Dos hombres: uno con cáncer de próstata y otro con hiperplasia prostática.
Dos hombres que se llaman igual. 28 años separan sus diagnósticos. Dos hombres que son padre e hijo. El hijo nunca utilizó su póliza de salud privada, pero con ella ayudó a su padre: extirparon el tumor, lo internaron varias veces y fue hospitalizado en sus últimos años. Murió en 2004, a los 77 años. Desde entonces solo existe un Jorge Coll: ahora tiene 70 años y busca que alguien lo opere en cualquier hospital de Caracas. Ya no tiene seguro médico y su próstata está más grande de lo normal. Por su historial familiar, tiene más probabilidades de desarrollar cáncer.
—No podemos operarte porque no tienes cáncer —le dijo un urólogo en un hospital oncológico de Caracas, el primero donde buscó atención médica—. No tienes que operarte mañana, pero sí pasado mañana.
Durante meses esta frase lo acompañó.
La bolsa
Jorge notó que su orina no salía con fluidez, una condición frecuente en hombres que envejecen. Se acordó de su padre, así que fue de inmediato a un centro médico. Salió con una sonda urinaria: un canal desde la vejiga hasta su pene, por donde ahora viajaría la orina hasta una bolsa recolectora. Utilizó ganchos para sujetarse la bolsa y se vestía con una licra debajo del pantalón para mantenerla en posición. Fuera de casa descargaba la bolsa en baños públicos, aunque a veces no alcanzaba a llegar.
Estando en la calle, caminando, sentía de pronto algo húmedo. Entonces volvía a su casa, calentaba agua y subía a la ducha con un tobo. Con una mano sostenía la bolsa. Con la otra se enjabonaba y echaba agua. Luego limpiaba la sonda con alcohol y agua oxigenada, aunque a veces no fuese suficiente para evitar alguna infección. Ahora tiene antibióticos de reserva.
El problema de la próstata comenzó en 2020, pero un año después recibió el diagnóstico formal en una clínica. Un urólogo confirmó, luego de realizarle varias pruebas, que Jorge tenía hiperplasia prostática —“agrandamiento de la glándula prostática”—.
El médico también trabajaba en el Hospital Universitario de Caracas, un centro que pertenece a la Universidad Central de Venezuela y forma parte del sistema público de salud. Jorge había aprobado ocho semestres en Ingeniería Química en esa casa de estudios, donde también es profesor. Sentía una cercanía afectiva con la universidad.
—Doctor, ¿por qué no me opera ahí?
—Jorge —respondió el urólogo—, el Universitario está muerto. No es que quiera ganarme unos reales operándote aquí. Es que no tengo garantía de hacer una operación en el hospital.
La salud pública en Venezuela era gratuita. Ya no lo es. “Lo que no paga el paciente son los honorarios del cirujano, pero todo lo demás hay que pagarlo”, dice Jorge. Las pólizas privadas —que en su mayoría eran de HCM: hospitalización, cirugía y maternidad— eran una forma de evadir hospitales saturados o limitados en servicio.
“En años anteriores podríamos decir que entre 20 y 30 por ciento de la población estaba asegurada con algún tipo de seguro. Bien sea porque lo contrataban directamente, o porque trabajaban en alguna empresa, organización o institución que les daba un seguro de salud”, dice María del Carmen Bouffard, presidenta ejecutiva de la Cámara de Aseguradores de Venezuela.
70% de los seguros que se solicitaban eran de salud y el resto se compartía entre seguros de automóviles, comerciales, industriales y del hogar. De ese total, dice Bouffard, pudo haberse perdido 50% de la cartera de clientes.
Buena parte de la población asegurada no pudo pagar más pólizas privadas. Sin posibilidad de contar con servicios privados, comenzaron a ir a hospitales públicos. Entonces proliferaron las campañas de recolección de dinero. Algunos simplemente evadieron su dolencia para no pagar consultas o exámenes privados.
