Por Alejandro Luy, gerente general de Fundación Tierra Viva
En estos días he llegado a la conclusión de que 2020 debería ser marcado como el año en que definitivamente Venezuela dejó de ser lo que era. Creo que es momento de decir –y reconocer– que esta es otra Venezuela. Entiendo que generalmente los cambios suelen ser procesos que suceden en un período de tiempo, pero se me antoja que “hoy”, este año de pandemia, es el día D en la nueva configuración de lo que conocimos como país.
Venezuela fue por más de 100 años un país petrolero, de los más importantes productores del planeta. Los ingresos de la nación dependían casi exclusivamente de ese rubro. Fuimos relevantes en el mundo petrolero y el motor para la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo. Al establecer centros de refinación para la producción de combustibles, también llegamos a exportar gasolina. Pero, en esencia, ya no “vivimos” del petróleo, y no porque no lo tengamos o porque ya este no sea el motor del mundo.
Desde el punto de vista social, en nuestros más de 200 años de independencia, nunca fuimos emigrantes. La gente de bajos recursos no tuvo que irse a otros países a buscar su sustento lejos de la familia. Tampoco hubo guerras o movimientos armados que produjeran esas huidas. Aquellos que pudieron estudiar fuera de nuestras fronteras, en su gran mayoría lo hicieron para volver. Hoy esto es distinto. Más de 4 millones de venezolanos están fuera del país. Si algunos han vuelto recientemente a causa de la pandemia, no lo hicieron con las ganas del que volvía antes con un grado obtenido en el exterior a “meterle el pecho” al país y, además, no hay garantías de que no se vayan de nuevo.
El agua potable, la electricidad, el gas, eran en general servicios públicos de fácil acceso para la mayoría de la población venezolana en la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI. Hoy contar con esos servicios de manera fácil y continua son la excepción y no la regla. En los años ochenta del siglo pasado, en Caracas faltaba el agua dos veces al año: en Carnaval y Semana Santa, cuando el INOS decidía ejecutar los arreglos importantes afectando a la menor cantidad de ciudadanos. Comprar una bombona de gas era una “jugada de rutina” y eran poco frecuentes las fallas de electricidad.
A propósito del sector eléctrico, en los años noventa y a pesar de la oposición del movimiento ambiental de la época, el segundo gobierno de Rafael Caldera dio inicio al tendido eléctrico de la Gran Sabana para vender el excedente de energía generado por el sistema del Guri a Brasil, obra inaugurada por Hugo Chávez junto a Fidel Castro en septiembre de 2001. Así, también vendíamos energía eléctrica.
Entonces, qué queda de la Venezuela que conocíamos hasta ahora. Casi nada. Es larga la lista de factores sociales, políticos y económicos que han hecho este un país distinto. Irreconocible para cualquier que se haya distanciado de él hace 6, 10 o 20 años y, peor aún, inimaginado para todo aquel que hoy ronda los 20-25 años de edad.
Escarbando en los pensamientos aún queda algo de la Venezuela que ha estado allí durante toda nuestra historia, que aún se mantiene, aunque sea desconocida: la diversidad biológica. Una de las mayores riquezas que poseemos, conformadas por una amplia variedad de plantas, animales y ecosistemas que nos hacen uno de los países megadiversos del planeta.
Una diversidad biológica que podría ser palanca para el desarrollo sustentable; un buen germen para el turismo, una fuente de alimento y medicina, suplidora de agua y aire limpio, de esparcimiento para los ciudadanos.
Pero esa riqueza que estaba incluso antes de que fuésemos una república se mantiene de manera precaria, está amenazada, y así como hemos cambiado en otros ámbitos, podría llegar a transformarse y parecerse más a la de los países que han destruido sus espacios naturales a partir de una errada visión de desarrollo.
Nos queda la diversidad biológica, pero ¿por cuánto tiempo?
La diversidad biológica no va a estar allí si bajo el paraguas del Arco Minero del Orinoco, la minería “legal” se extiende en una región con alta fragilidad ecológica, si la minería ilegal sigue abarcando territorios prístinos incluyendo las áreas protegidas, y la contaminación de cuerpos de agua producto de aguas servidas de origen doméstico o industrial, incluyendo los restos de la industria petrolera, sigue sin planes para ser contenida. No va a permanecer la diversidad biológica si la rutina de noviembre a mayo de cada año son incendios forestales en toda nuestra geografía, o los proyectos turísticos o de infraestructura se aprueban a pesar de las objeciones de técnicos y comunidades.
No va a haber diversidad biológica sin una institucionalidad ambiental fuerte, que centre su accionar en decisiones técnicas y que cuente con los recursos humanos y económicos, adecuados, oportunos y suficientes, para su funcionamiento.
Los venezolanos nos acostumbramos a pensar que siempre íbamos a ser un país que viviría del petróleo, que no nos veíamos obligados a emigrar, que con tanta agua en el Orinoco, era seguro que esta llegaría a nuestras casas.
Hoy nos damos cuenta de que no es suficiente tener los recursos, que se requieren recursos técnicos y políticos idóneos para gestionarlos si queremos ser un país sostenible.
Tengo el temor de que un día no muy lejano nos veamos obligados a afirmar que Venezuela fue uno de los países con mayor diversidad biológica. Ante esa posibilidad, solo queda seguir trabajando con la convicción de que aún podemos cambiar el rumbo.
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