Por Antonio Pou, Universidad Autónoma de Madrid
Me hubiera venido muy bien que en 1965 el diccionario me hubiese explicado en qué campo me había metido a trabajar. Ahora veo que, a día de hoy, si busco “ambiente” en el diccionario de la Real Academia Española, da siete acepciones, pero ninguna de ellas se parece a lo que hace el Ministerio del Ambiente. En España, el ministerio que se ocupa de ese tema se llamaba de Medio Ambiente, pero en el Diccionario panhispánico de dudas de la Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, aparece como “medioambiente” y lo define como: “Conjunto de circunstancias o condiciones exteriores a un ser vivo que influyen en su desarrollo y en sus actividades”. Se parece un poco a lo que entendemos hoy por “ambiente”, pero me hubiera aclarado poco sobre lo que iba a ser mi campo profesional.
En principio, ambas palabras significan lo mismo en países de habla hispánica. En Naciones Unidas se utiliza Medio Ambiente, remontándose la creación del término a comienzos de los setenta, debido, según dicen, a un error que algún traductor debió cometer al intentar traducir la palabra “environment”. En el diccionario ponía que en spanish era “medio, ambiente”; le quitó la coma y armó el lío. La RAE bendice el error y le da una vuelta de tuerca más al juntarlas en “medioambiente” y cada país usa la palabra y forma la que más le gusta. En vista de lo cual yo voy a usar aquí “ambiente”.
El problema que tienen esas etiquetas es que, en la práctica, en cada país se asignan a conceptos diferentes. Esas, como tantas otras, son palabras comodín, a las que los gobiernos y políticos son tan aficionados porque permiten alojar muchos contenidos diferentes. Cada ciudadano cree que se están refiriendo a sus problemas, los que las dicen saben, o deberían saber, que no comprometen a nada concreto, y todos contentos.
A las Naciones Unidas le vienen muy bien las palabras comodín para llegar a consensos que de otra manera serían imposibles, pero alcanzar un consenso es una cosa y resolver las diferencias puede ser otra bien distinta. Por ejemplo, la palabra “sostenibilidad” surge de un consenso, pero significa cosas distintas para los habitantes de los países pobres que para los ricos. La palabra sostenible induce a confusión, intencionadamente. Por cierto, en la traducción de los documentos del famoso informe en el que se define “sostenibilidad”, es donde se cometió el error al que me he referido.
Al igual que la palabra sostenibilidad, “ambiental” cobija contenidos múltiples que evocan cosas distintas en cada uno de nosotros, y no digamos ya cuando se habla de “sostenibilidad ambiental”. Para los que profesan una cierta adoración a la naturaleza, lo ambiental tiene un fuerte componente emocional. Los que se dedican a controlar la contaminación lo entienden de otra manera mucho más prosaica. Y los que ven en lo ambiental un freno al desarrollo, no ven la palabra con buenos ojos. Todos ellos, con gran probabilidad, están hablando de cosas distintas. Si necesitamos estar de acuerdo, ante todo tendremos que definir cuál es el ámbito de lo ambiental, hasta dónde llega y qué es exactamente de qué se va a discutir. El problema no es ya que las definiciones lingüísticas de la etiqueta sean ambiguas, el asunto es que no está nada claro cuál es su contenido.
En principio la palabra evoca un cierto sentido de cercanía: “Lo pasé muy bien, había un ambiente fenomenal”, “el medioambiente de mi barrio está fatal”, pero también se emplea para hablar de “el cambio climático es un problema ambiental de primera magnitud”. No hay nombre que sirva bien a tanta diferencia.
Aunque habitualmente no nos paremos a pensarlo, hay que tener en cuenta que nuestro cerebro cabe en una caja de zapatos y tiene que servir para miles de cometidos diferentes. Forzosamente ha de recurrir a simplificar la información que recibe para poder manejar tanta diversidad de funciones. Cuando simplificamos, siempre se pierde algo por el camino. Si lo que estamos considerando está muy cerca, espacial o temporalmente, tratamos de percibirlo con la mayor nitidez posible, por si acaso luego tenemos que ver algo con ello. A medida que está más lejos vamos simplificando el contenido, hasta que lo último que queda es casi la etiqueta de identificación. Ha dejado de sentirse como algo real y se ha convertido en algo conceptual. Así ahorramos energía, memoria y dolores de cabeza.
