Es bueno problematizar filosóficamente la educación a fin de entender de cuáles posibilidades, incluso inéditas, dispone. Unos días atrás, el proyecto «Aprendamos Juntos», de BBVA, hizo circular por las redes sociales un video de seis minutos del filósofo italiano Nuccio Ordine —que, por cierto, no hace justicia a la versión completa del mismo— en el que se dicen muchas verdades; sin embargo, hay un trío de falacias que me han alarmado profundamente por el tono dogmático con que fueron enunciadas y que me servirán de pretexto para adelantar una reflexión al respecto.
Dice Ordine que «el contacto con los alumnos en el aula es lo único que puede dar verdadero sentido a la enseñanza e incluso a la propia vida del docente» (las cursivas son nuestras). Ciertamente, y desde la Antigüedad, el aula se ha constituido en centro existencial de la relación entre docentes y discentes: un lugar antropológico, como diría Marc Augé; pero afirmar que es «lo único que puede dar verdadero sentido» a la labor docente sería empobrecer sombríamente las posibilidades de eso que yo llamo hecho educativo extendido, entendiendo por tal el proceso pedagógico que ocurre, precisamente, fuera del aula y que exige el concurso continuado de maestros y discípulos, aun más allá del período lectivo y de lo presencial.
Como en todo, hay en el quehacer didáctico un logos que escuchar y una razón de ser que intuir desde una racionalidad. Esta discusión ya la dieron el siglo pasado Ortega y Gasset con la noción de razón vital y María Zambrano con la de razón poética. Ese logos, hay que decirlo, no se circunscribe exclusivamente al aula, sino que la desborda, con lo cual el sentido de la labor docente se nutre de mucho más que solo encontrarse alumnos y profesores en un espacio a tal fin, que ha sido, casi sin variaciones, el mismo desde los tiempos de la antigua paideia griega.
En mi modo de ver las cosas, la tecnología no solo ha permitido expandir las posibilidades espaciales de la relación profesor-alumno, sino que también ha ampliado el sentido del quehacer didáctico. Si rescatamos el ideal de la paideia griega (saber ser y saber hacer), la tecnología puede ser una herramienta formidable a fin de educar. Por cierto que Ordine ha hecho uso de ella —la «fría pantalla», como él la llama— para transmitir su mensaje. ¿No es ello contradictorio respecto de su planteamiento?
También ha dicho que «sin los rituales que regulan los encuentros entre profesores y alumnos en las aulas no puede haber ni transmisión de saber ni formación auténtica» (cursivas nuestras). Al escucharlo, no pude evitar preguntarme por José Antonio Ramos Sucre, el insigne poeta venezolano que estudió de manera autodidacta media docena de idiomas y los dos años finales de su carrera, precisamente durante la clausura de la Universidad Central por órdenes del dictador Juan Vicente Gómez y sin los rituales de que habla Ordine; estudios por los que rindió en tres meses los exámenes que le permitieron recibirse de doctor en Ciencias Políticas una vez reabierta su alma mater.
Quizás no muchos puedan lograr la proeza de Ramos Sucre, pero sí que podrán llevar a buen término algún estudio autodidacto «sin los rituales que regulan los encuentros entre profesores y alumnos en las aulas». Casi todos podemos dar fe de ello. Lo que no puede darse sin dichos rituales es la socialidad del hecho pedagógico presencial, y esa sería una preocupación que compartiría con el catedrático italiano, pues, más allá de lo estrictamente didáctico, ya comienza a hacerse patente un modo de socialización en la que las interrelaciones humanas pierden proximidad física, quedando la proximidad afectiva en manos de un manejo —por cierto, no muy diestro— de los recursos comunicacionales digitales.
Por último, Ordine asegura que «ninguna plataforma digital… puede cambiar la vida de un estudiante. Solo los buenos profesores pueden hacerlo». Ello supone, de entrada, que los buenos profesores no están en las plataformas digitales y, de salida, que una universidad virtual —por ejemplo, la UNED de España— sería un fiasco. A mí un libro me cambió la vida porque me indujo a estudiar Letras, en lo cual no participaron docentes ni aulas ni rituales: solo el poder de un libro, que no es poca cosa. ¿Por qué no podría hacer lo mismo un aula online si es un medio más para la divulgación del saber?
Lo que está al fondo en toda esta discusión, y es el punto al que quería llegar, no es otra cosa que el tema del analfabetismo tecnológico: ¿nuestra educación realmente responde a la actual demanda de saberes integrados a la tecnología, lo que supone no solo la competencia tecnológica para acceder al conocimiento (saber hacer), sino el marco de valores (saber ser) con el cual utilizar éticamente y con propiedad dicha tecnología? La educación occidental aún se halla lejos de comprender las profundas implicaciones antropológicas que significan para ella la Revolución Informática y lo que le seguirá en las próximas décadas.
La educación se presume que es la proa encargada de partir en dos las aguas para abrir paso al progreso. Cuando Aristóteles regresó a Atenas, no volvió a la Academia platónica. Fundó el Liceo y con ello propuso una paideia más empírica y acorde a los tiempos que la polis griega viviría a manos de Alejandro Magno. Otro tanto podría decirse de ese producto cultural genuinamente occidental que es el alma mater studiorum, la universidad. Surge a finales del siglo XI como gremios corporativos del saber, comunidades de estudiantes y maestros, versión prerrenacentista de la laicidad del conocimiento, si bien tutelada aún por la Iglesia. Un aldabonazo que anunciaba tempranamente el amanecer de una nueva era.
¿Sabemos dónde está la aldaba del mañana? ¿Sabemos cómo pasar de la popa a la proa de la educación actual? Más aún: ¿sabemos de qué manera dar el gran salto para colocarnos por delante de la Revolución Informática del mismo modo que los catedráticos de aquel lejano siglo XI se adelantaron al Renacimiento? ¿Estamos dispuestos a buscar una paideia inédita abriéndonos, con responsabilidad ética, a las insospechadas posibilidades de la tecnología? ¿Seremos capaces de entender y asumir, a tiempo, que el aula de clases, tal como la hemos conocido en los últimos dos siglos y medio, tocará a su fin y con ella un modelo educativo? Tenemos el reto de construir un nuevo modus docendi en el que la distancia no sea sinónimo de lejanía, para lo cual necesitaremos categorías conceptuales que aún esperan por ser creadas.
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