Apóyanos

Mucho abstracto, poco concreto

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Por Antonio Pou¹

Profesor honorario

Universidad Autónoma de Madrid

“Tiene usted 15 segundos para contestar estas tres preguntas”, dice el presentador del concurso televisivo. “Si las contesta correctamente… se lleva usted… ¡300 Euros! Primera pregunta: ¿Cuántas ruedas tiene una bicicleta?” —Dos. “¡Correcto! Segunda: ¿Cómo se llama la capital de la isla de Fiji?” —¡¿?!… París. “¡Incorrecto! Es Suva. Y tres, ¿cómo se llamaba el hijo y heredero de Nabucodonosor II?” —¡¿?!… Guillermo. “¡Incorrecto! ¡Qué lástima, ya estaba a punto de ganar! ¡Su nombre era Evilmerodac!”.

“Cambia de canal, María, a mí esos concursos me aburren”. —Pero si son buenos para la memoria, para el alzhéimer. “Yo no lo necesito, estoy perfectamente”. —¿Ah sí? ¿Y entonces por qué llevas el pantalón con lo de atrás para delante? “¿Quién, yo?” —Sí, tú. “¡Glup!”.

Los concursos de la televisión, con todas sus extravagancias, proporcionan flashes de información sobre algunos rasgos que subyacen en la sociedad y que, por ser tan frecuentes, suelen pasar desapercibidos. Me llama la atención el afán de los medios televisivos por premiar la habilidad de retener grandes cantidades de nombres, cifras, lugares, fechas y otras etiquetas de ese estilo.

Debo aclarar que, para mí, una etiqueta es la palabra o frase que identifica, valora o clasifica un asunto, razonamiento, persona, entidad o cosa. Las etiquetas son entidades abstractas y en general están relacionadas con el nivel cultural de la persona que las usa. Por el contrario, los contenidos que representan son entidades, cosas o asuntos del mundo de lo concreto y están más relacionados con la experiencia personal, independientemente del nivel cultural. Por tanto, puede suceder que una persona tenga mucho conocimiento de la vida, pero no sepa comunicarlo bien según los cánones sociales por no saber los nombres de las etiquetas correspondientes, y también puede suceder lo contrario, que no sepa nada de nada, pero tenga éxito social porque se sabe muchas etiquetas.

La sociedad del mundo desarrollado de hoy suele valorar poco el conocimiento y la experiencia de la vida, porque cree que en un smartphone, el celular inteligente, cabe todo el saber de la humanidad. Con saberse muchas etiquetas y apretar los botones para buscarlas en internet ya está todo solucionado y puede presumir de erudición: “Sí, el protagonista era Clark Gable, uno que era actor, según creo, pero la película no la he visto. ¿Que está basada en una novela? Pues no, no lo sabía”. Claro que la sabiduría dura lo que dure la batería, y si no hay cobertura, te conviertes en ignorante al instante.

Las etiquetas son imprescindibles para comunicarnos, pero es mucho más importante saber a qué se refieren y más importante aún es nuestra interacción con el contenido. Comunicar lo que dice la etiqueta ahorra el trabajo de tener que transportar el frasco para mostrarlo. Es muy útil que el frasco especifique que contiene mermelada de ciruela, pero el objetivo final es probarla, y puede suceder que la etiqueta esté equivocada y no sea de ciruela sino de frambuesa. Las etiquetas son solo una aproximación a la realidad, y la realidad es insustituible: “Prueba esta mermelada de frambuesa” —No sé de qué es, pero sea de lo que sea, no sabe bien, está estropeada.

El que experimenta y prueba, sabe. Pero las etiquetas vienen muy bien y te advierten, por ejemplo, de que no es aconsejable que ingieras el contenido del bote, porque son polvos de matarratas. Por eso ponemos nombres a todo, cosas, plantas y animales, desde la noche de los tiempos.

