Por RAFAEL SIMÓN HURTADO
“Además de la espada y el hambre,
existe una tragedia mayor:
el silencio de Dios,
que no se revela más y parece haberse recluido en su cielo…”.
JUAN PABLO II
Gracias a mi trabajo tengo el privilegio de oler cada mañana la intimidad del Santo Padre, percibir el rumor de sus pensamientos aun cuando no me mire. Soy el administrador del calor de sus aposentos y mantengo abiertas las ventanas para que el aire ventile el tamo de las alfombras. Mi nombre es Ángelo Gabriele y soy el mayordomo del Papa. Súbdito por decisión propia de las necesidades del hombre más santo del mundo, en quien Dios destinó el cuidado de las almas.
Cuando despierta, lo oigo murmurar una oración matinal con la que compensa un sueño de sobresaltos, y con la que agradece a Dios por sacarlo intacto del infierno de sus pesadillas. Sentado en el borde de la cama ora, y cada vez que lo veo en este entrañable instante, no dejo de sorprenderme de cómo el impulso de sus palabras lo eleva cinco centímetros sobre su cama al encuentro de Dios, en un envión de reconocimiento y amor mutuo.
Lo ayudo a levantarse. Mediante cortos pasos afinca cada pie como si los posara sobre harina cernida. El polvo blanco de la luz que entra por la ventana lo alza sobre el piso, abandonando tras de sí la debilidad de unas sábanas de las que emana la fragancia tenue de su respiración nocturna. De rumbo al baño olvida pedazos de sí mismo: la dentadura en el vaso de agua, sus pantuflas de felpa roja que ocultan unos pies de sangre azul, y el cuerpo ahuecado del pijama, que deja al descubierto unos huesos duros como una armadura.
Cuando entra a la sala de baño, también olvida la puerta abierta. De su interior surge una fosforescencia celestial que ilumina el cuerpo desnudo sentado en la taza del inodoro, desde donde brota el inconveniente de olfatear hasta sus más recónditas secreciones. En virtud de estas visiones, sé de su preferencia por el papel toilette de seda, los jabones de baño chino y el aroma de los perfumes de factura francesa. Sé de la marca de la afeitadora con la que se rasura, y por el vapor que niebla los espejos, sé de su gusto por el agua caliente y la urdimbre y la trama de la toalla con la que seca su fe.
Cuando fui nombrado su mayordomo, elegido como depositario de su confianza de entre un número de mil aspirantes, ya dominaba el servicio de la hospitalidad, pues desde mi temprana juventud me gustó la idea de ayudar a los otros a sentirse bien, a apoyarlos en sus gestiones domésticas. Ello siempre me trajo problemas con mi padre, a quien nunca pude convencer de que mi vocación nada tenía que ver con los atributos de un alma caritativa, o con alguna disposición para la redención o la aprobación constante de los demás. Tampoco escondía una orientación desviada de mis preferencias sexuales. Sencillamente, adoraba el orden y la excelencia, y me complacía anticiparme a la voluntad de todos.
Por eso, cuando supe de la oportunidad de servir al Papa, no lo dudé ni un momento, pues era como alcanzar la plenitud del servicio, aunque eso supusiera abdicar a mi propia vida. Con lo que nunca soñé fue en convertirme en la sombra de aquel cuerpo repleto de tantas angustias, en el testigo principal de una duda esencial ante Dios.
Era frecuente ver su figura concentrada en la quietud y en el silencio de su despacho, que yo vigilaba para que no se vieran afectados sus morosos y sagrados momentos de escritura. Allí dejaba pasar el tiempo y la vida embutido en el sillón, a veces, con los ojos cerrados, como quien piensa mejor en una sombra absoluta; o leía, cavilando en su cama, hasta la hora de la siesta, abandonándose a la vida abstracta con la que gozaba de la ausencia de los relojes.
