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El afuera que se adentra o la escritura de Victoria de Stefano

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Por ARTURO GUTIÉRREZ PLAZA

Hace más de media centuria, en 1962, el escritor peruano Mario Vargas Llosa obtuvo el prestigioso premio de novela Seix Barral, en Barcelona, España, por su libro La ciudad y los perros. Este acontecimiento se ha señalado como el inicio del llamado “boom” literario latinoamericano —más por ceder a los deseos de identificar en los procesos culturales un punto de origen, que por constituir una partida de nacimiento verificable. Muchos piensan que a partir de ese momento la literatura de este lado del planeta alcanzó por primera vez estatura universal, al hacerse visible y accesible a lectores de todas partes del mundo y de distintas lenguas. Ha corrido, sin embargo, mucha agua de allá para acá y desde hace tiempo son otras y más diversas las visiones, preocupaciones y circunstancias que han encauzado el devenir de la literatura latinoamericana, adentrados ya en el Siglo XXI. Entre los legados del llamado “boom” habría que contabilizar esa capacidad de concreción de espacios imaginarios, mítico-literarios, fuertemente anclados a prácticas culturales y de vida, cotidianas y ancestrales en Latinoamérica, cuya indagación y representación resulta consustancial a varios de los proyectos narrativos que participaron en ese fenómeno literario y editorial. Allí están y estarán siempre esas poblaciones preñadas de insólitas historias y sagas familiares, llamadas Macondo, Comala o Santa María, nacidas de la escritura y la imaginación de García Márquez, Rulfo u Onnetti.

En Venezuela se podría dar cuenta de otros casos, en los que sus escritores, siendo fieles a previas toponimias, les han otorgado un distinto estatuto existencial a poblados remotos o dejados en el olvido, como Ortiz o Altagracia, por ejemplo, cuya instauración en la conciencia nacional deriva del poder de persuasión literaria de las obras de Miguel Otero Silva o Salvador Garmendia. O uno más emblemático aún, posiblemente sin parangón en la literatura venezolana, como el de Canoabo, por gracia de la poesía de Vicente Gerbasi; poeta cuyo parentesco con Victoria de Stefano no sólo se desprende del hecho de ser ambos hijos de inmigrantes italianos y haber transitado con sus familias la distancia oceánica entre las orillas de Italia y Venezuela para adquirir en este país su nacionalidad y su lengua, sino sobre todo por compartir una concepción de lo literario, observada según de Stefano en Gerbasi —y según nosotros también en ella— caracterizada por “el poder aglutinador de la subjetividad”. Esta condición, por lo demás, en el caso de de Stefano posee especial singularidad, pues no supone divorcio alguno del recuento objetivo, del inventario erudito, del desentrañamiento acumulativo de los elementos observables de una realidad que, si bien aparentemente es sólo descrita, ciertamente se exacerba en la percepción memoriosa como dato absorbido por una vigilante subjetividad. Y será desde allí, desde esa intimidad irrenunciable, desde donde de Stefano contraponga a todos estos lugares antes mencionados, vigentes en la épica del “boom”, del cual ella no formó parte y seguramente tampoco compartió muchos de sus síntomas, un lugar distinto, propio y común al mismo tiempo, del que nacen todos ellos, o mejor aún, un lugar cuyo nombre no responde a la fidelidad geográfica, histórica o imaginativa a la que se circunscribe un escritor, en cuanto deudor y partícipe de una determinada cultura. Su obra nace, apuesta, se constituye, padece y rescata ese único espacio cuyo nombre genérico cede en préstamo a una de sus novelas, como signo definitorio de su tentativa literaria: “el lugar del escritor”.  Pues si hay una frase que baste para englobar y reordenar la ya extensa obra de de Stefano (8 novelas, 3 libros de ensayos y un diario, desde 1970 hasta el presente), no atendiendo a cronologías sino a la preponderancia de ciertos signos dentro del sistema literario establecido por las relaciones existentes entre los libros que conforman esa obra, sin duda, en el caso de la de Victoria de Stefano, ésta sería.  Desde ese, su permanente lugar, el del escritor y el de la escritura, transcurrido ya casi medio siglo, esta novelista y ensayista venezolana nacida en Rimini, Italia, en 1940, no ha hecho otra cosa sino reiterar con rigor y solvencia su pasión por explorar las posibilidades expresivas de esa lengua que le obsequiaran sus padres al sembrarla entre nosotros, para crear una obra de carácter excepcional, única y extraña en Venezuela, singular y entrañable en la literatura escrita en castellano.