En esta época producimos etiquetas y contenidos sin parar. Al ser muchos humanos sobre el planeta, y estar bien conectados, se nos ocurre de todo y desarrollamos tecnologías muy complejas, aunque la fuente de inspiración sigue siendo el mundo natural. En la naturaleza nos hemos inspirado para construir la tecnología que mejora nuestras vidas, pero queremos ir más allá. Desde hace siglos ha habido personas que vienen dándole vueltas a cómo construir un humano artificial, un esclavo que nos sirva, que satisfaga nuestros caprichos y que lo haga sin rechistar. Además, si se parece a nosotros, mejor; así podemos medirnos con la entidad, o lo que sea, que nos ha creado (¡vaya manera de complicarnos la existencia, con lo fácil que es traer un humano al mundo! —claro que lo difícil es esclavizarlo).

Ahora estamos avanzando rápidamente en esa dirección con la robotización, pero el asunto se nos está yendo de las manos, porque el mundo de la robotización y de la alta tecnología con una mano nos da servicio y con la otra nos agarra del cuello. Ese es el inconveniente de frotar demasiado fuerte la lámpara de Aladino y ahora el genio se está convirtiendo en Señor.

Nos está ocurriendo eso con el smartphone. Sirve para todo o casi todo, y en el mundo desarrollado sustituye a servicios que antes proporcionaban las personas, que quizá no tuviesen la misma precisión, pero sin duda eran mucho más flexibles y comprensivas. De entrada, nos obliga a que sepamos cientos de secuencias de comandos y además la caja mágica nos bloquea cuando le da la gana. Si las personas no son nativos digitales, son mayores y viven aisladas en el medio rural (y no rural), su vida se ha hecho angustiosamente incierta, porque el smartphone es a veces la única vía que tienen disponible para relacionarse con el resto de la sociedad, con los trámites administrativos —incluyendo sus pensiones, con médicos y medicinas, y casi con cualquier otra forma de servicio. Si fallan las baterías, la luz o las antenas, o si sus habilidades se quedan cortas, la incertidumbre es total y una sensación de angustia espantosa se pone en marcha.

A medida que tecnologías y etiquetas se esparcen por todo el mundo, la cultura de cada generación tiene cada vez menos tiempo de validez. Ni siquiera intentar reactualizarse cada poco consigue compensar la velocidad de cambio y mucho antes de alcanzar la jubilación, nuestro conocimiento ya está totalmente desfasado, profesional y socialmente. Los nativos digitales se ríen de las dificultades diarias que encuentran los que no lo somos. Lo que no perciben esos nativos es que la tecnología actual se quedará obsoleta pronto y ellos, a su vez, serán el hazmerreír de las siguientes generaciones digitales: en 15 años, o menos, ya estás viejo.

Eso sucede en los países más desarrollados, pero los demás van detrás, aunque sigan siendo pobres. La tecnología está condenada a avanzar sin detenerse, incluso a acelerar sin parar, porque es el soporte de la economía. Cuando el avance tecnológico se detenga, también lo hará la sociedad, ya que grandes sectores de la humanidad dependemos de él. No sabemos cómo evitar esa fragilidad, pese a que somos conscientes de que por ese camino vamos rumbo de colisión: con la biosfera, con la sociedad y con nosotros mismos. ¿A qué esperamos para plantearnos la situación y pensar posibles salidas?

Por mi parte, la única vía que se me ocurre es poner en marcha las capacidades potenciales que todos tenemos, individual y colectivamente. Para ello no queda otra que mejorar y adaptar las sociedades actuales a otras que sirvan mejor a la supervivencia y al progreso de la especie humana, y que sepan aprovechar con más sentido común las tecnologías, lo cual llevará generaciones. Una pieza clave para esa transformación es la educación, a todas las edades. Pero ha sido la educación general de la sociedad, aplicada como herramienta del modelo de producción y consumo actual, la que nos ha conducido a la situación actual, luego tenemos que empezar por cambiarla, lo cual no es fácil, no tanto por los aspectos técnicos como por la resistencia de la sociedad a los cambios.

Desde la atalaya que me proporciona el haber estado trabajando cuarenta años en el sistema educativo —modalidad universitaria, creo poder distinguir tres ámbitos principales en la educación que están pidiendo mejoras a gritos. El primero es el del proceso de adecuación de las personas que llegan a este planeta a las características de la tribu en la que han aterrizado. Es decir, aprender a ser un miembro de la propia cultura. El segundo, es aprender a ser un eslabón de la maquinaria productiva, para contribuir al funcionamiento de la sociedad y al mantenimiento y fomento del bien común. Por último, está el tercero, el ámbito más complejo de todos: formarnos como personas humanas para aprovechar al máximo las potencialidades que llevamos instaladas de fábrica —en la medida que permitan las circunstancias de cada uno, para ayudar a mejorar los otros dos ámbitos.