Cuando lo seguía por los corredores del Vaticano, me parecía caminar en el rastro de aire tenue que dejaba su cuerpo en movimiento, a través del túnel solitario, lento y silencioso de sus pasos. Un pasillo apropiado con el que se ponía a salvo de la angustia de una realidad que lo hacía fingir otra vida. Llegó al extremo de ordenarme el uso de zapatillas de lana sorda, para no oír mis pisadas.
—“La mayor felicidad es la quietud; el silencio”, me decía.
Esta condición la implantaba incluso en sus comidas, en las que la frugalidad hacía de árbitro del placer: un pequeño, —muy pequeño—, trozo de carne, pescado o pollo, según el día, reposaba mudo en el centro de un único plato, depositado en medianas hojas de lechuga, tomates y frijolitos tiernos. El gusto de una salsa hecha de aceite de oliva y pesto de hierbas, trababa la guarnición. Y una rodaja de pan de almendras, venía a colmar los cuatro bocados que eran pasados con discretos sorbos de vino blanco o tinto, según el trozo de carne previsto en el menú. No había lugar para la sobremesa, pues, por decisión propia, se había negado el recurso de una grata conversación con otros comensales.
De esta manera fui testigo de cómo cada uno de los gestos del hombre a quien llegué a admirar con devoción, anunciaba la anulación de sus facultades perceptivas, poniendo el ego bajo sus pies. Pronto dejó de ver y admirar el paisaje, de oír las melodías sin más auxilio que su memoria, de olfatear los aromas de su propio cuerpo, o de sentir el contacto de un apretón de manos; mucho menos la confianza de un abrazo.
(Debo advertir aquí que la estampa que ahora registro, sólo desea dejar un dibujo rápido del asombro de haber estado tan cerca del misterio, y haberlo visto develado. De ninguna forma tiene la intención de traicionar confidencialidades ni delatar secretos. No pretendo ingresar a la lista infame que revela una historia de mayordomos desleales, de documentos filtrados y comisiones secretas, ni la de aquellos sirvientes que, amparados en la confianza concedida, denuncian la corrupción que crece bajo la túnica de San Pedro. Mi única intención es delinear el rostro de un ser atormentado, sobre cuyas espaldas pesaba el fardo de dos mil años de pecado).
Mi primera alarma se produjo una noche, cuando el pensamiento y los sueños del Papa se tocaron en el delirio de la madrugada. Ya se me había advertido del insomnio del Santo Padre, pero no pude evitar sorprenderme y preocuparme cuando lo vi caminando en círculos por toda la habitación, impaciente y tembloroso.
Según me decía, de la oscuridad de su cabeza brotaban las voces reales de la muchedumbre en la plaza de San Pedro. Católicos confirmados en la fe, herejes convertidos por la Iglesia, e infieles iluminados, de pronto, en la verdad divina, atenazados por la elipse de las columnas de Bernini, le reclamaban la absolución de sus propias vilezas y la reiteración de la promesa de la vida eterna. Podía oír con claridad no sólo las voces de la feligresía alrededor del obelisco, sino también la de cada uno de los miembros de todas las congregaciones del mundo. Las palabras le llegaban como murmullos claros e individuales a su cabeza.
Cada noche, cuando el insomnio lo vencía, arrastraba pesadamente las zapatillas de terciopelo, hasta llegar al balcón. Desde allí, se dirigía a una multitud espectral, con los ojos encendidos, los cabellos revueltos y el camisón del pijama empapado en sudor. De frente a la gran plaza vacía, con los tres dedos usados para la consagración papal, bendecía, aterrorizado, a una muchedumbre inexistente. Verlo así, me hacía recordar la fotografía oficial que lo retrató el día de su toma de posesión, cuando, de espaldas en el palco de la basílica, miró emocionado a la vociferante multitud en la plaza, como un coloso que abrazaba a la totalidad de la raza humana.
Durante esas mismas noches de desvelo me llamaba, con un grito ahogado, para buscar sosiego en las infusiones de un té de manzanilla que calmara los sonidos de su pecho.
—“Ángelo, —suplicaba—, no me dejes solo”.
