Por CELSO MEDINA
I
Charles Baudelaire dijo una vez que la naturaleza es un bosque simbólico, y la poesía es la visitante por excelencia de ese bosque, hacia donde el poeta acude para restablecer el equilibrio que hemos perdido con la naturaleza.
Leyendo el libro La piedra, nada más (2005), de Simón Sáez Mérida, editado por la editorial La Espada Rota, refuerzo mi admiración por este amigo. Habíamos leído y comentado algunos libros y poemas suyos publicados en diversos medios impresos. En uno de los comentarios críticos, nos preguntábamos cómo Sáez Mérida, un pensador marxista, escribió una poesía prácticamente religiosa, amparándose en una estética cuidadosamente cimentada en una metafísica muy sui generis.
En este libro Sáez Mérida se acerca a esa prédica baudelairiana. En él, se presenta una religión de lo natural. El título es una clave que nos ayuda a navegar por ese bosque simbólico: la palabra piedra es muy significativa para comprender la metafísica de este poeta. Piedra remite al fundamento, a los cimientos, y también a la simplicidad.
Este poemario seduce por dos razones: su sentido de totalidad y la austeridad de su lenguaje. El autor no compila poemas, sino que crea un cosmos al que enaltece y por el que padece. Su lenguaje es austero, sin rebusques retóricos. Busca comulgar con el bosque simbólico de la naturaleza poniéndole el nombre más simple a las cosas. El poemario trabaja esencialmente con imágenes, pero un relato lo recorre: el del bosque memorioso, donde el hombre va a reencontrarse con su alma perdida. El poema I se inicia así:
Algún día
la muerte ya no tendrá más pan
en la memoria
y será apenas
la flor azul de las alegorías
El poeta Simón Sáez parece compartir la tesis de que el hombre es tal porque tiene memoria. Esta memoria vence a la muerte y testimonia el paso ético del hombre por el mundo. Este paso es claro en la vida pública de Sáez, pero se refuerza en su poesía. En ella, no sólo transita un ecologista sensible, sino también un ser capaz de extraer importantes lecciones de su mirada. El poema III dice:
Otra vez
la montaña cabalga
sobre los alambres del telégrafo
y los pájaros tristes
no tienen piedra donde morir
Es interesante cómo el poeta tensiona su simbología al contrastar la piedra, signo de dureza y perseverancia, con la fragilidad. La montaña, también símbolo de persistencia, se torna un espacio quebradizo ante la modernización (alambres del telégrafo). Y la ciudad, aposento donde la naturaleza es negada, enmudece. De allí que diga:
La ciudad
no tiene nada que decir,
sus motores mueren
sin lluvia que tomar
sin vientos
la ciudad
mató sus gallos
al amanecer
La ciudad
es de tierra cocida
Muchas vivencias alimentan estos poemas: su idealizado San Diego (en el estado Miranda) o su Aragua de Maturín, el pueblo natal, del que no sólo escribió historia sino que también fue capaz de poetizar.
Hemos advertido el minimalismo en la poesía de Simón Sáez Mérida. Es importante aclarar el término: entendemos como tal un ejercicio estético que extrema la simplicidad para celebrar el instante más desapercibido por todos. El poeta no hace sino pintar con palabras lo que extasía su mirada. Leamos íntegro el poema XIII:
La carreta
Se puebla de bambúes
Y los balcones
Ya no están en el viento.
La tía volvió a su traje negro
Y al gato de cartón,
Antonia, la bella de la esquina,
Disfruta los samanes
Y sus golondrinas.
Sobre la calle,
El tiempo muere sin aullidos.
Esta estampa revela a un poeta comprometido con la historia, que escucha el devenir en la gente que no se obsesiona con la heroicidad. Su escenario tiene el aliento sabio de la cotidianidad que se anida en las almas de los hombres que recuerda.
Esa tensión entre lo que perdura y lo que trasciende atraviesa todo este poemario. La patria tierra (quizás en el sentido de Edgar Morin) es un espacio de goce y dolor, en el que el poeta se siente profundamente implicado. Los ecologistas deberían leer estos poemas de Simón Sáez para reforzar su prédica naturalista, y darle fuerza al origen de la palabra religión: religare; es decir, ejercitar la comunión. El poeta Simón Sáez quiere ser un árbol que crece hacia sus raíces. De allí esta confesión:
Íngrimo,
Veo que dios cabalga
En los gusanos
Y la vida regresa
En grandes mariposas,
Que hay un alambre
Bajo la luna
Y la noche se muere
Con los pájaros
La vida es una dinámica absoluta, una cuenca donde Dios, un macrocosmos, se sintetiza en un gusano, y las mariposas alardean su trascendencia. La piedra, sin necesidad de eufemismos, sigue produciendo los símbolos que sirven de proscenio a la morada de la poesía.