En una conocida colección de aforismos denominada “Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino”, Franz Kafka, autor varias veces citado por los personajes de las novelas de Victoria de Stefano y manifiestamente admirado por la autora, dice lo siguiente: «No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies». Esta imperativa afirmación bien podría servir de epígrafe al compendio de la obra de Victoria de Stefano. Son muchos los pasajes en varias de sus novelas en las que algún personaje pone de relieve la necesidad y preponderancia de ese espacio en la psiquis y el ánimo del escritor. Ese espacio, esa pequeña habitación desde la que se vive y rememora la existencia propia y ajena, desde la que se convoca al mundo para hacer plural la más raigal intimidad. Así lo afirma Claudia, esa escritora, suerte de “alter ego” de Victoria: “Un cuarto es el mundo, el mundo cabe en un cuarto, el mundo cabe el cuarto, nos cabe. ¿Oyes cómo crujen las puertas al cerrarse? Las sombras crecen, se hinchan, diríase que con la mejor levadura. Es el mundo que está por entrar. El cuarto se está llenando hasta el borde, un borde, por lo demás, del que carece. Está colmado; colmado de mí, colmado de mundo, repleto como una colmena. Vivo, hormigueante”. Todo lo que acontece en la literatura ocurre allí, pues no es otro el lugar del ritual donde la página deja de ser espacio por llenar, tras la fatiga, la insistencia y la determinación; por eso dice: “Una línea, otra línea, línea tras línea, y con esas líneas, casi sin darme cuenta, se iría armando una página, otra página, la página subsiguiente, y así las líneas serían páginas y las páginas sumando páginas llegarían a formar libros: hermoso porvenir de una segunda vida continuación de ésta. Paciencia y dedicación, insuperable regla de vida. A falta de aptitudes, paciencia y obstinación, cualidades cada vez más refinadas de disciplina y trabajo. Paciencia y tenacidad, la paciencia de un buey, la tenacidad de un criminal: la más alta capacidad de resistencia”. No se trata, por tanto, de un espacio que se viva pasivamente, despojado de penurias, tampoco es una versión de un Paraíso posible, como la biblioteca imaginada por Borges o el terruño gerbasiano, del cual el mismo poeta afirmara en unos versos: “Los oriundos del Paraíso/son de Canoabo”. Es más bien el lugar de la inevitable y perpetua búsqueda, donde junto a la conciencia del fracaso anida la certeza de la imposible perfección. Lugar donde la tarea del escritor se transmuta si no en oficio tantálico, en elegida condena, pues como afirma uno de sus personajes: “Corregir no es, como creen algunos, trabajo de limpieza, tachar aquí, agregar allá, un punto aquí, una coma allá, corregir es una demente y constante rectificación, es ponerlo todo de cabeza cuando se creía que todo se mantenía en pie. De nuevo, una vez más desde el principio y otras tantas veces más de principio a fin. Con ese ardor se cavan tumbas, la propia tumba. Con ese ardor se tiran patrimonios enteros por la ventana. De nuevo, otra vez de principio a fin. ¿Son las astucias, las destrezas del oficio, no? Se lo alcanza muy tarde, a costa de mucho, y cuando se está cerca de conseguirlo, cerca de la tierra prometida, pierde toda fascinación. ¿Era esto, apenas esto, sólo esto, este infinito yermo sin principio ni fin?”

En esta incesante tarea no hay diferencia alguna entre el escritor que se planta en este lugar y el artista en todos los ámbitos. Y habría que empezar por aclarar que para de Stefano el escritor no es otra cosa que un oficiante de la palabra, un artista que construye mundos con ellas y desde ellas; y que al construir esos mundos intenta penetrar en los pasadizos de su propia conciencia, hermanado con el lector, ambos portadores de una misma condición: lo humano. Sería interminable rehacer acá la lista de referencias a filósofos, pensadores, científicos, poetas, narradores, ensayistas, pintores, escultores, músicos y artistas en general, que pueblan las páginas de esta obra. Todos ellos forman parte de ese lugar (llamémoslo el de la creación) pues son cómplices de una misma trama.

