La amistad es una de las cosas que da valor a la supervivencia.
C. S. Lewis
Un sastre judío de 88 años, sobreviviente del Holocausto, hace su último viaje. Va de Buenos Aires a Lodz. Va en busca del amigo polaco que no ve hace siete décadas. Como muchos, Abraham perdió a su familia durante el nazismo. Estuvo a punto de morir después de huir de los nazis, pero su amigo Piotrek lo salva. Antes de partir a Argentina al final de la Segunda Guerra Mundial, Abraham le promete a Piotrek regresar con el último traje. No olvidemos que la palabra «traje» proviene del latín trahere (‘arrastrar consigo’). El traje que acarrea Abraham simboliza el cúmulo de sus vivencias.
La película —un filme bastante bien logrado de Pablo Solarz y con un elenco respetable— es un road-movie que utiliza un viaje de experiencia como excusa para explorar varios temas álgidos: la diferencia generacional, el valor de la amistad, la vejez como repositorio de memorias dolorosas y las dificultades de las relaciones interpersonales. Sobre todos estos tópicos, como una bruma ácida, flota el tema rector: el holocausto y sus heridas emocionales.
Abraham ha postergado el viaje y el cumplimiento de la promesa. Al cabo de su vida, sus hijas pretenden venderle el apartamento e internarlo en un geriátrico. Ha llegado, pues, el momento de comprar un boleto sin retorno. Abraham llega así a Madrid y, con mucha dificultad (dado su mal genio), hace algo de amistad con un joven músico y una recepcionista del hostal donde se ha alojado. Allí le roban el dinero que llevaba, con lo cual el viaje se torna cuesta arriba. El planteo de Solarz es concluyente: no se requieren certezas materiales para alcanzar las metas morales.
Hay una escena central de la película que es muy representativa de las heridas abiertas por el Holocausto, y que aún no se cierran. Estando en París, el sastre repara en que para llegar a Polonia debe atravesar Alemania, así que pide un viaje en tren que no pase por territorio alemán. Una francesa se ofrece a traducir, pero la situación causa mofa entre los circunstantes. Al cabo de un rato, Ingrid, una antropóloga alemana, se sienta a su lado y le habla en yiddish. No se hace esperar la respuesta emotiva de Abraham. Sin embargo, cuando este entiende que no es judía, sino versada en varias lenguas, da una respuesta categórica: «No hable yiddish si no es judía». El sentido trágico del dolor es, sin duda, la conciencia de la propia soledad existencial.
Lo que sigue es la aceptación resignada de Abraham respecto de cruzar Alemania en tren y una tensa relación que Ingrid insiste en cultivar a pesar de la manifiesta animadversión del judío. Todo termina en un sinsentido. Al llegar a Alemania, ella extrae de la maleta del sastre varias prendas con las que tapiza un camino desde el andén hasta un banco, una alegoría de la Pesaj (‘paso por encima’). Abraham cruza descalzo sin «pisar suelo alemán». Al sentarse, el sastre le cuenta cómo fueron asesinados sus familiares, e Ingrid le calza los zapatos. Entonces él se pone de pie pisando tierra teutona, como si nada. Un formidable símbolo del resentimiento, la contrición cultural y el perdón.
La etapa final del viaje transcurre en Polonia. Abraham ha sufrido una crisis alucinatoria en el tren. Ha creído ver a bordo a los familiares asesinados y a los nazis. Son los sobrevenidos demonios del pasado que lo asedian (aunque también lo acosan los demonios creados por él). Al cabo, termina en un hospital. Allí lo ayuda Gosia, una amable enfermera que lo conduce hasta Lodz para que se encuentre con Piotrek, y que luego abandona la escena, no sin antes dejar simbólicamente la silla de ruedas en una esquina del edificio.
El encuentro con Piotrek está colmado de emotividad, largos silencios y escasas palabras, haciendo quizás honor a aquella sentencia de Erasmo de Rotterdam sobre el silencio entre amigos. Abraham ha cumplido. Le entrega a Piotrek el último traje, y este, después de verificar que es azul, invita a Abraham a ir a casa, significativa invitación final.
El último traje nos pone a pensar sobre la textura de los logros en la vejez, las a veces insalvables distancias generacionales, lo que significó y significa ser judío y, muy especialmente, sobre el valor de la amistad. En este sentido, la premisa es terminante: la verdadera amistad se fragua en la adversidad, y sobrevive al tiempo y la distancia.
En el fondo, el filme es una llamada de atención a los vacíos existenciales y metafísicos que nos sobrevienen o que nosotros mismos construimos y reforzamos. Las posturas extremas de Abraham lo han alejado irremediablemente de sus hijas. Pero antes él ha permitido que el pasado se convierta en un imperativo categórico del horror. El último traje es una advertencia para que no convirtamos en una prenda que acarreamos por doquier los horrores que cada cual vive. La tragedia humana no es el problema, sino el modo como la asumimos. En la película hay un continuo realce de un aire a cosa vieja y rota de ciertos lugares y personas, como si una voz en off dijese todo el tiempo: «¡Cuidado! El infierno está todo en ti… si lo albergas».
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