de un caballo brioso cuando corcoveaba. Millones gastó la presidencia tratando de retirar de circulación aquellos videos, pero fue inútil, ya el mal estaba consumado y ese caballo corría libre mostrando sus ancas por las amplias sabanas de las redes sociales.
*Corresponde al capítulo 68 de La república flotante, novela todavía inédita.
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