Por ALEJANDRA ESCARTIN
Trato de estar al día de lo que hacen los colegas, de lo que aparece mientras escribo […] un elemento fuerte que tenemos en América Latina es que contamos lo que está pasando y eso les da un valor adicional a las historias. A veces nos cuesta reconocerlo, pero, como los problemas que abordamos son tan fuertes, resultan más importantes que el estilo y el trabajo con el lenguaje.
—Élmer Mendoza (Entrevista para Excélsior, 2019)
A pregunta expresa de los reporteros, el autor de El amante de Janis Joplin (2001) responde que su objetivo es escribir ficción, dejando claro que, aunque se le ha nombrado como uno de los mayores representantes de la narcoliteratura en México, no investiga sobre los temas para sus obras. Contrario a lo que se pueda imaginar, sus personajes nacen, según él mismo ha dicho, en su imaginación, en conversaciones y en lecturas pasadas. No obstante, la prensa —siempre necia y tramposa— se esfuerza por conseguir la contestación anhelada. Las entrevistas al narrador nacido en el mismo año que Paco Ignacio Taibo ii (1949) constantemente parecen ser guiadas hacia lo que podría interpretarse como un posicionamiento artístico. ¿Se espera que Mendoza declare que el arte, específicamente la literatura, debe rendir cuentas a la sociedad?
Por más que el autor culiacanense afirme que su personaje El Zurdo Mendieta no encarna la frustración ante la burocracia judicial mexicana, los lectores no están convencidos, pues esta novela es casi un preludio de lo que desataría la llamada guerra contra el narcotráfico declarada por el expresidente Calderón. En ocasiones, se siente como si el hombre detrás de este epígrafe se desdijera, pues asegura que los escritores latinoamericanos hablamos casi que, por tradición, de nuestra realidad, o al menos él insiste en retratar su natal Sinaloa, mientras reitera que es un escritor de ficción. Lo anterior, más dilema que reclamo, probablemente tenga que ver con que para la sociedad no está claro qué hacen los escritores en nuestro tiempo. Quizá los escritores también quisieran entender mejor lo que hacen. ¿Es que acaso inventan historias para huir de la realidad o es que llevan la realidad a sus historias para recordarnos que no podemos huir de ella? En este sentido, cabe reflexionar sobre las voces que influyen en las letras contemporáneas. Quizá podría entenderse así que, aun al margen de sus circunstancias, la literatura vive al borde de la realidad y la ficción.
La vida ocurre todo el tiempo. A cada instante se empalman la historia y nuestra existencia. Por más que nos refugiemos en la banalidad de lo cotidiano, nos desarrollamos en lo político y en lo social. Somos la suma de nuestras circunstancias. En ese contexto, los escritores, guardianes sacros de la palabra, no son inmunes y vaya que prestan oídos a la historia. En algunos casos, esta atención de su alrededor es un ejercicio voluntario. Se trata de un diálogo que los poetas buscan provocar entre las personas y sus obras. Algunos narradores se comunican constantemente con otros a través de ecos en sus textos y defienden que el arte, como expresión de la cultura, es un instrumento de denuncia social, un espejo de costumbres. Hay quienes escuchan, con empatía, no sólo a sus contemporáneos, sino también sus circunstancias. Autores que se manifiestan desde su pluma y para quienes su voz es un arma contra la opresión, contra la injusticia, contra el tiempo y contra el olvido.
Así, la veracruzana Fernanda Melchor (1982) explora los territorios de la violencia dominados por el narcotráfico a través de una ficción precavida que sabe que meterse en esos terrenos significaría ganarse la persecución de los capos. Para muestra ya tenemos el caso de Lydia Cacho, periodista amenazada y atacada por desenmascarar las redes de pederastia y narcotráfico en México. A diferencia de Élmer Mendoza, la autora ha expresado que sus novelas, cuya consumación más reciente es Temporada de huracanes (2017), han sido esfuerzos por reflexionar sobre el nivel de violencia, tanto doméstica como institucional, al que ha llegado la sociedad. La pluma detrás de Aquí no es Miami (2013) incluso ha afirmado que “yo quería entrarle a la literatura por otro lugar, más que por el estudio de los clásicos. Quería entrarle al ras. Estudié periodismo porque me parecía importante estar con la gente, escuchar historias distintas” (Entrevista para Confabulario, 2019). Para ella, escribir ficción es una manera de abordar la realidad.
Por otro lado, hay otra escucha inconsciente, víctima de su condición en el mundo. Aquella que sucede simplemente porque quienes escriben no pueden evitar oír lo que está a su alrededor. No se trata de un entendimiento a posta si no de la limitación de que, incluso el intelectual más celoso y reservado, necesita de los otros para vivir. Requiere servicios de salud, transporte…; necesita de la agricultura, cosas básicas. La especialización actual no permitiría que un escritor fuera a la vez su propio cocinero, su propio ganadero, jefe y trabajador, todo a la par… mientras oscila entre editoriales y lecturas de poesía. Los escritores crean en el margen de las instituciones y el arte es un objeto de consumo que les permite vivir, reflexionando, pero siempre cobrando por hacerlo, por ello, si llega una crisis económica también les afecta, porque ¿dónde cabe tiempo para el arte cuando el apuro por pagar las deudas, o más esencial, por comer es imperioso?