Conocimos a quien escribió estos poemas. Fue un hombre sencillo, imaginativo y conversador. Conversaba sobre política, béisbol y de muchas otras cosas. Recuerdo la última vez que hablé con él, en Maturín, el tema fue León de Greiff. Su sabiduría era asombrosa. Apenas me vio el libro que yo portaba de este poeta colombiano, comenzó una extraordinaria disertación que me reveló a un hombre que, además de leer a Marx, Braudel y Max Broch, etc., bebía con fruición la gran poesía del mundo.
Sáez Mérida fue prudente con sus poemas. No los publicitó. Se los enseñaba a sus amigos o los publicaba en ediciones modestas.
Quien no haya leído los poemas de Simón Sáez Mérida puede prejuiciarse. Quizá espere de él un tono panfletario y discursivo, como el que se suele pedir a los poetas comprometidos políticamente. Él fue un hombre político, de eso no hay duda. Su vida fue sencilla, sin ostentaciones. Pocos han sido tan coherentes con su pensamiento. Y como poeta no hizo concesiones al facilismo discursivo. Por el contrario, afinó su verbo de tal manera que sus palabras son tan lúcidas que al leerlas despiertan en nosotros un efecto de reflexión plena.
Queremos insistir en que Simón Sáez Mérida fue un habitante de lo simple, donde vivió ayudado por el ejercicio de la poesía. Con ello, cumplió la prédica del poeta Víctor Valera Mora: el paso del poeta por el mundo es ético.
II
Dolor y vacío
La muerte, la soledad, el vacío y la nada son temas que se entrelazan en el poemario El estupor de los girasoles (1994), de Simón Sáez Mérida, publicado bajo el sello editorial de Centauro. Los treinta poemas reunidos aquí forman un canto elegíaco dedicado a su hermana Carmen Cecilia, quien murió junto a su esposo, León, en las cercanías de Maturín. De allí el apóstrofe permanente al ser perdido, hecho con un tono sereno y reflexivo.
Por supuesto, el poeta no puede escapar del dolor. Sin embargo, el dolor no es el tema que impregna su poemario. Más bien, el poeta expresa su propensión a lo cósmico, su constante pregunta acerca de la vida y de la muerte. Su relación con la nada es dramática:
entonces
la nada estará allí
sentada en la puerta
de la casa vacía.
Como los poetas elegíacos, busca en la figura de un ser de sus afectos un punto de partida para indagar en los espacios de su cosmogonía existencial. Recordemos a Jorge Manrique, quien cabalga su mística en hombros de la figura de su padre, y a nuestro Vicente Gerbasi, quien también va de la mano de su padre.
El estupor de los girasoles es un poemario que aborda temas como la nostalgia dolorosa, pero no es la tristeza la que prevalece. Los apóstrofes dirigidos al interlocutor poético (su hermana) apuntan más bien a dar respuesta al vacío interior que embarga al hombre. Preguntas que tienen en la muerte un hito trascendente. La nada reina como una obsesión capital:
Hermana,
cómo será
será el olvido infinito
de la nada.
Esa nada deviene de una preocupación por la muerte. Por eso las preguntas se llenan de desazón, y no es el temor a fallecer lo que las impulsa, sino la angustia de quedarse merodeando en el vacío:
Hermana,
ahora que la muerte
te integró a sus regiones
y las máscaras pueblan
los espacios
el cuerpo
doblará sus siglos
en las piedras?
¿Será el ocaso de los mapas
y el tiempo de su fábula
los caballos vivirán más
allá
del horizonte
las llamas llevarán
su suicidio
hasta la lluvia
Las flores
migrarán
con las grandes mareas
las aldeas flotarán
en los despojos
del humo
morirán los grandes hemisferios
y sus brújulas
Será la ceguera de la nada
la quimera
o la aurora?
En estas preguntas hay una angustia que revela el verdadero estupor del poeta: el miedo al abismo del vacío, a quedarse como una isla solitaria en medio de la nada. Los apóstrofes también preguntan por el sol, por los pájaros, por los atardeceres:
Hermana
Provoca encadenar el
corazón al sol del mediodía
y sentarlo en sus llamas
para que el tiempo
haga su navegación
hacia el ocaso
En un hombre que conocemos por sus convicciones marxistas, se descubre un panteísta. Un fiel creyente en los insondables ecos de aquella naturaleza que Baudelaire llamó “Bosque de símbolos”. Para él, Dios es apenas una brizna en el fuego vital, un aliento encarnado en la naturaleza, espejo genésico de sus principales epifanías:
y los dioses,
viejas trizas del viento,
serán las osamentas
de la luz.
Henri Bergson señala que el poeta tiene su vida más a mano que cualquier otra cosa. Sin hacer aspavientos con su biografía, se explaya a partir de ella, no para presentar el espejo de su cuerpo y de su pasión, sino para dejar constancia de que un hombre pasó por aquí, dejando constancia de su eticidad.
El estupor de los girasoles es un registro de fe dolorosa que logra trascender a esa instancia de llanto y adentrarse en las profundidades insondables que produce el vértigo del vacío existencial.
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