Luego de apagar las luces de su habitación, lo asaltaba el temor a la oscuridad del poder.
La angustia se agudizó cuando abrió en Twitter la cuenta: @santopadre, por recomendación de la curia, con la que se pretendía hacer accesible, en una ficción de cercanía, la comunicación del trono pontificio. Disponer de un destino como éste en la red, para él no era sino una indecencia, pues la verdad es que no podría atenderlo personalmente.
—“Hoy los mensajes no pueden ser simplemente transmitidos, deben ser compartidos personalmente, y cuando digo personalmente me refiero a que mi aliento debe empañar el cristal de las miradas”, se quejaba.
Y si a ver vamos, tenía razón, pues con sus múltiples ocupaciones, poco tiempo le quedaría para enviar sus respuestas a los millones de feligreses que le escribirían esperanzados de obtener una bendición o una recomendación, aunque fuesen en textos no más extensos que un versículo bíblico.
—“Además, —decía—, “el dichoso Twitter es un trazo de palabras que si bien obra como un susurro mundial, incansable y polifónico, es absolutamente efímero”.
La cuenta casi estalla el día que decidió hacer pública la expulsión de más de cuatrocientos sacerdotes de su ministerio por comprobados casos de abuso sexual a menores de edad. Los mensajes, procedentes de todas partes del mundo, —en italiano, español, alemán, francés, inglés, portugués, polaco, árabe, coreano, chino, africano, ruso, y hasta en latín—, aunque reconocían el valor de su decisión, también exponían al Papa a las críticas más acerbas, denigrándolo en 140 caracteres. Algunos de los mensajes recibidos, en días sucesivos, segundos tras segundos, horadaban la tranquilidad del Sumo Pontífice, pues los trinos aparecían en la pantalla de su celular, escritos con las señas de identidad de los pecadores, con sus nombres y apellidos.
@santopadre El sacerdote Phil G., de Bristol, guarda en su computadora las fotografías de sus estudiantes desnudos.
@santopadre El párroco de Arbizu, Tomás J., desde hace 2 años, abusa de la hija pequeña de Asunción, la esposa del tendero del pueblo.
@santopadre El sacerdote Adão, de Cale, se fugó del país luego de que el padre de un niño de 12 años, lo enfrentó por abusar de su hijo.
@santopadre El cura Ramiro C. hace tocaciones a los pacientes inconscientes en la UCI del Hospital de F., mientras le suministra la unción de los enfermos.
Aquellas voces, globales, inagotables, simultáneas, para nada tuvieron la condición de lo fugaz, por el contrario, más allá de las redes sociales, comenzaron a reproducirse como un sonido ensordecedor en su cabeza. Durante los días, en las homilías y reuniones de trabajo, y durante las noches, en su habitación.
Hubo un caso que lo sacudió, particularmente. El sacerdote John G., de Boston, había abusado de cientos de niños en 30 años de sacerdocio. Además de que la Iglesia debió compensar con millones de dólares en indemnizaciones y terapias a las víctimas, el condenado a cadena perpetua, murió estrangulado por un joven recluso, que según se supo después, había sido uno de los niños violados.
Estos delitos en la Iglesia no eran nuevos. Todos lo sabían. Muchos se lo atribuían a una crisis del celibato sacerdotal, regla ancestral con la que alguna vez se quiso regular la relajación en los hábitos sexuales y la hipocresía de los sacerdotes. Él, en el fondo, —un ser de espíritu monacal, de soledad y oración—, pensaba como el Apóstol Pablo: “Una conciencia cauterizada, promovida alternadamente por el celibato y el divino perdón, puede estimular a los sacerdotes sexualmente hambrientos, a imponerse como depredadores, con ventajas sobre sus víctimas, desde el confesionario”.
Anotó en su diario: “El pecador obstinado, dispensadas una y otra vez sus culpas se hace insensible a las amonestaciones del espíritu, como la piel del animal ultrajado con un hierro ardiente se vuelve duro ante el dolor”.
