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La minúscula infinitud

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El arte hace tangible el infinito

Andrei Tarkovsky

¿Cuánta atención se presta a la pequeñez? La pregunta, de por sí, es impertinente. Se admiran los 828 m de altura del Burj Khalifa en Dubái, pero se olvidan sus pequeñeces, cada uno de sus ladrillos, vigas, pernos o tuercas. La grandeza tiene el alma de la pequeñez, solo si se sabe mirar la minúscula infinitud.

¿Cuántos sienten fascinación por lo diminuto… por la mota de polvo suspendida en el haz de luz hablando de sutiles corrientes de aire, por el poro en el ladrillo pontificando sobre la nada, por la gota de rocío en el ápice de la hoja diciendo que la gravedad hace que todo tenga vocación de caída? También están las otras pequeñeces… los miles de llantos amordazados con que se riega la prosperidad de las modernas sociedades… Están esas pequeñeces…

Quizás valga la pena auscultar la grandeza que habla desde los minúsculos prodigios. Si se mira con atención, se notará que todo lo ínfimo tiene un eco de grandeza: en la concha del caracol está la galaxia de Andrómeda, y Saturno se revela palpitante en la piedra lanzada al estanque.

Justo ahora, en alguna habitación, dos cuerpos chocan sin violencia del mismo modo que dentro de 3800 millones de años lo harán Andrómeda y la Vía Láctea. Cuando se toma el segmento principal de All Star, de Smash Mouth, y se rebaja su velocidad a 1/1024 (esto es, a 0,097 % de su velocidad original), se puede volver a escuchar el mismo segmento. La eternidad y lo infinito están esparcidos en torno de todos como migajas. El ser humano vive en un universo fractal, y cada minúsculo detalle es un presentimiento de infinito.

Cuando se aprende a mirar la prodigiosa pequeñez, cada detalle es un pasadizo al infinito… pero hay que entrenar una sensibilidad para apreciar lo pequeño… comenzando por la escucha: oír los matices de los sonidos: volumen, duración, ritmo, altura. Incluso reunirlos en familias de sonidos, separar bien unos de otros hasta afinar la escucha del detalle y conseguir ensamblarlos como un director de orquesta. Si se escucha con atención, el universo es una melodía infinita.

Igual hay que hacer con el resto de los sentidos. Discriminar las variedades de tonos en el atardecer descubriendo la armonía cromática con que se dibuja esa pintura, tarde a tarde, siempre renovada y siempre reveladora. Sentir las distintas texturas y temperaturas de las cortezas de los árboles, los contrastes de aromas y sabores. Todo, absolutamente todo, es susceptible de ser separado en minúsculas infinitudes que luego se ensamblen en otras mayores, y así sucesivamente y por siempre… La especie humana es una pequeña infinitud pensante que, sin embargo, tiene conciencia de los otros prodigios del universo.

En el interior de cada quien reposa la eternidad. Todo el misterio del mundo se alinea con esa eternidad interior. Solo quien ha hospedado en su misterio interior la belleza podrá reconocer su reflejo en el mundo. Cuando ambas armonías —la del mundo y la interna— resuenan, la belleza del mundo se revela a cada quien de modo único.

Quien elige vivir en la perplejidad de las cosas pequeñas descubre la llamada del infinito desde lo ínfimo. Allí habita un presentimiento de eternidad, una certeza de infinito: la llamada de la belleza absoluta… una apelación única en todo el arco de la humanidad.

Solo que hay que escuchar su voz, casi tan inaudible como el chasquido de un copo de nieve al caer, clamando por cada uno desde el nosotros, pues si bien la belleza nunca sobreviene en manada —propugnando la más profunda individuación—, solo es posible revelar el arte en un acto de compleción del nosotros.

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