“Nosotros estimamos que no más de un 5 por ciento de la población tiene acceso a alguna póliza de seguro. Es un porcentaje muy bajo. En los últimos años ha sido muy difícil para el ciudadano y para el sector asegurador porque hay una pérdida del poder adquisitivo, incluso antes de la pandemia”, dice María del Carmen Bouffard.
Cuando el padre de Jorge murió, las coberturas de salud estaban decayendo. Jorge había trabajado gran parte de su vida en empresas relacionadas con cosmetología, como Wella, Kérastase y L’Oréal, pero las empresas se retiraron del país, perdió su trabajo y con él su seguro médico. Se mantenía con una pequeña fábrica de cosméticos y champú que creó junto a un compañero de trabajo en 2002.
En 2004 Jorge pagó con sus tarjetas de crédito la última hospitalización de su padre, una opción que no tiene disponible ahora porque los bancos eliminaron las tarjetas de crédito y otros no volvieron a subir los límites.
La hiperinflación, tres reconversiones de la moneda, la crisis económica y las políticas monetarias colapsaron el crédito en Venezuela. Las tarjetas no servían ni para comprar un caramelo.
Luego de la muerte del padre vino el cuidado de su madre. Un día se fracturó la pelvis y debía someterse a una operación. Jorge, sin seguro ni empleo en grandes empresas, acudió al Hospital Pérez del Carreño. Una trabajadora ofreció, a cambio de una colaboración, acelerar la operación y la donación de una prótesis.
Luego de semanas de espera, finalmente operaron a la madre. Le donaron la prótesis, muletas y silla de ruedas. “Hubo demora”, recuerda Jorge, “pero la atención fue buena”. En ese entonces, año 2008, habían inaugurado el área de Emergencia para adultos. Prometían “equipos de última tecnología para responder a las necesidades de las personas que acudan a ella, con servicio de imagenología, laboratorio, obstetricia y quirófano”.
Pero la madre se fue deteriorando con el tiempo y una noche, mientras Jorge le daba la cena, murió. La había cuidado por más de diez años. A Jorge le hubiese gustado que muriera con las condiciones de su padre y no en la sala de su casa.
Jorge recordaría aquella situación de “acelerar los procesos” cuando visitó otros hospitales para atender su próstata. Vio que había “una atención VIP” para quienes podían pagar. En todos los hospitales que visitó la situación fue la misma: se levantaba a las 4:00 de la mañana, tomaba un taxi y llegaba a consulta una hora después. Siempre era uno de 30 o 40 pacientes que esperaban ser atendidos. Ahí comenzó su ciclo de esperas.
—En un hospital me dijeron: “Usted tiene mil pacientes por delante nada más para la biopsia”. “Esos mil se transforman en una lista de 5.000 para la operación”. Ellos están atendiendo, pero dan prioridad a casos de vida o muerte. Y tienen razón: porque hay gente que se está muriendo.
Jorge agotó todas las opciones: visitó los hospitales Padre Machado, Vargas, José Ignacio Baldó, Pérez Carreño, Domingo Luciani, Militar, de Coche. Los más grandes de Venezuela. Todos en Caracas.
“No tienes que operarte mañana, pero sí pasado mañana”, la frase seguía resonando.
«Vas a sangrar por lo menos uno o dos días»
—¿Aló, Jorge…?
—No es Jorge. Soy un policía.
Esa mañana había salido al CDI (Centro de Diagnóstico Integral) de El Cementerio, al sur de Caracas. Cada 24 días debía cambiarse la sonda. Lo había hecho el día anterior, pero Jorge sintió presión cuando se sentaba y acudió de nuevo en la mañana.
(Los CDI son centros pequeños que pertenecen a la Misión Barrio Adentro, un sistema creado en 2003 por el expresidente Hugo Chávez. Estos centros tienen atención limitada y no forman parte de la estructura tradicional del sistema de salud público).
El médico que lo atendió dijo que debían cambiar la sonda de nuevo. Jorge compró una segunda sonda. Cuando estaban haciendo el cambio Jorge empezó a sangrar.