Por consiguiente, casi nunca vemos la realidad tal cual, sino siempre simplificada y subjetivada. Es lo que hay, y eso que somos humanos. Así que a saber cómo piensan otros mamíferos. En nuestro caso, miramos con unas orejeras que solo nos dejan ver una rendija de la realidad. Si queremos enterarnos un poco de las cosas, tenemos que observarlas desde distintos puntos de vista y entonces hasta las cosas más simples revelan una complejidad asombrosa. Por ejemplo, y sin ir más lejos, ese café que quizá estés bebiendo mientras lees este artículo.
Hace un instante era aroma y sabor, pero si lo miras con atención, ese líquido es un complejo de productos químicos naturales, que está en una taza, sobre un plato, donde hay una cucharilla y probablemente haya cerca también una servilleta de papel. Claro que todo eso no ha surgido por arte de magia. Alguien lo ha traído, alguien lo ha hecho. Un grifo se abrió, vino agua de algún sitio, la electricidad calentó la cafetera, que alguien fabricó…
Por otro lado, está el grano de café, la persona que lo tostó, la que lo recogió, el piloto del avión que lo trajo… Son cientos de cosas, quizá miles, y son muchos miles, quizá millones, las personas que han contribuido con una porción alícuota de su vida útil para que puedas tomarte un café. Si una de esas personas, que no son conceptuales, porque tienen nombre y apellido, hubieran fallado, no podrías estar ahora bebiéndolo.
Y tú pagas a todas y cada una de esas personas, que son muchísimos millones de ellas, a través de su representante, el del bar, que tendrá que hacerles llegar tu dinero. Pero no solo a esas, también hay que pagar al minero que extrajo el mineral para hacer la azada que se usó para cultivar la planta del café. Y no sigo para no agobiarte más.
Para tomarse una simple tacita de café, hace falta movilizar a una buena parte de la población mundial. Lo mismo pasaría si bebes un vaso de agua o ingieres cualquier alimento, usas cualquier artefacto, o andas por la calle. En una sociedad globalizada como la actual es muy difícil que no estés contando, para realizar cualquier cosa, con la colaboración instantánea de millones de personas invisibles. Estamos formando parte de una maraña inabarcable de relaciones, que une a toda la humanidad.
Pero eso es sólo el principio del análisis, porque nuestra maraña la estamos haciendo sobre, y a costa de, la Maraña, una red dinámica, en permanente readaptación, inmensamente mayor que la maraña, y creada por la Naturaleza a lo largo de miles de millones de años. Cada especie crea y contribuye con su propia maraña a la Maraña general, aunque nuestra maraña es especialmente grande. Somos naturaleza y lo es también lo que hacemos, sea bueno o malo. Otra cosa es cómo están reaccionando, y cómo van a reaccionar, las demás especies.
Aunque habitualmente no reparemos en ello, la Maraña continúa más allá de la superficie del planeta. Se extiende hacia abajo, hacia el interior, y se extiende hacia arriba, hacia el espacio exterior, que no está vacío, porque además de los planetas y el Sol, está lleno de partículas, y campos electromagnéticos que se extienden por la galaxia. Y todo varía en tiempo real, minuto a minuto, segundo a segundo, influyendo sobre la Maraña y sobre la maraña, sobre nosotros mismos, sobre el café. Por cierto, creo que el tuyo se ha enfriado, y supongo que la cabeza se te habrá calentado demasiado.
Por eso, porque la maraña no cabe en nuestro cerebro, y menos aún la Maraña, llevamos de fábrica instalados limitadores y fusibles, y solo nos dejan acceder a la información de a poquititos.
¿Hasta dónde abarca lo ambiental en la maraña? ¿Hasta dónde necesitamos rompernos la cabeza? ¿Es el cambio climático un problema ambiental? ¿En qué medida?