Un episodio de su propia juventud de seminarista vino como una pesadilla a turbar aún más sus pensamientos. Recordó la vez en la que él mismo fue intimidado con la excomunión por un obispo que visitaba el seminario, si contaba lo que había visto.
—“¡Que el Hijo del Dios viviente te maldiga, si algo cuentas de lo que has descubierto!”, lo amenazó el hombre vestido de sotana, roquete y chal, con una cruz in péctore.
… tuvo que convivir con aquella imagen, que con los años se tornó confusa, decadente, repugnante; que nunca pudo ni siquiera revelar en el confesionario, pues el recuerdo de sí mismo, arrodillado, declarando el asco y la antipatía que le causaban aquella ofensa a Dios, descubierta en el baño del seminario, le imponía la imagen del obispo, como un demonio de hábitos negros, que ofrecía entre sus piernas, debajo del hábito arremangado hasta su cintura, la hostia blanca de la comunión al efebo también arrodillado y desnudo.
Ni la Biblia-ni los Sacramentos-ni la Moral Cristiana-ni la Espiritualidad-ni la Liturgia-ni el Derecho Canónico-ni la Pastoral-ni la Catequesis-ni la Iglesia-ni la Fe-ni Dios-ni Jesucristo pudieron borrar aquel retrato de su conciencia. Ahora volvía, en imágenes virtuales, a través de la red. Oponiéndose a las virtudes, multiplicándose en excesos, para sobrealimentar el abismo del sexo hasta los límites de la anarquía de la imaginación.
Tenía escrito en su diario: “De manera similar a cómo el gusto puede corromperse por la exuberancia de agresivos sabores, el deleite sexual, hartado por lo erótico, puede hacerse más ofuscado para distinguir la belleza, menos capaz de impresiones nobles y más deseoso de sensaciones artificiosas, que con facilidad llevan al extravío de los sentidos”.
Creo que su nombramiento como Papa llegó para exacerbar estos recuerdos y estas convicciones. Ya era evidente para mí que una marcada distancia interior lo mantenía al margen, incluso de las conversaciones en las audiencias públicas. Era una curiosa manera de excluirse, al ofrecer el vacío como respuesta. No concluía las frases, sonreía con economía, llevaba la inacción hasta el absurdo, como si experimentara un placer morboso en el silencio, ofreciendo la ficción de una subjetividad que había permanecido enclaustrada. Su vocación de silencio se imponía sobre el dominio de la palabra, como si hubiese pensamientos que no necesitasen expresarse.
Registró en su diario: “Voy camino al voto de silencio, pero como una decisión personal y no una penitencia. No usar la voz para no tener que maldecir las inmundicias de una religión que ampara en su claustro al mal; voy, para vaciarme de mí mismo, y así Dios pueda ocupar mi cuerpo plenamente”.
Además del diario escrito, era frecuente verlo conversar también frente a una pequeña grabadora. Muchas veces lo vi sentado en su escritorio levantando el artefacto con la mano derecha, a la altura de la boca, dictando unas confesiones como quien susurra las memorias de sus pecados en un confesionario, —el armario que alguien había calificado en un Twitter como “el closet de pederastas y pedófilos”—. Durante estos períodos, que ocurrían durante las primeras horas de la noche, el rostro se desenmascaraba de la amabilidad de las reuniones oficiales, mostrando la facción endurecida, tosca y taciturna de quien sufre calladamente.
Aunque solía guardar el aparato en una gaveta bajo llave, una de aquellas mañanas que olvidó el artefacto sobre la mesa del escritorio, no pude resistir la tentación. Estar tan cerca de las íntimas reflexiones de un hombre como aquél, me hacía creer que, revestido por el manto de la invisibilidad de mi servicio, podía tener acceso a sus pensamientos.
Le di play al grabador. De su interior emergió la respiración de una voz sin el vigor de los sermones, exhausta, dominada por el cansancio y el miedo reverencial de ser oído por Dios.