—Te vas a tener que ir a otra parte, porque aquí no te puedo solucionar —dijo a Jorge el médico que lo atendía.
—¿No me puedes llevar en una ambulancia?
—No. Resuelve.
Jorge sentía escalofríos. Dolor. Salió del centro. ¿A dónde podía ir? Pensó por unos momentos qué centro estaba más cerca. La situación sería distinta con el viejo seguro de L’Oréal. Solo tendría que llamar por teléfono y vendría una ambulancia. Tendría una lista de clínicas dónde acudir. Tendría una fecha de operación.
Llamó a un vecino y le pidió que lo buscara, pero estaba ocupado y le dijo que le diera media hora. Jorge no quiso esperar y pensó que el Hospital Universitario era la mejor opción, a 2,3 kilómetros de distancia.
Caminó. Se montó en un autobús. Todavía resentía en su canal urinario los efectos del cambio de sonda. Sentía que se desmayaba. Había perdido sangre. El autobús lo dejó a una cuadra del Hospital. Caminó y llegó como pudo a la entrada.
Ahí se desmayó. No escuchó cuando su vecino lo llamó a su teléfono.
—No es Jorge. Soy un policía. El señor se desmayó en la entrada del hospital. Lo van a atender —respondió una voz desconocida al vecino que llamaba para buscarlo.
Cuando Jorge despertó le dieron una lista de insumos médicos que debía comprar. En el hospital no había gasas, analgésicos ni sonda. El vecino le llevó lo que pidieron. Limpiaron con alcohol una herida que ya ardía.
—Te colocaron mal la sonda —dijo el médico que lo atendió—. Tienes todo el tracto urinario maltratado. Vas a sangrar por lo menos uno o dos días.
Fue la tercera sonda que le pusieron en dos días: dos en el CDI de El Cementerio y la otra en el Hospital Universitario.
—Cuando se instala una sonda —explica el urólogo Marcos De Prisco—, debe llegar hasta la vejiga. Luego se infla la punta y se torna redonda, como una chupeta. Así se fija en la vejiga y no se sale. En ocasiones hay quienes inflan el extremo de la sonda dentro de la uretra, antes de llegar a la vejiga, y rompen. Entonces se produce dolor y sangrado. Es como si introdujera algo delgado en la nariz y lo expandiera cuatro centímetros. La rompería.
De Prisco dice que es probable que Jorge perdiera tanta sangre que entró en un estado de anemia y se desmayó.
Jorge estuvo hospitalizado desde las 2:00 de la tarde hasta la 1:00 de la mañana del siguiente día. En su breve estadía, vio bolsas de comida, agua acumulada debajo de las camas de los pacientes.
Los familiares llevaban sus propias colchonetas de cama porque las del hospital estaban podridas. Los controles de los ascensores estaban dañados. Médicos y pacientes gritaban por la puerta del ascensor el piso donde estaban. Si alguien podía oírlos, marcaría desde adentro el piso y llegaría hasta donde ellos estaban. Vio estas escenas repetidas en otros hospitales de Caracas.
Cuando Jorge regresó a casa tenía el pantalón manchado de sangre y heces fecales. Por suerte era miércoles y había agua corriente, uno de los dos días de servicio que tiene en la semana. Se bañó con agua de regadera y se acostó.
Al día siguiente quería descansar, pero sin familiares ni amigos cerca, sin dinero para pedir un delivery, debió levantarse a preparar de comer. Ese jueves no hubo agua. Enfrentó los siguientes días con las reservas que tenía en casa. No bañarse implicaba riesgo de infección. Entonces calentó agua y subió el tobo. Sostuvo la bolsa con una mano y con la otra se enjabonó y echó agua.
—Esos días la pasé muy mal —dice Jorge—. Por suerte mis vecinos me traían sopa y algo de comida.
El mejor día fue ayer
Para Jorge el mejor día fue ayer. Entonces amanece y empieza de nuevo.
