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La rebelión de los solitarios

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Hace unos días recordé tres escenas inconexas de mi vida que solo hasta ahora vienen a encontrar su hilo conductor. La primera es de mi infancia, y es sobre las madrugadas que pasaba en vela afuera de la habitación de mis padres esperando a que el fatal vaticinio del médico se cumpliera a propósito de la enfermedad de mi padre. La segunda es de mi adolescencia, y se trata de cuando llevaba a mi hermano hidrocefálico en un carromato de supermercado hasta el médico, a falta de auto familiar, a lo largo de 5 km. La tercera es de mi juventud, de cuando estudiaba Letras y escribí una carta protestando a un profesor abusivo, misiva que me costó adelantar mi grado por Secretaría para evitar una sanción draconiana.

Parecen tres acontecimientos inconexos, pero hace poco me fue requerida una fotografía de algún grupo de colegas en la Facultad para acompañar un texto sobre el Día del Libro, y me percaté de que rara vez registro personas en mis fotos. Fotografío la soledad. De hecho, cuando capto personas, están siempre solas. Ese es el hilo conductor que une las tres escenas de las que hablaba. Es difícil saber si me hice a la soledad o si la soledad es parte de mi diseño óntico. En todo caso, ciertamente tiendo a ser solitario y distante, siempre abismado en mis pensamientos y en un mundo ingenuo. No estoy capacitado para las distancias cortas ni para los encuentros multitudinarios, y hago un esfuerzo agotador para ser al menos algo cercano y cálido. Yo, como Ramos Sucre, también gustaría de «estar entre vacías tinieblas».

Sin embargo, no soy indiferente a lo que suceda a mi alrededor. No suelo decirlo, pero puedo perder el sueño pensando en cómo resolver un problema que aqueja a los profesores y alumnos del Departamento donde trabajo, o en cómo ayudar a los niños que pudieran ser picados por un escorpión letal en la urbanización donde vivo, o descerrajando algún enigma didáctico para mejorar mis clases. A veces me resiento de la simplicidad con que las personas despachan juicios sobre otras: soledad e indiferencia no son consecuentes ni se implican mutuamente.

Quizás si las personas pudieran experimentar durante un día entero el ofuscamiento visual que causa la fotofobia, el aturdimiento auditivo y la consecuente fatiga mental que genera la hiperacusia, la extenuación sensorial que supone la hiperestesia, en definitiva, el vivir en permanente lucha contra el mundo y sus enojosos estímulos, quizás anhelarían la soledad, el silencio y el sosiego tanto o más que yo… La mía es la distancia de quien necesita alejarse para percibir y sentir sin distorsiones.

Recibí al nacer el precepto de la ausencia y el sigilo. No soy el único. Hay muchos más como yo. Quizás estemos aquí para decir algo que solo puede decirse con silencios, justo en un mundo que rinde culto al fragor de la celebridad, preñado de vacíos. No lo sé. Tal vez solo estemos aquí para recordar a otros que también las estrellas pueden tener su hogar en el charco de una calle inmunda. En todo caso, y esto es una verdad inobjetable, no hay dos soledades idénticas.

Hay, sin embargo, en las tres escenas otra semejanza aun más desconcertante que su soledad intrínseca: el sacrifer. Para los antiguos romanos era el portador de las cosas sagradas. La palabra sacrificio viene de allí. Quien lleva consigo un dolor por el infortunio ajeno es un sacrifer. Sabe que ha hecho de sí un pequeño tabernáculo. Y hay siempre un misteriosa y profunda conexión entre lo sagrado, el silencio y la soledad. No estoy hablando de religión. Estoy aludiendo a la sacralidad que habita en nosotros, ese rasgo de humanidad que hace que, a pesar de nuestras deficiencias, parezcamos divinos…

Una buena pregunta a esta altura sería por la razón de ser de esta simple confesión íntima. En efecto, me permite plantear la cuestión de la soledad en tanto que elección y acto de rebeldía en un mundo adocenado. Al hombre hastiado de ver cómo se arrebañan sociedades enteras solo le queda elegir la soledad para desmarcarse. Emanciparse de la tribu supone también trazar un camino propio sin olvidar la adversidad ajena. No se trata de una licencia para tomarse unas vacaciones de la condición humana. La rebelión de los solitarios comienza justamente en el epicentro de la condición humana: la dignidad. Nadie que se diga humano puede ser indiferente a ello.

@JeronimoAlayon

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