Thomas Berhard, escritor austríaco que sin duda pertenece a la misma estirpe novelística de Victoria de Stefano, le atribuía a uno de sus personajes de la novela, El sobrino de Wittgenstein, la llamada enfermedad de la numeración. De este modo la describía: “Durante semanas, durante meses, por ejemplo, cuando voy en tranvía a la ciudad, me veo obligado, al mirar por la ventanilla, a contar los intervalos que hay entre las ventanas de los edificios, o las propias ventanas, o las puertas, o los intervalos entre las puertas, y cuanto más aprisa va el tranvía más aprisa tengo que contar y no puedo dejar de contar hasta llegar al borde de la locura, según pienso”. Se me ocurre imaginar que en el caso de la novelística de de Stefano, ese tranvía no es otro que la memoria, capaz de recorrer aceleradamente inmensas distancias en procura del desolvido, de esos recuerdos que necesariamente también son invención. Por ello la descripción exhaustiva y una infinita red de relaciones, de citas, de objetos, de situaciones, de reflexiones, de digresiones toman cuerpo en este espacio narrativo brindando una acabada sensación de detención y densidad, ajena a la tradicional inercia de la novela de intrigas, sorpresas, efectos y aventuras. Tal vez podríamos hablar de una novelística de la quietud que va al encuentro de los umbrales, de los puntos de quiebre o de inflexión desde los cuales se detona la memoria creadora para trenzar historias que cabalgan unas sobre otras, recorriendo el inventario de los recuerdos hasta el agotamiento. O quizás, como dice uno de los personajes de La noche llama a la noche, refiriéndose a las novelas de Marcel Proust, escritor por el que sin duda de Stefano siente especial afinidad, se trata de obras cuya “fortuna proviene de que el libro termina cuando la novela comienza o, por decirlo así, no termina nunca de empezar, jamás, jamás”. O dicho en otros términos, recordando a Cortázar, son novelas en las que no se gana ni se pierde, ni por puntos ni por nocaut, pues la pelea se disuelve o se posterga en el acto mismo de advertirla. Como un cóndor, el narrador en esta novelística se detiene en las alturas y planea sobre sí mismo, en círculos, una y otra vez, observando sin prisa los accidentes montañosos, las vetas de la memoria. Y esto lo hace no con un lenguaje que busca enmascarar, o descentrar el signo verbal, nada más alejado de la intención estética de Victoria de Stefano que el barroquismo, el adorno superfluo o el malabar metafórico. Más que descentrar, la tarea primordial del mecanismo que pone en marcha este cuerpo narrativo es la del desentrañamiento. La escena que se nos ofrece es la de la incesante búsqueda, el afán de conocimiento y la recurrida indagación desde las entrañas de la conciencia, siempre vigilada por la certeza de la incertidumbre, esa “consciencia superlativa que se engendra a sí misma”, como diría el escritor de La noche llama a la noche, recordando a Proust. Acá todo recuento exhaustivo, toda multiplicación de historias gira en torno a las mismas preguntas, irradiadas desde un común centro de exploración: la existencia humana y la indescifrable urdimbre sobre la que ésta transcurre.

Entre los motivos que podríamos identificar como umbrales, como puntos límites, de inflexión o de quiebre, a partir de los cuáles este mecanismo narrativo alimentado por la memoria se detona en múltiples direcciones (pues como lo ha dejado anotado la autora de Lluvia en su diario, el día 18 de junio: “siempre es más veraz lo que creíamos olvidado e irrumpe repentinamente”), estarían: el fracaso y el desengaño en el orden histórico, político y social; la vejez o la inminencia de la muerte; la depresión; los accidentes; las tragedias naturales; el suicidio; las relaciones familiares; la figura del padre y de la madre; la maternidad y la labor del escritor; el deseo de soledad; y por supuesto, la escritura misma y la percepción del sinsentido de la vida ante el paso del tiempo y la obra inacabada.

