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Del infeliz regreso a clases

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Aceptemos que expresa fielmente uno de los problemas fundamentales del país que, por cierto, alguna vez, se creyó superado: el debate político no debe soslayar el infeliz regreso a clases para los padres que difícilmente logran colocar a la muchachada a las puertas del aula, sin garantía alguna de sostenimiento. Ya no es motivo de alegría la prácticamente imposible adquisición de los libros, útiles, zapatos y uniformes escolares, aunque emprendan todas las expediciones necesarias en las ferias escolares, además, intuidas como una arremetida de los sectores de la economía informal amparados por el oficialismo, en contra del asediado comercio formal; y mucha será la tristeza de no encontrar a los compañeros que definitivamente desertaron para trabajar en cualquier cosa aún a tempranísima edad, incluyendo las bandas hamponiles.

Padecemos un largo y sistemático proceso de destrucción de la dignidad personal, fracturada la relación entre los niveles de instrucción académica y las movilidades sociales que bastante compensó los excesos del rentismo petrolero del siglo pasado. Así como no existen en la práctica los gremios magisteriales bajo la estricta mirada de los funcionarios ministeriales que velan por la “paz laboral”, tampoco constatamos un sentido y sentimiento de igualdad en la era socialista, pues, la prole de los más importantes funcionarios del Estado/partido cursa estudios regulares en las exclusivísimas instituciones de Venezuela y el extranjero.

Hay importantes indicios que conducen a una definitiva transformación de la educación en nuestro país, superadas las actuales y penosas circunstancias, como la contratación particular de los maestros que, por razones pandémicas o salariales, no pudieron ni pueden acudir frecuentemente al salón de clases en el lejano inmueble de todos los suplicios malandriles, por no mencionar el costo del transporte público, por ejemplo. Incluso, es recurrente el pacto con un profesor complementario que ayude en la básica formación matemática del futuro aspirante al aula superior, sabiendo mejor sensibilizados sus padres, es una práctica extendida a las más diversas disciplinas académicas. Acotemos, ya ni siquiera se sabe del peor cursante de bachillerato que ocasionalmente le sonaba García Márquez, tenía noticias de ecuaciones e inecuaciones, acertaba sobre la fotosíntesis y divagaba en torno al  subconsciente; estos, son los tiempos de la promoción forzosa de los educandos.

Digamos de inquietudes que requieren el cauce de una discusión, por muy fastidiosa que parezca a quienes se sienten protagonistas de la hora en los predios de la oposición democrática. Y Carlos Eduardo Herrera, jurista de una larga experiencia en las aulas, aporta un extraordinario título imprimido (SIC) en enero del presente año: “La educación en Venezuela: dos dimensiones de un derecho”, añadida una colaboración especial de Ernesto Blanco Martínez (Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 2022).

Desde la cara perspectiva de los derechos humanos, el servicio público y la libertad de enseñanza, centra principalmente sus reflexiones en el Estado Docente (ED) y sus consecuencias, distinguiendo las concepciones extrema, moderada y radical  (50 ss.). Valga acotar, por doquier se encuentran voces que creen toda una novedad el ED para contraponerlo al socialismo del siglo XXI que lo ha realizado tan completamente hasta arribar a su descomposición aún en nombre de la sociedad de la información, convertidos los llamados Infocentros en un inviable negocio de ocasión; miserable y hambrienta buena parte de su población, por lo menos, India puede colocar un artefacto en suelo lunar.

Ya no existe –afirma el autor- el bloque de la constitucionalidad, violados los tratados y convenios internacionales relacionados con los derechos humanos, y, una poderosa intuición, tampoco existe Estado o suficiente Estado (63 s.) para que haya ED en los más exhaustivos términos de la vigente Ley Orgánica de Educación (96 ss.). El desmontaje del ED implica un inmenso desafío en torno a las variadas fuentes de financiamiento y al redimensionamiento institucional del Estado (121-151), siendo indispensable la recuperación de la capacidad de concebir, diseñar, implementar y evaluar sendas políticas públicas en reemplazo de las tales misiones que las caricaturizan en las antípodas de un populismo irredento.

De tan profundo calado, todavía sufrimos la hipoteca del ED, apenas, políticamente cuestionado a finales de los ochenta y principios de los noventa de la anterior centuria con la propuesta de la Sociedad Docente que supusimos ahora olvidada. No queda otra alternativa para la dirigencia política responsable, dinámica y creadora, que la de auspiciar una discusión a fondo en la materia que incluye el (re)descubrimientos de importantes herramientas que, en su momento,  hizo que Chávez Frías vetara la Ley de Universidades que él había ordenado sancionar por su oficina parlamentaria, en diciembre de 2010 (90), recordando el pavoroso desaprendizaje que hemos sufrido respecto a la defensa de la autonomía universitaria.

Ampliamente recomendada, la obra en cuestión es una magnífica contribución a esa tan indispensable tarea de repensar y de rehacer en el terreno educativo.  Una cierta debilidad del capítulo dedicado a la sociedad de la información (75-83), es largamente compensada por el vigor de aquél extendido sobre la justicia administrativa en el ámbito de la educación y la efectiva tutela judicial del derecho a educar y a educarse (153—189, 196-198), términos harto manipulados por una intensa propaganda oficial.

Sentimos que a Carlos Eduardo le quedó bastante en el tintero, y esperamos por otras reflexiones igualmente valiosas que ojalá tiendan a revisar críticamente los procesos constituyentes que derivaron en las cláusulas educativas de 1947, 1961 y 1999.  Llegará el día que será muy feliz regresar a los pupitres, maravillosamente recompensados por la sonrisa generosa de los muchachos.

@Luisbarraganj

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