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Carta a Évangéline #10

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Del verbum mysticum

Viena, sábado 11 de octubre de 1890.

Mi recordada Évangéline:

He recibido con alegría tus líneas, justo hoy, cuando cumplo años, y las he leído media docena de veces, pareciéndome en cada lectura que escuchaba retumbar los truenos del valle de Geremba. La naturaleza allí se manifiesta con la misma fuerza e intensidad con que viven los gerembeños. De mi parte, te tengo una buena nueva: los tréboles de cuatro folíolos han germinado en mi estudio y ya empiezan a desplegar toda la belleza de su corona violácea. En ellos estás toda tú.

Me has pedido que te escriba acerca de la metanoia del yo y la metamorfosis del mundo. Ello supone que abordemos la noción de verbum mysticum, en la que se funden el poeta y el filósofo, el taumaturgo y el hierofante, el verbum poeticum y el verbum philosophicum.

A esta razón poética —que lo es en virtud de que el pathos poeticum fecunda el logos de las cosas mudas haciéndolo devenir en logos poético—, le es propia una racionalidad estética que da cuenta de la armonía del cosmos, tanto la manifiesta como la oculta… Una racionalidad que viven de manera distinta el poeta y el filósofo.

Ambos intuyen la esencia racioemotiva del logos, pero el filósofo da cuenta y razón de sí mismo ante ella, en tanto que el poeta da cuenta y razón del mundo. El primero contempla el misterio y el modo como este va mudando su ser en otro nuevo. El segundo actúa sobre el misterio y lo hace voluntad de cambio en el mundo.

El verbo filosófico es la liturgia del hierofante que convoca en sí mismo el misterio para comprenderlo y asumirlo. El verbo poético, por su parte, es el conjuro del taumaturgo que regresa al mundo una porción redimida de su armonía más oculta (el poeta es un liberador del logos mudo). Al hacerlo, más que mudarse a sí mismo, transforma una mínima porción del cosmos al que le restaura su valor de ser metáfora del hombre. Sin embargo, aún no alcanzan, ni el uno ni el otro, el verbum mysticum.

El verbum mysticum es la confluencia de ambos modos de racionalizar estéticamente el logos de las cosas mudas: va de la metanoia filosófica del yo a la metamorfosis poética del mundo por medio del logos poético. Es la unión del hierofante y el taumaturgo, alquimia de la palabra que hace del poeta y el mundo un signo de fuego. En su consumación es posible presentir el logos inaccesible de lo absoluto. Es, querida mía, la noche de Novalis en cuyo seno se revela la más indescriptible luz, la del todo en el uno, y después de la cual ni el poeta ni el mundo ni su logos volverán a ser los mismos…

Cuando el poeta, en medio de la noche del misterio, lo contempla filosóficamente y asiste al parto de la luz, el mundo se alza sobre su propia realidad como un caligrama de fuego cuyo trazo es apenas descifrable. Su semiosis, no obstante, dibuja en el alma del poeta un nuevo texto de significados (primero inalcanzables y luego aprehensibles) que le otorgarán un nuevo ser. El poeta ha sido filósofo. Se ha dado a sí mismo una nueva entidad por virtud del misterio. Ha vivido la metanoia del yo en la contemplación del misterio y, sin embargo, aún no alcanza la metamorfosis del nosotros. Si se queda en este punto, su misión como hierofante habrá sido la de comunicar el misterio, mostrarlo, señalarlo.

Ahora bien, si el poeta que ha contemplado el «sol de la noche», como decía Novalis, se gira hacia el mundo y decide transformarlo poéticamente —no solo mostrar el misterio, sino actuarlo—, reescribirá aquel caligrama de fuego haciendo del mundo el pergamino del misterio, redimiendo en su seno el logos mudo y haciendo de este la metáfora del hombre. Sin embargo, mi adorada Évangéline, no basta la metamorfosis del mundo: hace falta una operación más para alcanzar el verbum mysticum. No es suficiente con que el poeta restaure el mundo en tanto que metáfora de lo humano, pues está siendo solo un taumaturgo: debe regresar dicha metáfora al seno de la noche y a su luz absoluta. Pero… ¿cómo?

Este poeta —que ha experimentado la metanoia del yo en la contemplación del misterio y la metamorfosis del nosotros en la actuación de aquel— puede quedarse en la poetización del mundo, y habrá hecho mucho, quizás más de lo que los poetas habitualmente hacen. Hay, sin embargo, mi Évangéline, una clase de poetas —pocos— que alcanzan el verbum mysticum porque dialogan con el todo condensado en el uno por medio de las voces del mundo poetizado.

Esta clase de poetas, que yo llamo órficos, descienden a la noche del Hades humano para ascenderlo a la luz. Van de la catábasis a la anábasis. Hacen el viaje espeleológico hacia la hondura de la más absoluta penumbra humana. Allí rescatan el logos mudo —en cuyo interior balbucea un germen de luz— para alzarlo al «sol de la noche», primero, y luego al día sin fin en que el misterio abandona su sacra y críptica noche para devenir en signo pleno de luz.

Estos poetas, querida mía, tienen la prerrogativa de abandonar la fatuidad de los fuegos artificiales. Saben que son estos una caricatura de aquella luz que han sospechado oculta en lo más hondo de la noche. Así pues, logran transparentarse hasta permitir que se revele la huella del logos poético. Se hacen tan traslúcidos que, dejando ver su verbum poeticum, no estorban el viaje hacia el día de la «sacra noche» de Novalis. Su alquimia ontológica es, a un mismo tiempo, la del mundo.

La poesía, en tanto que eco del mundo, y el mundo, en cuanto que metáfora del hombre, parecieran decirle: «¡Sígueme!». Al hacerlo, no solo se reconoce mirando su alma en el reflejo que de sí le otorga el mundo, sino que intuye, siquiera vagamente —por virtud del logos poético—, que su alma roza la del mundo cada vez que el mundo es poiesis, metáfora fecunda y fecundante. En el roce sospecha la luz que es cada cual al ser poiesis.

En el viaje de la noche a la luz, el poeta órfico lleva de la mano el mundo que ha poetizado, pero su mano es trasluciente… Nadie verá jamás el puño que sostuvo la pluma con que escribía el caligrama de fuego, pero tal poeta dialogará con el todo en la voz de cada «uno». Así convocará una polifonía en la que el logos mudo hablará de su paradójica vocación de infinito. Una polifonía que será el verbum mysticum, un texto que sin estar en lugar alguno estará en todas partes.

Esta ausencia del poeta en su propio logos tiene, querida mía, una última explicación: aquel que ha sido transformado por el sol de la noche ha mudado a todos los que poetizó. Ahora, cuando dialoga con el todo en cada uno de ellos, deviene en otro distinto del que fue ante la sacra noche: ha visto el alba del único día posible, el del sueño —lúcido y absoluto— sin morir. Siendo otro por ventura de la alquimia ontológica del logos total, ya no está más entre sus poemas estando en ellos más que nunca. Ya no es pie sin abandonar la huella ni es ser sin dejar de ser ente. Se podría decir, entonces, que la lógica paradojal es la racionalidad de la razón total. Esta es mi verdad, y a la cual aspiro en este trazo que soy contigo en el pergamino del mundo…

Otra vez ha llegado el momento, que no la hora, de despedirme de ti, querida mía, sin por ello dejarte. En la razón total por la que entiendo el mundo como un signo insignificante que significa todo, tú eres el latido de la eternidad que ajusta la sintaxis de todas las partes.

Tuyo en la breve eternidad del todo hecho uno,

Loris Melikow.

N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.

@JeronimoAlayon

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