El cambio climático es uno de los muchos problemas que hoy nos aquejan, y sin duda es muy importante. ¿El más importante? No lo sé, depende, pero mueve a todos los países del mundo y se discute en las Naciones Unidas (ONU). Por cierto, mucha gente piensa que es como un supra gobierno, pero simplemente es un local grande, pagado por todos, donde los países discuten de forma relativamente civilizada, donde dirimen diferencias, alivian tensiones y, aprovechando que están allí, hacen negocios. En 1988, la ONU acordó formar un panel para discutir el tema del cambio climático. Se le conoce como el IPCC, por sus siglas en inglés, y me tocó formar parte de la delegación española durante sus tres primeros años de andadura.
El mandato inicial que se le hizo al IPCC se refería a evaluar el posible efecto de las actuaciones humanas sobre el clima y su posible modificación. Lo coordinaban dos organismos de la ONU, el que tiene que ver con la meteorología y el de medio ambiente, con campos de competencias claramente definidos. En principio quedaban fuera del encargo los cambios climáticos naturales que vienen sucediendo a lo largo de la historia geológica. Se incorporaron muy pronto, pero en un segundo plano, detrás del componente humano que ha sido siempre el eje principal de las discusiones.
La ONU creó al IPCC animada por el entonces reciente éxito del protocolo sobre la capa de ozono, que fue suscrito por la mayoría de los países. Al igual que entonces, el IPCC ha trabajado desde la perspectiva, capacidades e intereses de los gobiernos, no desde la búsqueda de una realidad objetiva. Eso quiere decir que los aspectos científicos, estudios y conclusiones, están al servicio de las conveniencias e intereses de los gobiernos que los pagan. Si las Naciones Unidas fuese un supra gobierno, eso no sería así, todo estaría mucho más pensado y pseudo objetivizado. Claro que, probablemente, todo funcionaría mucho más lento, muy burocratizado, y se intentaría funcionar con recetas simples para abordar la inabordable complejidad de la maraña.
En el IPCC se eligió una solución a uno de los temas principales, el CO2, antes de querer saber con precisión en qué consiste lo que llamamos cambio climático. No solo eso, sino que se puso como premisa que el cambio climático tenía que abordarse de forma que abriera oportunidades de negocio, porque si no, los países no se subirían al tren. Lo cual es una forma curiosa de proceder, poniendo el carro delante de los bueyes, y sin antes mirar si alguna forma de negocio entraba en el apartado de posibles causas. Por tener demasiada prisa y no pararnos a intentar considerar el clima dentro de un contexto maráñico/Maráñico, hemos enmarañado aún más la cosa y hemos perdido la visión de qué se trata, de dónde estamos, qué fuerzas tenemos, qué se puede hacer y cómo. El resultado es que han transcurrido más de treinta años, el CO2 sigue aumentando, y el clima del planeta está haciendo cosas raras.
El IPCC se puso a trabajar sin tener claro dónde se metía, y ha ido ajustando el asunto del cambio climático a sus dimensiones institucionales. Eso le ha impedido entender que el asunto desborda ampliamente lo ambiental y que es un problema sistémico, que afecta a muchas partes importantes de la maraña, que trasciende lo climático y que requiere una aproximación totalmente diferente.
La maraña está generada a tres niveles conceptuales diferentes, aunque están íntimamente relacionados. El tecnológico, el social y el individual, que es el nivel base, el de referencia. Cada uno de ellos requiere una forma de aproximación diferente. El nivel tecnológico ha adquirido en las últimas décadas movimiento propio porque vivimos en un mundo globalizado y la tecnología es lo que caracteriza a la cultura actual mundial. En la práctica, lo ambiental entra plenamente en ese nivel y tiene un gran papel en todo lo relacionado con la contaminación. Es un campo en el que las Naciones Unidas (o algo equivalente) deberían tener un papel mucho mayor.
El segundo, la gestión y control de lo social, es competencia directa de los gobiernos, pero los medios y las redes sociales están adquiriendo protagonismo propio en el asunto y por mucho que se empeñen los gobiernos no pueden controlar a la sociedad de forma eficaz y sencilla, como antes lo hacían. La fluidez del mundo tecnológico globalizado, que cruza fronteras con gran facilidad, facilita esa pérdida de control. La figura “gobierno” anda en crisis y está en transición hacia algo que aún no podemos imaginar qué es, pero que provocará violentos intentos de volver a las formas anteriores. Todo lo ambiental se difumina en ese nivel porque convive con emociones y creencias, sobre las cuales es difícil de actuar. Se intenta educar para cambiar las actitudes, pero lo sociocultural tiene raíces profundas y es más fácil cambiar el discurso social y las apariencias que las conductas.