En su sala de casa hay un equipo de sonido de cassette donde escucha radio. Hay cigarros y cenicero. Hay libros de álgebra y hojas con ecuaciones matemáticas. Está la silla de ruedas de su madre que Jorge no ha vendido por si algún día la necesita. Hay tres pequeños pizarrones que utiliza para dar cursos de Química, Física y Matemáticas.
Hay indicaciones médicas: “Un par de guantes. Cinco hojas blancas, una carpeta con gancho. Dos teléfonos”, lo último que pidieron en el hospital Miguel Pérez Carreño de Caracas para una evaluación preliminar el 8 de junio de 2023, tres meses después de que acudió a la primera consulta. El Pérez Carreño es un centro tipo IV —los más grandes del país—, donde ahora solo funcionan dos ascensores: uno para el público y el otro para uso interno, según personal consultado.
Hay países que estipulan tiempos de atención estándar por enfermedad para reducir riesgos en la población y garantizar un buen servicio médico. Si Jorge estuviera en Chile, su primera cita debió ocurrir en un lapso no mayor a siete días después de los primeros síntomas. Y tendrían que operarlo en 90 o 180 días después del diagnóstico. En Reino Unido, el Servicio Nacional de Salud establece un tiempo máximo de 18 semanas, desde el día en que se reserva la cita, para tratamientos no urgentes.
En Canadá, aún con retrasos de la pandemia, “la mediana del tiempo de espera para la cirugía de próstata fue de 43 días”, según un reporte de 2021 de Canadian Institute for Health Information.
Pero Jorge está en Caracas y lleva tres años buscando que alguien lo opere. Espera que en su próxima consulta en el Pérez Carreño le fijen una fecha de cirugía. Ya agotó sus ahorros en una biopsia (80 dólares), una resonancia (440 dólares) y un examen de antígeno prostático (27 dólares). Como profesor universitario gana alrededor de 20 dólares al mes. Recibe alrededor de 5 dólares de su pensión de vejez. En esta etapa de su vida lamenta haber vendido aquellos dos vehículos por necesidad, un Ford Fairmont del 78 y un Volkswagen de 76 que lo ayudarían a evitar el transporte público.
—El momento más feliz de mi vida no ha llegado. He tenido momentos felices. Pero los momentos felices son historia. A lo mejor un momento feliz sea cuando salga de un quirófano.
El «milagro»
Luego de la publicación de esta crónica, tres empresas vinculadas al sector salud privado, y sensibilizadas con el caso, se comunicaron con Prodavinci con la disposición de ayudar a Jorge Coll.
En una acción conjunta, el Centro Clínico Fénix Salud, Real Seguros y el Grupo Nueve Once lo asistieron en la realización de exámenes preoperatorios y cubrieron los costos de la cirugía. Jorge fue operado el 6 de junio de 2023 y el personal médico no cobró honorarios para ayudar con el caso.
“El señor Coll tenía una próstata de 120 gramos cuando lo normal son 20”, afirmó la doctora Jeannette López, uróloga que lideró el equipo médico que llevó a cabo la operación.
“También tenía la vejiga desgastada por el esfuerzo de orinar durante todo el tiempo que no pudo operarse. La vejiga trata de responder al bloqueo de la próstata para poder sacar la orina y con el tiempo se vuelve más musculosa y aumenta su diámetro. Entonces no puede distenderse. De no haberse corregido el problema, mandaría esas presiones a los riñones y podría derivar en una insuficiencia renal”.
Jorge se encuentra en su casa recuperándose satisfactoriamente.
—Han sido muchos factores que se conjugaron a mi favor, cosa que agradezco infinitamente —dice Jorge Coll—. Lo que sí es que en la salud pública no iba a conseguir la atención que recibí. Para mis allegados y para mí fue un milagro, después de tres años de penumbra total”.
Por: Ricardo Barbar
* Esta es una historia publicada en el portal Prodavinci como parte de la serie La fábula de salud pública en Venezuela, que cuenta con el apoyo del Pulitzer Center