La educación, entendida como conjunto de esos tres ámbitos, es transversal a edades y culturas, siendo una tarea mucho más compleja e incierta que desarrollar tecnologías. Llevamos siglos, por no decir milenios, diseñando, ensayando y poniendo en práctica distintos procedimientos educativos. En este momento tan cambiante e incierto, el cometido de la educación no es solo acompañar, sino anticipar y orientar el desarrollo tecnológico y social. No sabemos cómo hacerlo, ni en la teoría, ni en la práctica. Por mi parte, todo lo que a mí se me ocurre es señalar algunas deficiencias que creo detectar en cada uno de los tres ámbitos de la educación y dar alguna indicación de cómo intentar mejorar un poco la situación.

Respecto al primer ámbito, lo primero que me llama la atención es lo poco que recordamos de nuestra infancia, aparte de juegos y divertimentos. La idea más extendida es que los niños no comprenden nada, que son ordenadores que vienen casi vacíos, que el software que traen es rudimentario, y que lo van sofisticando a medida que se educan. Por consiguiente, los psicólogos estudian la infancia como si se tratase de otros seres distintos de los adultos. Afortunadamente, los hay que tienen una visión más cercana.

El enfoque de Susan Engel al estudiar el desarrollo intelectual de los niños (y niñas, por supuesto), encaja bien con mis memorias de la infancia y me ha sido muy útil. Yo animaría al lector a que, si no lo ha hecho todavía, intente recordar cómo pensaba, cómo veía las cosas de pequeño. Cuando yo lo hago, me reconozco en la personilla, o persona, que era cuando tenía cinco o seis años de edad, básicamente no muy diferente a la de ahora (a lo mejor es que todavía no he madurado).

Evidentemente, me faltaba experiencia e información para medir lo que percibía, y conocimiento para interpretarlo, pero fundamentalmente yo me sentía un adulto en un cuerpo pequeño e inválido. Con tres o cuatro años sabía que necesitaba del cuidado y la ayuda de los adultos, por lo que les estaba muy agradecido; pero frecuentemente también me molestaban profundamente muchas de sus gracias y su falta de respeto hacia los extraterrestres pequeños. Por supuesto, no exteriorizaba tales opiniones y trataba de complacerles con miles de sonrisas porque, como todo el que viene a este planeta, necesitaba ser acogido y aceptado por la tribu. Tenía claro que fuera de ella yo no era viable.

Me imagino que, si todo el mundo hiciese un esfuerzo por recordarse, muchos encontrarían que han tenido pensamientos no muy diferentes a los míos. Las frases lapidarias que sueltan los niños —y niñas, con tres años, y no digamos los de cinco o seis, implican que le dan fuertemente a la máquina cerebral. Tienen pensamientos abstractos muy sofisticados, aunque todavía no les hayan puesto etiquetas. Observan y absorben sin parar la experiencia de todo lo que sea concreto y real a su alrededor. Así que, por favor, traten a los seres pequeños con respeto, dulzura y comprensión para que no renuncien a lo que son: cuando sean adultos ellos lo agradecerán y la sociedad también.

En la construcción del cerebro infantil los cuentos juegan un papel especial. Ahora se les considera historias para niños y algunos los son, pero una gran mayoría, si se saben contar, son de igual utilidad para los adultos. Sea de forma escrita u oral, forman parte de nuestra educación cerebral desde la noche de los tiempos. Un requisito esencial de los cuentos, aparte de su capacidad de entretener, es que no sean estructuras cerradas, que dejen hilos abiertos para que al oírlos una y otra vez, el cerebro rebusque por sus rincones neuronales posibles conexiones con su vida o con sus sueños. Los cuentos son como un entrenador personal, y son esenciales para favorecer durante toda la vida el pensamiento global (hemisferio derecho).