En el tercer nivel estamos todos los humanos, cada uno como el individuo que es, el que nace, vive y muere, el que se asocia con otros para formar sociedad. Cada uno somos un ser autónomo, un cuerpo que se maneja en un universo enmarañado propio. En él, funcionamos con cientos o miles de subrutinas que vienen preinstaladas de fábrica con sus sistemas de regulación ya ajustados.
Por así decir, cada uno somos como una gran guitarra, con cientos o miles de cuerdas, que al pulsarlas producen sonidos y que suenan bien al nacer, generando una música propia. Con la mejor intención del mundo, al menos en teoría, padres, sistema educativo, y sociedad, intentan enseñarnos la canción de la cultura que impere en ese momento, para que contribuyamos de mayores a la orquesta social. Yo no sé si es a causa de ello, pero el resultado habitual es que la mayor parte de nosotros vamos por la vida muy desafinados.
Afortunadamente, aunque no sea sencillo, los individuos podemos ajustar nuestras propias clavijas para recuperar los sonidos que venían de fábrica y para conseguir otros nuevos. En general, la sociedad lo desaconseja, diciendo que vale más malo conocido que bueno por conocer, y la gente se habitúa a oír mala música. Personalmente, da mucha pereza ponerse a la tarea de reajustarse porque no es fácil. Además, tanto nos dicen y sugestionan, que creemos que es imposible o que no merece la pena, o nos da miedo porque nos aterra lo desconocido. “¡Qué más da si mis sonidos salen mejor o peor! ¿A quién va a importarle?”. Ya. Pero son ocho mil millones de instrumentos y si sonamos mal nos echamos la culpa unos a otros, nos ponemos agresivos y como cada vez tenemos armas más potentes, se puede armar una de cuidado.
Si sonásemos con nuestra música propia, nuestras sociedades serían diferentes, y la maraña también. Sin planificaciones forzadas, la maraña sería más armoniosa y muchos problemas de los que ahora nos angustian desaparecerían. Seguro que aparecerían muchos otros, porque la maraña es pura interconexión, pura complejidad, pura incertidumbre, pero estaríamos en mejores condiciones para abordarlos.
Llevamos una ética natural incorporada de fábrica que dice cuál es la cantidad de ajuste que requiere cada cuerda. Tratando de recordarla o adecuarla a ciertas ideas sociales o a las circunstancias, se han ido generando a lo largo de la historia diferentes éticas sociales, que han regulado las clavijas con diversa fortuna. Ahora, en aras de la libertad individual, no está de moda la ética porque siempre termina por frenar los intereses de alguien. Es curioso, sin embargo, que intentar lavarle el cerebro a alguien para que compre algo que va a atentar contra su salud física o mental, no se considera que vulnere su libertad individual. Somos muy complicados.
Necesitamos algo parecido a la ética natural, que esté basada en ella porque es la que está en nuestros genes, para abordar problemas sistémicos como el cambio climático. De hecho, en el mundo de las redes sociales, de la globalización, están apareciendo, de forma dispersa, algunos elementos que pueden estructurar la aparición de esa ética. Si prosperan, la sociedad humana cambiará. ¿A mejor? No sé, ya lo verán otros, porque esto es cosa de generaciones y entonces estarán lidiando con otros tipos de problemas.
Todo esto que acabo de escribir supongo que, para la mayoría de los que lo lean, resultará obvio y conocido porque, de una u otra forma, es una información que está presente en la mente de cualquier adulto. Sin embargo, la ética, el razonamiento, el intentar convencer a otro o a uno mismo, apenas consigue hacernos cambiar. Los avances en lo individual no avanzan al ritmo que sería necesario para dar alcance y superar el ritmo del incremento poblacional y el ritmo de incremento de la complejidad tecnológica. La consecuencia es que la sociedad mundial no funciona bien y los problemas se multiplican de día en día.
Jamás en la historia de la humanidad hemos tenido acceso a tanta cantidad de información. Pero conocer una información no significa que se vaya a utilizar y poner en práctica, y mucho menos cuando se trata de uno mismo. Solo cambiamos el ajuste de las clavijas cuando nos hemos tenido que enfrentar a algún asunto especialmente importante, algo que es perfectamente conocido y tenido en cuenta desde tiempo inmemorial.