– “…ni siquiera puedo buscar el auxilio externo que me excuse de mi deber. Padezco de una soledad completa y desconocida. Siento el vértigo de quien hace equilibrios sobre un pedestal. Como Cristo en la cruz”.
Había avisado días antes que necesitaba estar a solas como Jesús lo había estado en el desierto, para encontrar las respuestas a través de la plenitud de la oración. Para ello requería orar en absoluta clausura, por lo que debía recluirse, sin anunciar el lugar en el que lo haría. Debía experimentar las limitaciones del cuerpo y de la mente, mediante el agotamiento, el hambre y el destierro.
La noche que salió rumbo a cumplir con lo propuesto, lo seguí en secreto. Se evadió por los Jardines del Vaticano; cruzó los patios, y abriéndose camino entre los cedros y pinos, dejó tras de sí la gloria de estatuas y monumentos. Ya en la calle, yendo apresurado sobre la silenciosa penumbra nocturna de la ciudad, yo imité sus pasos como una sombra.
La ciudad exhibía todo aquello que él intentaba rechazar: la codicia de riquezas, la soberbia, la satisfacción de los sentidos, y el poder, que en su caso se ofrecía como mezcla de opulencia y frívola gloria humana. El trayecto no tardó más de treinta minutos, a pie, a través de unas calles extrañamente desiertas, pero suficientemente iluminadas. Las luces artificiales enfatizaban el recuerdo de las emblemáticas y sangrientas tragedias del Coliseo romano; traían la evocación de las ambiciones dinásticas de los Borgia y los Médici, y revivían relatos tan vergonzosos como el de los cuerpos herejes quemados vivos en los teatrales juicios de la Santa Inquisición, o el silencio del disimulo papal ante el holocausto judío, desde la víspera misma de la gran guerra.
El templo escogido para la expiación fue una catedral en las afueras cercanas del Vaticano, una construcción antigua que había sobrevivido a terremotos, incendios y reparaciones. Un edificio de altas columnas, pomposos ventanales, con un campanario mudo, en donde se había enseñoreado hacía tiempo un universo de escombros, pero que tenía la particularidad de guardar una reliquia cristiana. El último sismo que había debilitado finalmente sus cimientos, lo inutilizó para las ceremonias religiosas, pero lo preservó para el homenaje de las ruinas sagradas. Las puertas de bronce se mantuvieron abiertas, y por allí pudo pasar el hombre de túnica blanca. Necesitaba sosegar con una oración humilde sus inquietudes, y por eso escogió el menoscabo de un templo muy parecido a él -—piedra envejecida y rota, que resucita para contar su historia.
Ya adentro, el sigilo de sus pasos fue roto por los trozos de vitrales que el viento desprendía como restos mutilados de ángeles, monarcas, vírgenes y santos. Traspasó en absoluto sometimiento los sesenta y ocho metros de largo que iban desde la puerta hasta el altar. Sólo se detuvo cuando alcanzó a mirar los mosaicos de la bóveda que cubrían, con las alegorías de los apóstoles y el rostro de Cristo, el ara cubierta de polvo. Sobre el baldaquino que arropaba la larga mesa, reposaba el relicario de un pedazo de pan enmohecido que había sobrado de la última cena.
Desnudó su cuerpo al frío que entraba por grietas y rendijas, y posó sus pies en el piso de mármol. Luego de tomar de encima de la mesa un Breviario, inició una plegaria. Apretó los ojos mansamente, para escuchar la oración del viento en los callejones de la ciudad; de pie, inmutable, hasta el amanecer, como si el templo fuese el confesionario de sus faltas y su sentencia.
—“Tuya es la palabra que imagina. / Tuyo es el sentido de la luz. / En mi casa no hay puertas ni ventanas, / sino espejos que devuelven la verdad. / Si miento sancióname la trampa / poniendo en mi rostro el pecado malhechor. / No vengo en vano a pronunciar una palabra, / ni a fingir con simulacros el ruego de perdón. / En ti confluyen mis confusiones y amarguras. / En ti consigo el principio de la paz”.
