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El apocalipsis según Juan Carlos Chirinos

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POR MIGUEL GOMES

La sordidez y la violencia de muchas de las tramas o, al menos, de elementos circunstanciales de estas que puntúan la abyecta cotidianidad de los personajes han sido prominentes en la narrativa venezolana de entre milenios. Lo anterior, sin embargo, no siempre requiere un marco realista; de hecho, una veta maravillosa, fantástica o distópica se ha manifestado. Un ejemplo notable lo constituye Criaturas de la noche (2006/2011) de Israel Centeno, con relatos que varían clásicos de la literatura y el cine de terror poniéndolos a dialogar con la Venezuela de hoy. No podrían obviarse títulos de Ana Teresa Torres, Carlos Sandoval, Norberto José Olivar y Mario Morenza que remiten con una imaginería esotérica o siniestra a una sociedad ahogada en penurias. En The Night (2016), el realismo gótico de un personaje de Rodrigo Blanco Calderón revela una tradición consciente ya de sí misma.

Juan Carlos Chirinos se destaca en ella especialmente por dos obras que ilustran extremos de las relaciones entre ficción y nación. Por una parte, Nochebosque (2011), donde tenemos la alternativa de decidir si aceptamos una historia de licántropos o una de drogadictos, ambas saturadas de éxtasis y horror pero casi exentas de contextos precisos, y, por otra, Los cielos de curumo (Madrid: La Huerta Grande, 2019), que se refiere sin rodeos a la Venezuela contemporánea. En esta novela me concentraré, porque enriquece la narrativa que he estado describiendo entrecruzándola con otra corriente de no breve trayectoria en Hispanoamérica: el realismo mágico, que aquí se remoza de manera inesperada, se devuelve a sus fuentes y se rescata de los clichés mercantiles de fines del siglo XX.

En sus primeros esbozos teóricos, el realismo mágico fue una cuestión, ante todo, de óptica y de cómo esta se eslabona con la existencia. En Nach-Expressionismus: Magischer Realismus (Posexpresionismo: realismo mágico, 1925), Franz Roh, analizando los cambios que se operaban en las artes visuales germánicas cuando a la sensación de interminable agonía expresionista siguió la necesidad de restaurar la confianza en el futuro, habló de un mundo “que reemerg[ía] ante nuestros ojos, bañado por la claridad”. Aunque en las disquisiciones de Roh poco había de etnología, al adaptarse la noción de realismo mágico a las letras hispánicas se dejó sentir el influjo de esa ciencia, prestigiosa entre artistas de la época. Ello lo evidencian el primitivismo o la mitografía que Arturo Uslar Pietri atribuye a muchos autores americanos en “Lo criollo en la literatura”, pieza recogida en Las nubes (1951):

[La literatura criolla deforma] los datos de lo objetivo, que a lo que se parece es a la estilización de los primitivos. Una realidad reelaborada por el estilo y la concepción general del sujeto. Una como perspectiva de primitivo que hace que el pájaro del árbol del fondo resulte tan grande como la cabeza del personaje del primer plano. Hay abundante presencia de elementos mágicos, por la tendencia a lo mítico y simbólico. El mal y el bien luchan con fórmulas mágicas.

Las reflexiones uslarianas surgen en la estela de un célebre ensayo de Letras y hombres de Venezuela (1948) que define como realista mágico el cuento venezolano de los años veinte.

El trazo etnológico, de reconstrucción de una cosmovisión ligada a mestizajes culturales, Chirinos lo recupera en Los cielos de curumo valiéndose de una fascinante estrategia. El desafío mayor que hasta bien avanzada nos plantea la novela es determinar quién narra, a quién pertenece el enigmático yo que flota sobre sus personajes y los interpela:

Tú, Manrique, querías un lugar más cercano a Caracas. Por eso escogiste Cúa. O Pau te hizo creer que habías sido tú[.] A mí me encantaba, porque de la casita emanaba un tufillo a putrefacto que drogaba mis sentidos. (p.21)

El efecto inquietante del había sido explotado por un magicorrealista de ocasión como Carlos Fuentes, con distinto propósito: presagiar en Aura el desdoblamiento de las reencarnaciones. Chirinos adensa el extrañamiento delineando con firmeza la primera persona y, al mismo tiempo, dispersando pistas reacias a interpretaciones seguras. Hasta que la atracción por lo putrefacto se congrega con otras partículas de sentido:

