La protagonista de Diario de una caraqueña por el Lejano Oriente, escrito por Teresa de la Parra y publicado en 1920 en la revista Actualidades, es una viajera sofisticada y un tanto exigente. Le gustan las comodidades, las fiestas con gente distinguida y las expresiones francesas, y se queja del mal olor y la suciedad de algunas urbes que visita. Pero no hace falta tener esa personalidad para seguir sus pasos y recrear el viaje que hizo desde Nueva York hasta la ciudad china de Harbin. Lo que sí se necesita es su mirada curiosa y sus ansias de conocer el mundo.
Esta mujer –identificada solo como señora Bunimowitch– sale de su casa neoyorquina en mayo de 1919 y, después de tomar trenes y barcos, llega a Harbin en septiembre de ese mismo año. En esos cuatro meses descubre ciudades de Hawai, Japón y China. Hoy hacer ese mismo recorrido toma menos tiempo gracias a los avances en transporte.
Primera parada: San Francisco
La señora Bunimowitch hizo un viaje en tren desde Nueva York hasta San Francisco. En el texto –que se basa en cartas enviadas por María, la hermana de Teresa de la Parra– no se menciona exactamente cuánto tiempo demoró este viaje, pero sí dice que salió el 2 de mayo y el 24 de ese mes ya se había ido de la ciudad californiana. Podría decirse, entonces, que tardó unos 20 días en llegar.
Ahora es posible tomar un vuelo entre ambas ciudades, que quedan en extremos opuestos de Estados Unidos, y llegar en apenas seis horas. De todos modos, se puede hacer el viaje en tren. La compañía Amtrak hace este periplo entre dos días y medio y tres días, de acuerdo con la ruta que se escoja. El tren no pasa exactamente por las mismas ciudades que recorrió la protagonista, pero se pueden apreciar unas buenas vistas de algunos paisajes naturales de este país.
Segunda parada: Honolulú, Hawai
Una vez en San Francisco, hay dos opciones. Si se quiere seguir exactamente lo que dice el libro, se puede tomar un crucero hasta Hawai. Princess Cruises, por ejemplo, tiene una opción que va de San Francisco a Honolulú en 4 días y medio, un periplo un par de días más corto que el que hizo la señora Bunimowitch a bordo del buque Venezuela, de la compañía Pacific Mail Co. El problema es que es un viaje de 15 días por varias islas hawaianas con regreso a San Francisco, por lo que se perdería el resto de la ruta original.
Por eso, quizás lo mejor sea tomar un vuelo de ida. Varias aerolíneas ofrecen boletos con escalas, pero Virgin America tiene una opción directa, con un viaje de 5 horas y media. Una vez en Honolulú, en la isla de Oahu, encontrará un sinfín de entretenimientos. Como la protagonista del libro, se puede emprender un paseo a algún paisaje volcánico, como la toba de Diamond Head o Leahi, con una altura de 231,6 metros. Allí, después de subir 175 escalones y pasar por túneles y búnkers militares, contemplará vistas impactantes de la isla.
La señora Bunimowitch estuvo apenas unas horas de paseo en esta ciudad, antes de volver al barco para continuar la travesía. Pero en este caso, ya que se hizo el esfuerzo, lo mejor es disfrutar unos cuantos días del encanto tropical de Oahu y de las otras islas hawaianas.
Tercera parada: Tokio y otras ciudades japonesas
Después de 25 días de viaje en barco, la señora Bunimowitch llegó a Japón. En la actualidad, es posible tomar un vuelo de poco más de 8 horas desde Honolulú hasta Tokio, una ciudad que Bunimowitch describe así: “Se extiende a orillas del Sumida, el Río Sagrado partido mil y mil veces por históricos puentes que desde tiempo inmemorial se miran coquetamente en sus clarísimas aguas”.
Este río, por cierto, se puede recorrer en bus acuático, una buena alternativa para moverse por algunas zonas de la ciudad; por ejemplo, hay una ruta directa desde Asakusa hasta Odaiba. Allí es posible visitar, entre otras cosas, el Miraikan, el Museo Nacional de Ciencias e Innovación. Por supuesto, este lugar no existía en 1919 –se fundó en 2001–, pero vale la pena conocerlo.
Lo que sí estaba en ese momento –y que fue admirado por la señora Bunimowitch– era el Gran Buda, que no queda en Tokio propiamente sino en Kamakura, a menos de una hora de la ciudad.
Ahora, para llegar a Yokohama –otra de las paradas que se menciona en el libro– se puede tomar un tren desde Tokio, que hace un trayecto de 30 minutos a 1 hora, dependiendo de la línea que se seleccione. Esta urbe se muestra muy distinta de la que vio la señora Bunimowitch en 1919. Ella la describió así: “Porque es esta encantadora ciudad, pequeñita y graciosa como una ciudad de muñecas”. Ahora se trata de una metrópoli moderna, con edificios altos, una noria gigante de 112,5 metros y una población de casi 4 millones de habitantes.
Cuarta parada: Harbin, China
Luego de Yokohama, Bunimowitch visitó también las ciudades japonesas de Kioto y Kobe, a las que se puede llegar en tren. Después de tocar puntualmente otras ciudades, llegó a Shanghai. Para seguir sus pasos, lo mejor es tomar un vuelo desde Osaka, a una hora aproximadamente de Kobe, hasta la ciudad más poblada de China.
A la viajera del libro le pareció que Shanghai era absolutamente europea y que casi no se podían ver elementos autóctonos. La urbe mantiene ese espíritu multicultural y esa mezcla fascinante entre oriente y occidente. Para apreciar el contraste, vale la pena visitar, por ejemplo, la zona de Pudong, con edificios muy modernos, y después darse un paseo por la parte vieja, conocida como Nanshi, para experimentar de cerca lo más tradicional de la vida china: aquí hay templos, jardines, sitios de comida y más.
Después de unos días en Shanghai, llega la última escala del viaje: un vuelo hasta Harbin, la capital de la provincia de Heilongjiang. Lo malo de esta ruta es que hay que perderse unas vistas maravillosas y unas cuantas paradas que hace Bunimowitch en barco, pero lo bueno es que se puede llegar en 3 horas. Con raíces rusas en su historia, esta urbe es conocida como la Ciudad del Hielo por sus fuertes inviernos: en enero la media es de -18ºC.
De todos modos, en septiembre, cuando la señora Bunimowitch llegó a esta ciudad, la temperatura era más agradable. Quizás no tanto como en Venezuela, un lugar que tiene una presencia constante durante todo el relato. Porque, como ella misma escribe: “El amor por la tierra es un sentimiento que, por dormido que se halle, se despierta y se exalta con las largas ausencias y las largas distancias”.
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