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Natura non facit saltus

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Natura non facit saltus (‘la naturaleza no obra por saltos’). Este principio es de vieja data, pero se presume que la frase fue acuñada por primera vez en 1613 por el escritor francés Jean Poyet, en su obra Discours véritable de la vie, mort, et des os du géant Theutobocus. Luego fue utilizada por muchos científicos y filósofos, entre los que cabe destacar al naturalista británico John Ray, el físico inglés Isaac Newton, el filósofo alemán Gottfried Leibniz, el naturalista sueco Carlos Linneo, el naturalista Charles Darwin y el economista Alfred Marshall, ambos británicos.

La sentencia se ha utilizado para defender en diversas disciplinas el gradualismo evolutivo. Extrapolada de dicho contexto, podría entenderse también como la posibilidad de alcanzar un objetivo gradual y disciplinadamente; en todo caso, el axioma habla del tiempo en tanto que fiador del hacer.

A la entrada de las Escuelas Menores de la Universidad de Salamanca, está inscrita una sentencia latina que guarda relación con el axioma de Poyet: Quod natura non dat, Salmantica non præstat (‘lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta), en alusión a que la academia no puede subsanar el déficit de facultades del espíritu, que son entendimiento, memoria y voluntad. ¿Cuál es el vínculo entre una y otra frase? Que el tiempo es el marco en el que la voluntad tiene lugar.

La inteligencia está sobrevalorada; la memoria, también; y la voluntad ha devenido en cenicienta del alma mater. De una parte, la razón muestra a dónde deben dirigirse los esfuerzos, pero sin el acto volitivo, carece de valor; de otra parte, la retentiva permite saber dónde estaba el objetivo por si se olvida, pero sin volición, sirve de muy poco recordarlo. En la capacidad de hacer es donde el intelecto y la evocación se unen de un modo efectivo.

La educación, incluso en los modelos constructivistas, es un sistema estructurado en el que el educador fija el norte, de modo que al alumno solo le resta dirigirse a él. Ciertamente, una inteligencia superior le permitirá a un estudiante comprender más aguda y rápidamente el propósito del aprendizaje; pero, en ningún caso, asegurará que este sea alcanzado sin una cierta dosis de voluntad.

En otro orden de ideas, en la vida cotidiana —cuyos problemas no siguen el guion estructurado de la actividad académica—, un plus de inteligencia podría marcar la diferencia entre saber hacia dónde avanzar en pos de la resolución de alguna cuestión o perderse en el marasmo existencial. De todos modos, aun en estos casos, se precisará de fuerza de voluntad para despejar la incógnita del problema y concretar su solución. Hay personas muy inteligentes que deducen de modo brillante cómo resolver un dilema vital, pero a las que después les falta el impulso volitivo para hacerlo realidad.

Regresando al asunto que nos ocupa, la ciencia es un continuum de inteligencia y voluntad que posee dos condiciones inherentes: gradualismo y temporalidad. Todo proceso de encuentro con el saber debe ser progresivo; incluso cuando el educador inicia un tema in media res, (‘en el medio del asunto’), ha de respetar este principio. La gradualidad del conocer es una garantía de aprendizaje sólido y profundo.

El desarrollo educativo ocurre necesariamente sobre una línea de tiempo; este es el fiador del gradualismo didáctico; a tal fin, no sirven los atajos, pues la maduración de cualquier progresión académica requiere de una duración específica. El proceso de aprendizaje no es la consecuencia de saltos abruptos en las dinámicas de apropiación del conocimiento; por el contrario, aquel tiene lugar gradual y rítmicamente; no en vano se advierte con sensata frecuencia que no hay que interrumpir el ritmo de enseñanza, la prosecución escolar.

Casi cuatro décadas después de la frase de Poyet propugnando el gradualismo, el arzobispo anglicano James Ussher publicó en 1650 una cronología según la cual la edad de la Tierra era de 5654 años; un siglo más tarde, el naturalista francés George Cuvier se haría eco de esta perspectiva —convirtiéndose en uno de los primeros defensores del catastrofismo y el más notable—, doctrina en la que los cambios se dan abrupta y violentamente, y que posteriormente permeó, hasta hoy, el tejido social bajo diversas modalidades y enfoques. Las expresiones «se aprende a golpes» o «los golpes enseñan» son notables ejemplos de este paradigma en las consejas populares.

La tentación, precisamente, está en sucumbir al catastrofismo cuando se trata de abordar procesos de enseñanza/aprendizaje; creer que el gradualismo es un desperdicio de tiempo. Con inusitada frecuencia, se escuchan ofertas para precipitar el aprendizaje reduciéndolo a lapsos perentorios de dudosa pertinencia, como si la vida fuera a terminar en breve. Buena parte de la modernidad líquida reposa sobre el frágil capitel de la urgencia. Si el vacío existencial y su consecuente melancolía eran el mal du siècle durante el s. XIX, el aturdimiento existencial y la prisa lo son del actual. Después de todo, quizás una y otra calamidad no sean sino un continuum… porque natura non facit saltus.

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