¿Acaso las personas que nos han precedido eran más inteligentes que las actuales? No, por supuesto. Lo que tenían eran las cabezas menos atoradas y podían pensar mejor. Sus tecnologías eran mucho más simples y dejaban más espacio cerebral para otros asuntos para los que hoy no tenemos tiempo, ni disposición, para atender. Andar hoy por la calle, implica conocer y tener en cuenta miles de claves y estar bien entrenados en muchos campos, desde saber leer, a dominar los códigos de color, formas y señales que recubren suelos de calles, carreteras y paredes de edificios. Dedicamos una enorme cantidad de nuestro tiempo para adaptar nuestros comportamientos a los nuevos estímulos, necesidades y normas que aparecen sin cesar.
No queda otro remedio que estar informado al minuto de todo lo que sucede, saberse las claves musicales, políticas y sociales del momento, y hay que comunicarse con muchas personas a la vez para estarnos repitiendo mutuamente esas claves y que no pierdan fuelle. Los medios y las redes sociales se dedican a ello a pleno rendimiento. Además, las claves se generan en cualquier rincón del planeta, son muy diversas y hay que sabérselas para estar al día. Todo eso satura la capacidad cerebral y ya no puede atender a otros asuntos básicos que son imprescindibles para las personas.
La cultura actual global fuerza a funcionar en un universo conceptual, poco real, teóricamente intelectual, pero en realidad profundamente emocional. Desbanca y anula, o al menos degrada mucho, las culturas tradicionales que la precedieron, algo que todas las culturas han hecho con las que las precedían, pero pocas veces lo han hecho con la fuerza de la actual cultura tecnológico-global que ha puesto en marcha la civilización occidental. Esta cultura produce evidencias materiales reales, tangibles, usables, que convencen y deslumbran tanto que impiden prestar atención y bloquean otras necesidades humanas, como la de ajustar las clavijas cuando es necesario o conveniente.
La cultura global tecnológica barre por goleada a las demás, pero se ha dejado por el camino muchos de los procedimientos que socialmente ayudaban a los individuos a ajustarse sus clavijas. Habitando entre los muchos dichos, refranes, historias y cuentos, se aloja una gran cantidad de conocimiento útil y con poder transformador. Ahora, no se habla de sabiduría, porque se cree que ha sido sustituida con ventaja por el desarrollo intelectual actual. Pese a toda la fastuosa exhibición de logros innegables, subyace una profunda ignorancia, que solo ahora empieza a ser reconocida, sobre aspectos importantes de la naturaleza humana.
Afortunadamente, los elementos de sabiduría popular (el término suena casi peyorativo) no han desaparecido, siguen ahí en cada cultura, semi dormidos, y siguen siendo joyas valiosísimas. Fueron elaboradas por mentes privilegiadas que, en vez de diseñar chips, se dedicaron a diseñar joyas para ayudar a cultivar y desarrollar la mente humana. Hoy, por supuesto, se valora más el chip, pero no sabemos manejarnos en la Maraña.
Las joyas mentales siguen existiendo bajo miles de formas y siguen siendo funcionales. Su lenguaje puede a veces ser arcaico porque fueron diseñadas para otro contexto cultural. Si queremos contribuir personalmente a mejorar los problemas actuales, mi recomendación es prestar atención a esas joyas para usarlas cuando se estén viviendo experiencias importantes, porque entonces su valor se hace evidente.
Si se adquiere el hábito de buscar y usar las joyas mentales, ayudan fuertemente a liberar los seguros que bloquean el acceso a las clavijas de cada uno de nosotros. Como con cualquier joya, no es oro todo lo que reluce. Conviene quitarlas el polvo cultural para que revelen su naturaleza real, pero si se las mira con ojos limpios, no cegados por la obcecación y la avaricia, y con sentido común, las joyas auténticas abundan. Me despido con una de ellas: “El fondo de los mares está lleno de tesoros valiosísimos, pero si quieres seguridad, está en la orilla”.
“¿Un café?”.
Ambiente situación y retos es un espacio de El Nacional coordinado por Pablo Kaplún Hirsz
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