Ahora bien, si quisiéramos ver la contraparte de ese espacio, de ese “lugar del escritor” donde se inicia la faena narrativa implicada en esta obra, si quisiéramos identificar un elemento que pudiera simbolizar las vicisitudes del mundo exterior previamente observadas, recordadas o imaginadas por quien escribe desde el resguardo de su habitación, éste podría representarse por medio de la lluvia. Tampoco en vano es el término que le da nombre a una de sus más estimadas novelas. Ni resulta ocioso observar que es un elemento presente en casi todas, si no en todas ellas. Un elemento que nos habla en susurros o en gritos para darnos noticias de lo que acontece al otro lado, en ese afuera que se adentra, se hace interior y adensa en la escritura. Valgámonos de un pasaje de Por el camino de Swan para expresar esa misma sensación y esa magistral detención descriptiva en los detalles que también encontramos en tantas de las páginas de Victoria de Stefano y que como dice la narradora de Lluvia: “son nada más y nada menos que el propio ser haciendo aparición en el todo”. Así lo expresa Marcel en En busca del tiempo perdido: “Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana arriba, y por fin, ese caer que se extiende, toma reglas, adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve”.  Al inicio de la novela de de Stefano nos encontramos esta frase: “En el silencio oyó un crepitar suave, melancólico. ¿Eran las hojas de los árboles o el gotear de la lluvia que estaba de vuelta?”  En ambos casos lo que sucede afuera se sospecha y es captado por el sentido de la audición. El escritor describe e imagina lo que escucha como si lo viera. Su escritura sigue el ritmo de lo que no ve pero imagina, para dar aliento a una atmósfera expansiva donde el afuera y el adentro se condensan a través de un lenguaje que comienza a gotear sobre la página. Y en este plano, ya no hay diferenciación alguna entre el novelista (que aborda la escritura consciente de las posibilidades sonoras de la lengua, de sus matices rítmicos y melódicos, de su eufonía y su capacidad de sugestión) y el poeta. No es fortuito que uno de los más lúcidos, penetrantes y rigurosos estudios de la obra de Baudelaire jamás escrito sea de la autoría de de Stefano (Poesía y Modernidad, Baudelaire. Caracas: FEHE-UCV: 1984 / USB-Equinoccio: 2006). Su vocación de novelista y ensayista no la desvincula de las preocupaciones que con respecto al lenguaje comparte con el poeta. Su caso no es el de Faulkner, escritor, por cierto, de influencia decisiva en la generación del boom latinoamericano, inventor de ese otro espacio mítico literario llamado Yoknapatawpha y poseedor al igual que Joyce, Proust o Kafka de una de las más prodigiosas prosas del siglo XX,  quien seguramente desengañado y tal vez con algo de ironía, tiempo después de la publicación en 1924 de su único libro de poesía, llegara a afirmar: “Yo quería ser poeta; descubrí muy pronto que no podía ser un buen poeta, así que probé con algo en lo que pudiera ser un poco mejor. Me veo como un poeta fracasado”. El personaje novelista de La noche llama a la noche, nos dice: “Cada novelista no hace más que aumentar las dificultades de serlo. La parte artesanal es la que se complica. Las obras mayores las llevan al límite, las menores enturbian y circunscriben ese límite en la constancia del «estilo» y en el refinamiento técnico. ¡Con cuántas dudas tendré que luchar para persistir!¡ Vencer, también vencer! Un intermedio para leer No impidáis la música de Paul Claudel. Escrito extraordinariamente hermoso y virulento. La maravillosa prosa de los poetas”. Pero en qué se diferencia la prosa de este personaje-novelista (también alter ego de Victoria de Stefano) de la de ese poeta que admira, cuando escribe lo siguiente: “Es una maravilla todo lo que puede hacerse con palabras. Aunque el número de ellas es limitado, y mucho más limitado aquel con el que cuenta cada uno de nosotros. Nos servimos casi siempre de las mismas palabras, las propias, las de nuestra discordia y nuestros deseos, las que llevamos grabadas en nuestra mente como incisiones en la corteza de los árboles. Toda palabra es una confesión y anida un secreto”. Para añadir luego: “Hay en mí una marcada preferencia por la melodía interna, callada, por la escritura lánguida (…) Es una maravilla que las palabras y los gestos sean signos de la penuria del hombre; es una maravilla que él haya hecho de su inteligencia una fecunda constelación de sentidos. Es una maravilla que tantas dilaciones, que tantas hábiles duplicidades constituyan la trama frágil y sutil de nuestra servidumbre. Es una maravilla haber logado interceptar un rayo de sol para que, de rebote, vaya desde nosotros hacia el mundo Y es esta gloria la que nos ha cubierto de medallas. Esta gloria y estas heridas”.

 

Este lenguaje deslumbrante, rítmico y penetrante con el que Victoria de Stefano nos interpela como lectores, página tras página, no se detiene en diferenciaciones genéricas.  Pues se trata de una escritura que desborda toda posible preceptiva, al poseer plena conciencia de la amenaza de las limitantes que pretenden rotular las características de cada género. De tal modo, la reflexión que tiene lugar en el ámbito ensayístico, referida a temas como el del “lugar del escritor” en la sociedad moderna, el compromiso artístico y vital inherente al oficio de escribir, la dimensión biográfica del texto creativo, el espacio narrativo como amplificación discursiva del ámbito poético, la soledad necesaria del artista, el placer y el enriquecimiento existencial que otorga la lectura o la experiencia migratoria y los viajes, es también fértil en su novelística.

En resumidas cuentas, podríamos afirmar que toda la obra de Victoria de Stefano es una que sin atenerse a concepciones predeterminadas y a prerrogativas del mercado va al rescate del valor de aquellas que como el Quijote y el Ulises, esto nos lo señala en su ensayo “De lo imperfecto del arte”, permanecen “indóciles e impuras”, al no verse constreñidas por moldes rígidos.  De allí la libertad que les permite seguir dando cuenta de aquello que hay “detrás de cada escritor”, de ese “yo débil volcado”, fiel a sí mismo, tras el cual podemos percibir “una filosofía, una apuesta moral, una visión del mundo”.

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