En todas las culturas del planeta se cuentan cuentos y muchos de ellos comparten la misma estructura, aunque se vistan con ropajes e historias un poco diferentes, para adaptarlos a la idiosincrasia de cada cultura. En los siglos XVII y XVIII, tanto los hermanos Grimm como Andersen, seguidos de muchos otros, añadieron coletillas moralizantes a muchos cuentos tradicionales (“la moraleja de este cuento es…”), con lo cual muchas veces “cerraron” sus tramas y con ello dañaron el propósito original. Por eso es recomendable buscar versiones tradicionales de los cuentos. Desde hace algunas décadas, los cuentos se han puesto de moda y hay muchos y buenos cuentacuentos y escritores, pero a los cuentos de nuevo cuño les pasa como al vino joven: les suele faltar la maduración que proporciona la sabiduría popular a base de contarlos, recontarlos y afinarlos, muchos miles de veces.

El segundo ámbito de la educación es el que se lleva a cabo en escuelas, institutos y universidades: lo que se llama educación formal. En su forma actual, parece derivar de la necesidad que tenía la East India Company (siglo XVII) de formar a ciudadanos hindúes para que supiesen leer, escribir, y hacer cuentas, a fin de emplearlos en los puestos que tenía instalados la compañía por todo el continente hindú. Por tanto, se requería una enseñanza uniforme y totalmente estandarizada. Ese procedimiento ha enraizado en gran parte del planeta, pero ahora las circunstancias no son las mismas, ni tiene la utilidad de antaño, porque destruye la creatividad, que es lo que ahora necesitamos para resolver problemas en la compleja sociedad tecnológica de hoy. Sir Ken Robinson, que era un magnífico experto en educación y un conferenciante muy ingenioso y divertido, se mete con bastante razón, y poca piedad, con el mundo de la educación. Merece la pena ver sus videos aunque se difiera de algunas de sus opiniones.

Son muchas las deficiencias de la educación actual, que lucha denodadamente por no quedarse demasiado atrás de los rápidos avances tecnológicos y de los cambios que éstos están introduciendo en las sociedades de todo el mundo. Cada individuo, cada nivel social, cada sociedad y cada país, tiene necesidades educativas diferentes y una misma horma de zapato no vale para todos los pies. Pero sí que existen necesidades comunes que derivan de que todos tenemos una estructura cerebral similar y que aprendemos a base de experimentar y establecer analogías entre lo ya conocido y lo desconocido.

Antes de que el niño (o niña, que ahora en mi país las normas sociales de igualdad son muy puntillosas) haya oído, o identificado, la palabra “pelota”, ya le han dado una para que juegue, incluso cuando está en la cuna. La explora de todas las maneras que se le ocurre, usando todos los sentidos y la somete a pruebas de todo tipo hasta que se ha familiarizado con ella; como hace cualquier científico, solo que éste no lo considera juego, sino investigación. Más adelante, el niño aprende cuál es la etiqueta que representa al objeto y le asigna una serie de cualidades, ligando lo concreto con lo abstracto.

Al principio, en los primeros años, la educación respeta el protocolo lógico de que la experiencia de lo concreto debe preceder a la asignación de un concepto abstracto. De esa forma, el alumno ya no necesita llevar una pelota en la mano para comunicar a otro con qué está jugando-investigando. Dice la etiqueta, el otro la reconoce, e inmediatamente pueden proceder a continuar con otro intercambio de información.

Pero el sistema educativo está agobiado con la cantidad de cosas que tiene que meter en la mente de los alumnos para que puedan ser útiles, y viables, en la sociedad de hoy. Lo que sucede en la práctica es que la maquinaria educativa se salta constantemente el protocolo concreto-abstracto y se dedica a trabajar solo con conceptos abstractos. Frecuentemente, esos conceptos, a su vez, han sido introducidos por medio de otros conceptos abstractos, sin molestarse en buscar analogías que sugieran parecidos a cosas ya conocidas por la persona. Se intenta construir rascacielos con cimientos de papel, o hay tanta prisa por atravesar el desierto, que no hay tiempo para parar a echar gasolina, o hay que enseñar tantas cosas que no hay tiempo para aprenderlas.

El desastre, a un plazo u otro, está garantizado. Mi experiencia como profesor de últimos años de carrera universitaria, es que cada vez son más los alumnos que olvidan conceptos básicos que estudiaron en la escuela. No exagero.

Hace años me vi en la desagradable tarea de suspender a tres alumnos de ciencias en la última asignatura de su carrera. En el informe final de su trabajo en grupo, incluyeron un esquema de una ladera representada por un triángulo rectángulo, dibujado a escala y descrito también en el texto. La hipotenusa representaba la longitud de la ladera, la altura del desnivel era uno de los catetos y el otro la proyección sobre el plano horizontal. El problema era que la dimensión en metros de ese segundo cateto era mayor que la de la hipotenusa, contradiciendo obviamente al dibujo, a la lógica de cualquier triángulo rectángulo y al sentido común.  Además, la medida del ángulo de inclinación de la ladera no era coherente con las medidas, ni con lo mostrado en el dibujo.

Les devolví el trabajo para que corrigieran ese y otros defectos. Me lo volvieron a presentar con los otros defectos corregidos, pero el desastre del triángulo rectángulo no lo modificaron porque no entendían que hubiera ninguna incoherencia que modificar, así que no tuve más remedio que volver a suspenderles. Su disculpa-protesta: que ni el dibujo ni las cifras eran tan importantes para la estabilidad de la ladera y que el resto del trabajo estaba bien. El asunto era una mezcla entre caradura y falta total de comprensión de la relación entre una representación esquemática, unas medidas y la realidad.

Por desgracia este ejemplo no es un caso aislado (aunque ese nivel de ignorancia tan exagerado no es frecuente) y ocurren cada vez más en licenciaturas e ingenierías. Lo peor es que ese tipo de profesionales pueden ser los que le arreglen el carro, o piloten el avión en el que va usted de pasajero. También puede que fuesen familiares de alguno de los que intervinieron en que el Mars Climate Orbiter, de la NASA, se quemara en la atmósfera marciana en 1999, por no haber unificado las unidades de medidas inglesas con las métricas en los cálculos de propulsión y navegación.

Por favor, señores profesores, no recarguen las mentes de los alumnos con conceptos abstractos, con etiquetas, sin que antes conozcan los concretos a que éstos se refieren. Si no saben qué son las fresas, no se puede pretender que al ver una etiqueta que ponga “mermelada de fresas” puedan hacerse una idea de su sabor.

La base estructural de nuestro conocimiento propio, no el adquirido a través de la cultura, es la experiencia de concretos, como la pelotita que nos dan para jugar cuando estamos en la cuna. A partir de ellos navegamos hacia lo no experimentado a base de analogías, por áreas parecidas a lo ya experimentado. “Pues es un insecto que tiene la cabeza como una pelota…”.

De vez en cuando echamos el ancla en una de esas zonas, la exploramos (investigamos-jugamos) y la convertimos en experiencia. Levantamos el ancla y nos ponemos de nuevo en modo analógico y así vamos explorando durante toda la vida el vasto espacio de la realidad.

Los otros miembros de la tribu nos sugieren por dónde explorar, por dónde hay más caza, ahorrándonos exploraciones infructuosas. Las grandes culturas, como la nuestra, nos ofrecen magníficas cartografías del conocimiento, permitiéndonos aprovechar mucho mejor nuestra corta existencia como exploradores de este planeta. El que las culturas nos ofrezcan un mapa, no necesariamente garantiza que el mapa sea bueno. En cuanto te sales de las calles importantes, tienes que hacer tú tu propia cartografía, para luego añadirla al mapa y facilitar la labor de los siguientes.

El conocimiento al que me refiero es el conocimiento de la vida, siendo el científico uno más, de modo que absolutamente todas las personas tienen territorios propios que explorar y contribuir al mapa de la humanidad. Deduzco que estamos aquí, en este planeta, para eso. Si no realiza su exploración, la persona se volverá por donde vino sin haber mejorado el mapa. Allá él o ella, pero alguien tendrá que venir a suplirle.

Al igual que el caso de la pelota, cualquier cosa que observemos y exploremos sirve como origen de analogías, aunque unas permiten aplicarlas a más campos que otras. Una de las más fáciles de observar y que es puente a muchos territorios son las nubes: cómo en un momento se transforman y se asemejan a algo, quizá a una cara, luego a nada y al siguiente nos recuerdan a algo diferente. Así nos habituamos, por analogía, a reconocer patrones dinámicos en el mundo que nos rodea como, por ejemplo, figuras de baile, tendencias sociales, saber cuándo una fruta empieza a estar madura y miles de cosas más.

Podemos también explorar-jugar-investigar con asuntos que permiten comprender por analogía, no ya patrones dinámicos, sino la dinámica de procesos complejos a los que habitualmente prestamos poca atención, pero que son de gran importancia para comprender el mundo de hoy. Para eso hay que estar ya fuera del todo de la cuna, pero podemos dar los primeros pasos en el instituto y jugar plenamente en la universidad de la vida. Por ejemplo:

Desde un globo a una altura suficientemente elevada, no se distinguirían bien los automóviles de una autopista, pero sí se vería como una mancha cuando se produce una retención de tráfico. La llegada de nuevos vehículos y la salida de otros de la retención, modificarían la forma de la mancha, mientras que los laterales serían nítidos por el confinamiento producido por los carriles de la autopista.

Si llegan más vehículos a la retención de los que salen, la mancha crecería y al contrario. Por tanto, podríamos observar cómo aparece una mancha, cómo oscila y cómo disminuye hasta desaparecer. Incluso, si el tráfico es muy denso, aunque desaparezca el motivo de la retención, durante muchos minutos siguen produciéndose retenciones dinámicas (los conductores varían la marcha, aminorándola o acelerándola) produciendo que la mancha permanezca en el mismo lugar, avance o retroceda hasta su total disipación.

No hace falta montar en globo para ver fenómenos de este estilo. Basta con mirar con atención los carriles de hormigas y ver los atascos que frecuentemente se producen a la entrada del hormiguero. También se puede aprender mucho del comportamiento de las bandadas de pájaros y otras cosas por el estilo.

Esas son magníficas analogías para, por ejemplo, entender mejor a los seres vivos, nosotros incluidos, que pasamos de la no existencia, a la existencia, y vuelta a la no existencia, como resultado de la retención y organización de los flujos de átomos y moléculas que recorren la superficie del planeta. Las moléculas y los átomos que forman nuestra retención, nuestra “mancha” se renuevan a la totalidad a lo largo de la vida, ADN incluido. Algunas solo forman parte de la mancha unos minutos, otras se quedan durante años, incluso algunas superan nuestra fase temporal.

Los seres vivos somos flujos momentáneamente retenidos, fruto de la dinámica de ciertos procesos, y lo que llamamos objetos, incluyendo metales, rocas y todo lo que está en el planeta y la galaxia, también. Todo lo que existe son flujos de materia y energía. Es el ritmo de retención de unos flujos comparado con el ritmo de otros, lo que hace que pongamos unas etiquetas u otras.

Con ese tipo de símiles dinámicos se facilita grandemente la comprensión del funcionamiento del sistema económico, de la naturaleza, de los sistemas sociales, culturales, políticos, históricos, artísticos… Se pueden articular también muchos conocimientos y adecuarlos a la edad y nivel de formación, facilitando la comprensión de asuntos complejos.

Pero para que esos procedimientos didácticos, que no requieren de medios especiales, sino de ingenio y habilidad para adecuarlos a las circunstancias, formen parte del sistema educativo, no queda otra que primero formar a los enseñantes. Aunque antes hay que fomentar la capacidad de la sociedad para que se dé cuenta de la relación que hay entre el sistema educativo y la marcha de la sociedad, que reconozca las necesidades, y que esté convencida de que hay que hacer algo al respecto. Las sociedades boyantes creen que ya lo están haciendo bien, las que no lo son, no tienen tiempo ni medios para pararse a pensar… Por otra parte, el ritmo de los cambios socio-culturales se mide en generaciones, no en años… La situación es muy compleja y entran ganas de deprimirse porque parece imposible de modificar: pero si la hemos ocasionado nosotros, es que tenemos capacidad para intervenir en el hilo de la sociedad, e igual que hemos caminado en una dirección, podemos caminar en cualquier otra, siempre que nos lo propongamos.

El tercer ámbito educativo es clave para que los dos anteriores funcionen bien. Es el de la búsqueda de cómo incrementar las capacidades individuales, especialmente en los adultos. La fórmula mágica tradicional es: “si quieres incrementar tus conocimientos, incrementa tu necesidad”. Es decir, hasta que no se incrementa la presión sobre nosotros, no estamos interesados en aprovechar esas potencialidades que todos llevamos preinstaladas de fábrica, pero si esa presión es externa y excesiva, entonces nos bloquea.

El cerebro no completa su estructura hasta que no se llega a los veintipocos años. La maquinaria está completa a los seis o siete, pero luego vamos podando las conexiones neurales hasta construir el cableado (las neuronas son cables que funcionan por una mezcla de electricidad y química) que necesitamos para funcionar.

Ese proceso de poda constructiva no es fácil. Los años de adolescencia, con las hormonas disparadas, no permiten hacer muchas filigranas, pero nos ayudaría saber que hay más posibilidades de las que vemos para construirnos como personas. Tras la adolescencia, luego viene la etapa de construir una familia, tener descendencia y darla de comer hasta que sea autosuficiente. Le siguen unos años de aparente esplendor, pero enseguida llega la descarbonización sexual y a poco te encuentras que te quedan pocos años por delante, y menos fuerza, para plantearte otras cosas. ¿Cuándo nos queda entonces tiempo para dedicarlo a desplegar como persona?

Es improbable que nunca dispongamos de ese tiempo. La solución más factible es ir haciéndolo sobre la marcha a lo largo de toda la vida, aprovechando nuestra capacidad de observar todo lo que sucede fuera y dentro de nuestro cuerpo y mente. Los requisitos básicos para la observación es adoptar una actitud constructiva; estar atentos, pero no obsesivamente, no hacer pre-juicios y no cerrarnos puertas innecesariamente. A cualquier edad, por influencia de otros, de la educación, o por entusiasmo propio, nos fabricamos orejeras, tapamos ventanas a la realidad y emitimos juicios sesgados, continuamente, sobre todo o casi todo lo que nos rodea. Esas orejeras y esas ventanas cerradas tienen muchas veces su utilidad, pero si, en vez de usarlas selectivamente, las usamos para todo, son ellas las que nos usan y nos impiden ver más allá de nuestras narices. Aprender a desactivarlas cuando hace falta no es tarea fácil y lleva años.

En la actualidad, la cultura imperante suele dejar de lado los cuentos, dichos e historias tradicionales, como cosas del pasado y considerarlas como meras consejas populares, que nada tienen que ver con el mundo de hoy. Sin embargo, si abrimos las rendijas de nuestras entendederas, veremos que en todas las culturas hay siglos o milenios de saber atesorado, que mientras los humanos no nos convirtamos en robots, podremos seguir aprendiendo de sus tesoros.

Cada momento cultural tabica ventanas y filtra la luz para imprimir carácter a sus postulados y fuerza a las personas a mirar la realidad a través de sus rejillas. Todas las culturas lo hacen y la de ahora no es excepción, y todas las culturas tienen miedo de que, si abren las ventanas, las personas nos escapemos por ellas, yendo cada una por nuestro lado y convirtiendo la sociedad en un caos. Pero el trasfondo humano es el mismo (supongo) en todos nosotros y, si se permite su desarrollo, lo que hace es mejorar la sociedad, no empeorarla.

Por último, en todas las sociedades, en todos los niveles culturales, observantes y generalmente silenciosas, siempre hay a nuestro alrededor personas con conocimiento real de la naturaleza humana. Si vamos con talante observador y abierto, muchas veces nos regalan “joyas”, voluntariamente, o porque las van dejando caer generosamente por el camino, o porque las circunstancias las configuran. Pero esas joyas solamente se activan en nosotros cuando realmente las necesitamos y cuándo estamos en condiciones de asimilarlas: entonces pueden adquirir cualquier forma y aspecto. Por ejemplo, una de las joyas que han hecho más efecto en mi ego me la proporcionó una persona borracha y con pintas desastradas. En ese momento, que duró unos pocos minutos, él era el maestro y yo el estúpido discípulo.


¹El articulista de hoy fue miembro de la delegación española que participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), también integró el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.

Ambiente: Situación y retos: es un espacio de El Nacional coordinado por Pablo Kaplún Hirsz

Email: [email protected] web: www.movimientoser.wordpress.com

 

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