Esto ocurre con Tom, el hombre enfermo en Después del invierno (2014), quien hace frente a su realidad porque no puede negarla: cada día su salud se deteriora y encuentra consuelo en observar desde su departamento las tumbas que, para él, decoran el cementerio y le anuncian pacíficamente su porvenir. La autora, Guadalupe Nettel (1973), se interna en sus recuerdos y se inspira en las personas de su vida para escribir, sin embargo, pese a que la laureada creadora ha aseverado que, habla de temas oscuros en los que nadie quiere adentrarse, como la muerte y la soledad, “el arte [-dice-] sólo puede servir al arte mismo. Para ser creativa tienes que callar al juez que llevas en la espalda, decirle: ‘No hables ahora’. Recobrar ese espíritu primordial de juego y de libertad que tienen los niños. Si eso lo pones en manos del juez, no escribes tú” (Entrevista para El País, 2014). No obstante, incluso dentro de su propio universo, los personajes de Nettel no logran fugarse de este mundo, donde el devenir es una constante.
Las inquietudes de esta generación de poetas parecen centrarse en reparar el daño del pasado. En un mercado inmobiliario que crece de manera dispar a los sueldos, a los jóvenes, pero sobre todo a sus padres, les angustia la imposibilidad de convertirse en dueños de algo. Se les critica por vivir en el hogar materno más de lo normal. Sin embargo, ya no sueñan con una casa o un auto. Aspiran a poseer su tiempo, sus ideas, su futuro. Los créditos, ya no hipotecarios sino estudiantiles, se han convertido en el mejor aliado y el peor enemigo de quienes buscan estudiar la universidad. Constantemente se culpa a los veinteañeros, endeudados, de esta época de no desear lo suficiente, de no hacer más, pero ¿cómo podrían hacerlo cuando trabajan en condiciones precarias, con bajos salarios e inestabilidad laboral?
En otro cuadro, las mujeres nos batimos por recuperar la libertad que nos fue arrebatada hace siglos. Mientras crecen las denuncias por acoso sexual, el término violencia de género empieza a tomar los titulares de la prensa —esa necia y tramposa— y vemos cómo la lucha feminista se va capitalizando para venderse en forma de camiseta y de nuevo, como cada día, miles de mujeres son asesinadas y violadas. Quedamos en el último plano mientras los hombres sabios nos explican por qué deberíamos poder decidir sobre nuestro cuerpo y nos felicitan por pelear por la despenalización del aborto.
A la par, como una burla de mal gusto a las campañas por la inclusión, el terror a lo extranjero, a lo ajeno y al otro se despierta de la tumba en la que creíamos que yacía y se hace más fuerte. Las oleadas de migrantes que llegan a Europa y a Centroamérica como consecuencia de la guerra y de la crisis económica y de violencia que se viven tanto en África, como en Asia y América del Sur no hacen más que endurecer los sesos nacionalistas de quienes creen que los derechos son como un pastel, mientras más rebanadas haya para todos, menos van a comer. Se retrocede en materia de derechos humanos y se pierde la fe en la humanidad. O, quizá no, porque eso intentan impedir quienes, con sus palabras, exponen la crueldad del poder, así como la vulnerabilidad de los más frágiles, de los migrantes, que considerados ilegales, sólo buscan estar a salvo.
Como Valeria Luiselli (1983), quien ha combinado su, varias veces premiada, labor escritural con el voluntariado en favor de la niñez migrante y refugiada de América Latina. Ella, que se sintió ajena a México tras mucho tiempo de vivir en el extranjero, no ha hecho ninguna novela “como si naciera de la cabeza de Zeus, de un espacio absoluto de ficción (…) Siempre empiez[a su] trabajo documentando [su] vida cotidiana” (Entrevista para The New York Times, 2019). La autora ha colaborado cercanamente tanto con obreros como con migrantes para darles voz, a través de su coraje político, a hechos inhumanos como la polémica encarcelación de menores ocurrida bajo el mandato de Donald Trump. Con títulos como Los niños perdidos (2016) y Desierto sonoro (2019), la escritora se reapropia de los conflictos públicos y por medio de su atenta escucha transforma los gritos que piden libertad en líneas que exigen justicia.
Se observa que los escritores hacen caso de sus circunstancias, en ocasiones porque los reclamos sociales han resonado con sus intenciones estéticas y en otros casos porque, aunque lo intenten, no pueden escapar de su condición humana. La literatura, esa disciplina que levita entre lo real y lo ficticio, no se sostiene como un fenómeno aislado de su contexto porque, como creación cultural, y por ende humana, que es, obedece a la afirmación aristotélica que dicta: “el hombre es por naturaleza un animal político” (Política, 1253 a, 5) y como tal vive inmerso en una comunidad sin la que no tendría un sentido. En este orden, es posible reconocer que algunos de los retos más graves de nuestro tiempo son los que arrastramos, casi como la culpa cristiana, de problemas no resueltos, que se reflejan en la inestabilidad económica de los más jóvenes, en la ilegalidad de los seres humanos, en el refuerzo de las fronteras sociopolíticas para impedir el paso de todo aquel que sea ajeno y en la banalización de una lucha histórica de las mujeres por la igualdad, donde, de nuevo, nosotras y nuestras ideas, hemos sido convertidas en simples objetos de consumo.
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