Con tu llegada quiso limpiar un poco la casa[.] Vieron [ustedes] cómo por la izquierda otro zamuro cruzaba el cielo, bajando por una imaginaria espiral hacia el animal muerto que habría detectado empezando la mañana. Un animal muerto de los que huelen apetitosamente, si lo sabré yo. (p.88)

A partir de este momento sospechamos que el narrador no es siquiera humano y tiene lazos totémicos con la sociedad. En el desenlace de la novela, con todo, la impresión queda suspendida, sobrevuela sobre nosotros, gracias al estallido de onirismo y a las cualidades tremebundas e hipersimbólicas de los eventos que ―como en Nochebosque― nos sumen en la indeterminación. Caracas será arrasada por un deslave monumental o una erupción de ese volcán camuflado que en tantas leyendas urbanas es el Ávila. ¿Estamos ante una alegoría?, ¿acaso el delirio o la pesadilla con que se traduce el apocalipsis íntimo de una de las protagonistas, Celestia?:

Te pareció que el cielo se plagaba de curumos[.] Los muertos se contarían por miles. Ese era el justo final para una ciudad[,] alejada del país de la inocencia.

Y he vuelto a mi primera persona porque lo ocurrido ya no tendrá vuelta atrás; no habrá otra ocasión para tomar las decisiones correctas. El mundo nunca se ha desarrollado así, Celestia[.] El encuentro con la maldad no se borrará de tu hoja de vida[.]

—¿Muertas o no muertas? —murmuré planeando por encima de la montaña que chorreaba su barro generoso sobre el rostro de Caracas, destruyendo edificios, avenidas, ranchos, galpones[.] Qué rica carroña la que me comeré mañana. (p.182)

La reelaboración de la realidad con perspectiva de primitivo se identifica poco después como visión ―animista― de “un dios secundario” que cuida a Celestia y su amiga Osiris y “surca el cielo, giróvago” (p.183), reforzado el discurso etnológico por la caracterización de las dos mujeres, renglones antes,  como “antiguas y caribes” (p.179), y por una nota preliminar que aclara el vocabulario de la novela: “Curumo. Voz caribe para designar al Coragyps atratus, buitre negro americano, gallinazo o zamuro”(p.9). Un contraste de esta opción mítica y la realista de otros novelistas como Camilo Pino ―cuyo Valle zamuro, pese a abordar el Caracazo, también es afiliable al ciclo del chavismo por sus comentarios prospectivos: “Quizá el futuro de la ciudad sea así, un cielo de zamuros” (Puntocero, 2011, p.124)― basta para percibir la importancia que concede Chirinos a la evocación de una subjetividad histórica enfrentada a la hora presente. Sus procedimientos muestran afinidad con los que también atrajeron a Juan Carlos Méndez Guédez en La ola detenida (2017), donde el caos y la corrupción de la Venezuela actual confluyen con un narrador terciopersonal que elige, cuando desentraña el entorno, el punto de vista de una heroína marialioncera. Con Chirinos y Méndez Guédez lo maravilloso se ha instalado en las letras venezolanas una vez más mediante la imaginación popular, como si fuese urgente reasimilarla para dar una respuesta colectiva y autóctona a los dilemas nacionales. Se trata, creo, de la esperanzada y poética búsqueda del “país de la inocencia” que se extravió.

Los cielos de curumo contiene materiales que arraigan la lectura, no obstante, en registros testimoniales. Desde una subtrama donde se vinculan sectores del chavismo con el narcotráfico ―“Misión Harina” (p.35)― hasta la hipocresía del mesianismo oficial:

—Tú solo quédate a mi lado y verás que no te irá mal.

—¿Pero no se trata de salvar al país?

—Que lo salve no quiere decir que no pueda salvarme yo un poquito, ¿no?

—Me recuerdas a mi amigo Napoleón que antes de las elecciones decía: “Venezuela necesita un dictador, pero que sea amigo mío; porque, si no, me voy de este país”.

—Con ese nombre… sería jodiendo lo que dijo, ¿no?

—Pues mira, no estaría jodiendo tanto, porque ahora vive en Miami.

—Escuálidos de mierda, malditos burgueses. —En el tono de Valeriano había inconfundibles gotas de resentimiento. (p.80)

La virtuosa oscilación entre lo naturalista y la perspectiva fantasmagórico-primitiva hace de esta una de las obras más osadas de Chirinos. En ella se constata su valentía creadora y una renovada alianza entre la figura del novelista y la del intelectual.

*los cielos de curumo. Juan Carlos Chirinos. Editorial La huerta grande. Espaá, 2019.

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