Del afato poético
Viena, Nochebuena de 1890
Mi añorada Évangéline:
Hoy es vísperas de Navidad y la Pummerin ha doblado de fiesta desde el mediodía, con su ronca y profunda voz, en la catedral Stephansdom, la misma voz que dice tu nombre en cada repique. A esta hora, pasadas las once de la noche, te extraño en cada silencio frío del invierno. Una nieve obstinada cae sobre el mundo como astillas de cristal. Da lo mismo estar dentro o fuera cuando el invierno se nos ha hospedado en el alma. Aquí, solo los tréboles de cuatro trifolios tienen el color de tus ojos.
Todo parece propicio para hablarte del tema que he tenido en mente los últimos días, el del afato poético. Es una noción propia, construida a partir de la elaborada por Ramon Llull a principios del siglo XIV. En la epistemología llulliana, se conoce la realidad mediante el afato, un sentido que propicia el proceso de ascenso y descenso del conocimiento.
En el ascenso del conocimiento del mundo concreto al abstracto, el sujeto cognoscente percibe sensitivamente la realidad. Luego, la imaginación dicta las relaciones de semejanza y diferencia entre la cosa percibida y otras. Por último, este ser imaginado es abstraído por la razón como intuición intelectual. En el descenso del conocimiento del mundo abstracto al concreto, la intelección ha de ser explicada reconociendo en lo apercibido las cualidades propias de sí.
El afato llulliano, querida mía, sería el sentido, adicional a los cinco conocidos, por medio del cual apercibimos el mundo y lo transformamos en discurso interior antes de enunciarlo. Hasta aquí la teoría de Llull.
Mi concepción se fundamenta en el hecho de que este discurso interior es el logos de la razón poética, su sentido. El poeta, que ha contemplado el espectáculo que le ofrece el mundo, escucha en este el logos de las cosas mudas. Al percibirlo sensorialmente, lo eleva a intuición intelectual y, fecundando aquel logos con su pathos y poniéndolo en resonancia con su memoria estética, crea un ser imaginado que es la intuición estética, epifanía única de la belleza que se le desoculta finalmente, y que se eleva a las alturas de la razón poética bajo la forma de un discurso interior.
Este discurso, a veces preñado de imágenes, voces o sonidos, a veces ahíto de silencios indiciosos, es el modo como el poeta ha reconocido su alma en el mundo, espejo de esta, y no al revés. Este discurso íntimo es un signo convocado en el poeta por el misterio que habita el universo, por ello debe regresar a él. En su descenso, el discurso debe vestirse con la palabra. Nace, entonces, el poema, necesario al sentido afático, pero el poeta podría dejar que el afato poético fuera solo belleza íntima, alimento de nuevas armonías. Querida mía, en todo poema hay un poema no escrito.
Ahora bien, este logos del alma poética regresa, en tanto que verbum poeticum, al mundo que lo ha convocado para restaurar en él su valor metafórico, pues solo así podría seguir siendo metáfora del hombre. De este modo, poetizándolo, el mundo puede ofrecerse como nueva potencia estética a la contemplación de otros poetas, iniciando de nuevo el ascenso a otra intuición estética. El afato poético es, por consiguiente, el sentido espiritual por el cual el poeta asciende el mundo a armonía íntima, para descenderlo a aquel, más tarde, como una parte restaurada de sí. Me temo que con el último poeta fenecerá el mundo en tanto que hogar de la belleza.
El afato poético hace posible que la contemplación pasiva de la belleza de las cosas mudas, devenida esta en discurso íntimo de la razón poética, regrese como poema al mundo para actuar en él el misterio como oficiante de la luz de la armonía absoluta. Es la noche de Novalis que presagia la luz de la amada. No hay salvación sin Beatrice, sin Eurídice, sin Sophie, sin Aretusa… sin la luz de la amada que le recuerda al poeta que su misión es rasgar la noche del misterio con el trazo exacto del rayo que viaja en dirección a la armonía total. Mi querida Évangéline, todo acto de belleza es un diálogo con la lucidez del amor. Poetizar el mundo es salvarlo… y salvarnos.
Ha llegado una vez más, amada mía, la hora de terminar mi carta. ¿Acaso haya algo más amargo que la despedida de una carta al ser amado? La concluyo, sin embargo, en la certeza de que las palabras no conocen final. Tenemos la tonta ilusión, al usar el punto, de que cerramos los tiempos del verbo del mismo modo que finiquitamos tantas cosas, pero… no la palabra. Esta es más fuerte que el punto final escrito con más saña. Ni la muerte puede callar la palabra dicha. Las mías serán una sempiterna garúa en las mañanas de tu Geremba querido, cuando todo sea silencio y tenga la quietud de las cosas dormidas para siempre.
Sabes que te amaré en la persistencia de las palabras y en la testaruda eternidad de los silencios que las unen.
Tuyo,
Loris Melikow.
N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.
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