Al hombre que ha visto la entraña del absurdo, del horror, de la maldad, aún le queda un reducto, entre otros: la belleza, pero esta es individualizante, de modo que su contemplación o creación es un ejercicio solitario. La belleza exige el coraje de la soledad.
Nadie sobrevive al absurdo. Envejecemos y morimos en el absurdo. Hay mucho de él en la maldad y en la tragedia que se le apareja. Difícilmente lograremos comprender a cabalidad la ontología del mal… por qué alguien elige convertir a otro en el destinatario de una misiva del horror. Lo cierto es que el mundo está plagado de perversos y de sus lujuriosas defecaciones de malignidad. Una parte significativa del absurdo existencial, por tanto, tiene su origen en la perversidad.
La cuestión no está en cómo evadir el absurdo, ya que es inherente a la existencia. Para quien anhela vivir con conciencia de sí, no hay modo de huir de la absurdidad. El asunto—según advertía Camus— es de qué manera llenamos de sentido el vacío existencial que produce el sentimiento del absurdo, para lo cual debemos ser necesariamente libres de elegir. Aquel que ha descubierto sus manos esposadas a la barbarie, todavía puede decidir qué hacer con lo que le ha tocado en suerte.
Una de las historias más conmovedoras de Auschwitz es la de Marta Fuchs. La esposa de Rudolf Höss (comandante del campo) le pidió que organizara un taller de costura para hacer los uniformes de los oficiales nazis y los trajes de gala de sus esposas. Auschwitz no solo era una máquina de muerte, sino de degradación de la individualidad. A Marta le habían arrebatado su atelier de moda en Eslovaquia, sus ropas y hasta el pudor de no mostrar sus partes íntimas a extraños. Ahora le arrebataban su dignidad humana al pedirle que cosiera para sus verdugos.
Marta Fuchs pudo negarse y elegir así la cámara de gas. Habría sido una salida decorosa. Decidió, sin embargo, hacer algo productivo con aquel repugnante absurdo: escogió a veinticinco compañeras, la mayoría de las cuales no sabía de alta costura, para salvarlas del horror nazi, el del trabajo forzado a la intemperie del invierno y el del gaseado. Con ello, puso en peligro su vida, pero trascendió su sentimiento del absurdo dotándolo de un propósito.
En aquel lugar llamado anus mundi (‘el ano del mundo’), donde la expectativa de supervivencia era de seis meses, Marta consiguió que sus compañeras sobrevivieran tres años… hasta que fueron liberadas por los soviéticos. Logró, además, que se fomentara un espíritu de solidaridad femenina que hizo de aquellas costureras una familia, algo inusual cuando la delación, el pillaje y los abusos medraban en pro de un famélico bienestar personal.
Alguna vez Marta reconoció que, aunque el ambiente en el taller nazi de costura entre clientes y costureras era hostil, todo lo contrario de lo que debe ser, jamás renunció a la belleza de una buena pieza de vestir. Ciertamente esta es la que Ramos Sucre llamó en Preludio la «ofendida belleza», aquella que es ultrajada por los bárbaros, pero que ni siquiera en dicho estado deja de ser armónica ni sus efectos dejan de ser restauradores de la condición humana.
Decíamos que la belleza es individualizante, nunca tribal. Quien desea entregarse a su cultivo debe tener el coraje de ser un solitario. Siendo personal, la intelección del hecho estético no sobreviene en manada. Está tan próxima a la muerte que su experiencia nos hace devenir en otro. Después de ella, no seremos los de antes. En cada obra de arte morimos y volvemos a nacer… un poco más lejos de todo y de todos. Hay algo ascético en la belleza.
Tener conciencia de la propia existencia supone entender que una parte del proyecto de vida se deshará en el absurdo, y que si no hacemos algo por resignificar el vacío que ello implica, tarde o temprano seremos la voz de aquellos versos de Alejandra Pizarnik: «No estoy en dificultad: / estoy en no poder más. […] No abandoné el vacío y el desierto. / Vivo en peligro». Lo más trágico del sentimiento del absurdo es que profundiza la absurdidad.
El problema no es que tengamos conciencia del absurdo, sino el sentimiento que de ello se deriva, esa sensación de vacío existencial, de sinsentido, de que nada ni nadie vale la pena el esfuerzo de vivir y existir. Como si la flecha, en plena trayectoria, se preguntara qué razón de ser tiene llegar a la diana. En esos momentos quedamos bajo la inercia vital. Avanzamos por puro hábito de seguir…
¿Cómo puede, entonces, la belleza imprimir fuerza en medio del vacío existencial? Creándola, contemplándola, cultivándola. El arte, en tanto que interioridad, es un poderoso propósito, pero entraña algunos riesgos: el de la extemporaneidad quizás sea el más notable. La verdadera obra de Marta Fuchs fue regalar a sus compañeras una vida, aunque la noticia de aquello llegó mucho después de que hubiera fallecido. Novalis escribió poemas profundos que apenas fueron admirados pasado un siglo. La poesía de Ramos Sucre tardaría una generación en ser reconocida. Van Gogh tendría que esperar a morir para que sus cuadros empezaran a ser valorados, aquel que escribió: «Yo arriesgué mi vida por mi obra». Hay una semiosis retardada en la belleza vivida radicalmente.
No todo es crear belleza: contemplarla y cultivarla también salva del horror. Zofia Burowska sobrevivió a dos guetos y dos campos de concentración nazis recordando las polonesas de Chopin cuando apenas era una niña, décadas antes de convertirse en la eminente pedagoga musical polaca. En Passengers (2016), los pasajeros de la nave espacial Ávalon despiertan tras 120 años de viaje y se percatan de que el salón principal está ocupado por un hermoso bosque que Jim y Aurora han cultivado. Ambos sabían que para aquel momento hacía mucho que habrían muerto y, sin embargo, construyeron semejante monumento vegetal. La belleza nos redime del absurdo porque es trascendental, adquiere sentido en los otros y en la posteridad.
La frase final de Passengers, en la voz póstuma de Aurora, es una clave para viajar hacia la belleza en el presente: «No te enfoques en dónde quieres estar, concéntrate en sacar provecho de donde estás. Nos perdimos en el camino, pero conseguimos encontrarnos de nuevo». Vivir existencialmente, esto es, con conciencia de sí, de las propias posibilidades y límites, en la angustia de ser libres para decidir cómo asumir el ahora, es el mejor modo de reencontrarnos con nosotros. Quizás no tenga libertad para hacer, pero nadie podrá arrebatarme la libertad de ser. Infelices quienes apenas tienen la libertad de parecer…
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional