«El absurdo surge de la confrontación entre la búsqueda del ser humano y el silencio irracional del mundo», dice Camus en El mito de Sísifo. Justo después habla del suicidio filosófico. El absurdo es el hijo problemático del conflicto entre el deseo y el desencanto. Surge cada vez que la ilusión y el mundo se desencuentran en medio de un silencio irrazonable. Hay silencios indiciosos, simbólicos y hasta alegóricos, pero el silencio irracional es refractario a ocupar la geografía de lo ponderable. Es el silencio que debió estar ocupado por la palabra.
La palabra es la sede del encuentro con los demás y consigo mismo. Hay, sin embargo, silencios hechos de palabras que desencuentran. En todo caso, el silencio irracional extingue el sentido de la propia existencia. Ante él, lo que debía tener una razón de ser abandona toda posibilidad de logos, y se imposta la finalidad. El para qué es, entonces, una aporía.
El hombre que vive con conciencia del absurdo sabe que este hiato metafísico entre el ser que desea y el ser de las cosas negadas es la sede del silencio irracional del mundo. No hay unidad ontológica plausible. Tampoco hay significado posible. El silencio que no está emplazado en el logos es necesariamente ilógico, carece de la potencia discursiva que le es propia al silencio que precede, por ejemplo, a la creación artística. De allí que sea imperioso nutrirlo con el logos.
La zozobra existencial sobreviene cuando al hecho asistido por el logos se le opone la oquedad de la afasia verbal o la avalancha de palabras que lo vacían de significado. De una parte, el mutismo es una mordaza autoimpuesta a la voz que debía dar testimonio del sentido de la acción. De otra parte, el infundio es el asesinato del logos que debía dar cuenta de dicho sentido. En todo caso, es más atronadora la caída de la roca de Sísifo.
Después solo queda el desencanto, la certeza de que la muerte de las palabras deshabilita el sentido de la existencia. A los que indignamente hacen mutis y a los difamadores habría que tratarlos como criminales de la peor clase porque, a menudo y por cuenta de ellos, morimos lógicamente tantas veces antes de hacerlo ontológica y metafísicamente. Sin embargo, siempre nos sobrepondremos al silencio irracional que se construye con o sin palabras.
¿Qué puede hacer el hombre con conciencia existencial ante el silencio irracional del mundo si no hay modo de combatirlo en su propio terreno? El exhorto de responder con silencio a la indiferencia y la difamación es tan absurdo cuanto puede ser llenar un vacío con otro vacío. Por el contrario, habría que oponer el logos al silencio irrazonable. Si el absurdo sobreviene cuando el deseo se estrella contra el desencanto incubado por el silencio irracional del mundo, se impone buscar otra geografía para las palabras.
La infertilidad ontológica de ciertos lugares y los seres que los habitan tenían que haber sido una advertencia para buscar otros regadíos donde la palabra sea más fecunda y amable. El sentimiento del absurdo no sobreviene solo cuando al logos de nuestras acciones se le opone la mezquindad de la mudez o del descrédito, sino cuando insistimos demencialmente en seguir confrontando lo fértil y lo estéril. Es un tonto quien insiste en tirar una semilla al hielo.
No son pocos los escritores de los que hemos sabido que más se afanaron en escribir cuanto más ignorados y vilipendiados se hallaron. También —estoy seguro de ello— leyeron más que nunca. El relato de Joachim Fest sobre cómo su padre levantó un muro de libros entre su familia y el nazismo es conmovedor. El logos nos salva del absurdo. Sin embargo, tiene mucho que perder enfrentado a la barbarie del silencio irracional.
Uno puede imaginar el desolador silencio de Kästner aquel 10 de mayo de 1933 viendo cómo sus libros eran quemados públicamente. Su silencio, lejos de ser irracional, estuvo ahíto de logos y fue un símbolo de dignidad y entereza. Kästner no abandonó la Alemania de Hitler ni renunció a su personal pacifismo ni dejó de escribir para niños. En aquel silencio suyo germinó una obra extraordinaria, incluso ya extinguido el nazismo. La película Juego de gemelas, de Nancy Meyers, está basada en su novela Las dos Carlotas (1949), que es una amarga metáfora de las dos Alemania. Kästner debió luchar contra el alcoholismo, ciertamente, pero ganó todas las batallas contra la bestialidad de quienes pretenden asesinar el logos para hundirnos en el sentimiento del absurdo, y lo hizo escribiéndoles a los niños…
Si el trono del absurdo es la colisión entre el anhelo personal y la muerte del logos, se impone reanimar este. Hallar el propósito de la existencia supone, por tanto, encontrar nuevos símbolos con los cuales resignificar nuestro logos. Cada persona es un signo ontológico que demanda permanentemente su actualización en el discurso de la humanidad. En este particular, el sinsentido sobreviene cuando nos hacemos inefables. Entonces… nosotros mismos somos el absurdo.
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