Desde mi punto de observación, alcancé a oír emocionado aquella plegaria, y ver el cuerpo despojado en la losa gélida entregado al propósito de una enmienda, personificada en una impotencia de humanidad.
“El mal existe, Ángelo, y el infierno es su metáfora”, me dijo, haciéndome saber, finalmente, que ya me había visto.
DECIDIÓ RENUNCIAR, a sabiendas de que la decisión provocaría maquinaciones, inquietudes y miedos. En su pobre alma ya no cabía la duda de que el Vaticano era una morada de hienas en cuyas bocas salivaba la traición.
Anotó por última vez en su diario: “Tras examinar ante Dios repetidamente mi conciencia he llegado a la certeza de que ya no tengo fuerzas para ejercer el ministerio. Sacudida mi fe por la merma de la fuerza de mi espíritu, reconozco mi incapacidad…”.
Sobrevinieron después su última audiencia oficial, su último discurso, y la inhabilitación de su anillo de Pescador y su cuenta de twitter, como muestras insignes de la sede vacante. Las campanas de todas las iglesias y basílicas tañeron a la vez el clamor público de la renuncia. Luego vino el traslado temporal a su residencia provisional. Allí se mantuvo aislado, conmigo como pontífice entre él y la realidad.
No oyó el ruido de clausura de los postigos, ni la partida de la Guardia Suiza cuando la custodia fue levantada; no supo del vocerío de la opinión pública, ni de la celebración del cónclave cardenalicio que nombró al nuevo Papa; tampoco pudo oír el torbellino de las alas de los ángeles revoloteando en la cúpula de San Pedro por el golpe del rayo caído como un signo de iluminación desde el cielo.
Sólo pudo escuchar, cuando ya no esperaba nada, mientras oraba en el más absoluto silencio de rendimiento y dolor en la pequeña capilla de su nueva residencia, los pasos tenues de otro hombre vestido de blanco como él.
—“Ore por mí Santo Padre”, le dijo, cuando alcanzó a reconocerlo.
—“Y usted por mí”, respondió el nuevo Obispo de Roma.
Compartieron una breve invocación. Hablaron en voz muy baja, alejados de los oídos indiscretos. Y mirándose, como quienes saben que no se volverán a ver jamás, los dos hombres, en un abrazo blanco y fraterno, se dijeron adiós.
Antes, en susurro de confesión, dijo algo al oído del nuevo Papa. Por un brevísimo y casi imperceptible instante, en esa fracción del tiempo en la que un ojo parpadea por un grano de polvo en el aire, los rostros de ambos se balancearon entre las cuerdas del puente colgante de sus miradas; el puente colgante que se mecía sobre el abismo espiritual por el que uno entraba al templo y el otro salía de él.
La mañana que fui a buscarlo para acompañarlo a la misa privada que celebraría en la capilla de su nuevo departamento, algo había cambiado en la habitación. La cama estaba vacía, e intacta. No fue necesario recoger nada. Todo estaba igual que el día anterior. Cuando traspuse el umbral de la puerta con discreción, vi cómo la luz que se filtraba a través de una claraboya en el techo, había sido tapada con una delicada tela de lino oscuro para apagar los rastros de color. La cámara lucía siniestra; y la penumbra, como un manto de niebla, apenas dibujaba las siluetas de la sotana blanca, la Mitra, el Báculo y la Casulla, puestas en un rincón del cuarto.
Lo hallé en la bañera, en un espacio reducido y húmedo, en medio del vapor del agua caliente, al resguardo de la maldad de los otros, completamente desnudo; flexionada ligeramente la columna, la cabeza sobre el tronco, los brazos sobre un pecho que respiraba tenuemente, y los muslos y las piernas arqueados sobre el abdomen, como si hubiese encontrado el extraviado útero de su madre, del que esta vez no saldría más, y en donde ahora podría pensar en la bondad del mundo; solo, como Dios, en silencio.
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