En el sur de África se encuentra la red de trenes de lujo más asombrosa del mundo. Y lo más llamativo es que nació del sueño de un solo ferroaficionado. Se llama Rohan Vos y a mediados de los años ochenta empezó a renovar trenes para hacerlos circular por estas vías. Como su sueño era también el de otros, en poco tiempo Rovos Rail creció y se convirtió en la principal empresa ferroviaria de lujo en el sur del planeta. Es una especie de Orient Express de las sabanas: refinados vagones que circulan sobre los territorios de caza de manadas de leones.
Los trenes de Rovos recorren todo el sur del continente por las vías que dejó el Imperio Británico. Desde una base en Pretoria llegan hasta Ciudad del Cabo y Durban en Suráfrica pero también hasta Bulawayo y las cataratas Victoria en Zimbabue; hasta Namibia, Angola, Zambia y el lejano puerto de Dar es-Salam, en Tanzania.
La empresa tiene su base, estación y talleres en la capital surafricana. Y es también el punto de partida de los viajes. El predio queda a menos de dos horas de la gigantesca y bulliciosa Johannesburgo. Para llegar hasta las puertas bien custodiadas del recinto se pasa por barrios residenciales, avenidas bordeadas por embajadas y una colina desde la cual cañones victorianos siguen apuntando hacia un improbable enemigo.
Apenas se pasan estas rejas, se entra en el África de las postales de los imperios coloniales. El personal de servicio abunda. El gran salón está ambientado como un club inglés. La única diferencia consiste en los grandes ventiladores que mueven lentamente el aire desde los techos.
Se entra en este mundo sin valijas: quedan en la puerta y reaparecerán directamente en la cabina. Se ingresa en la estación de Rovos como en las novelas de Karen Blixen. El siglo XXI se quedó del otro lado. El ritmo también es retro: de repente todo se vuelve más distendido y más apacible. Mientras se completa el grupo de pasajeros, se toma té con scones, un desayuno victoriano.
Partida. En esta época del año, Pretoria se distingue por el tono azulado que le dan a sus calles miles de jacarandas. En tiempos del apartheid era una ciudad reservada a las poblaciones blancas y es uno de los bastiones del idioma afrikáans, variante de holandés.
Si el viaje en tren empieza temprano, se recomienda pasar la noche anterior en un hotel de Pretoria y no en Johannesburgo. Aunque las ciudades sean cercanas (70 kilómetros), el trafico es denso y el viaje suele demorarse en horarios pico por la mañana.
El traqueteo de los vagones marca el ritmo regular de los tres días de viaje hasta Durban. El tren pasa por las estaciones de Germiston, Volksrut, Ladysmith y Pietermaritzburg.
Entre una parada y otra (para las excursiones y para dejar dormir a los pasajeros por la noche), el tren se abre camino por las colinas del Transvaal, al sur de Pretoria, y cruza el Drakensberg, cadena de montañas bajas pero empinadas.
La vida a bordo se organiza al ritmo de las comidas y en los espacios públicos al final del convoy. Varios vagones sirven de salones y bares y el último tiene una terraza abierta para aprovechar mejor los paisajes.
Sin moverse. La gracia del viaje en tren está en esa sensación de moverse sin moverse, viendo el mundo por las ventanas de los vagones. Aparecen y desaparecen tan pronto pueblos de casitas redondas y techos cónicos de paja como pequeñas ciudades de chapa, como barriadas empobrecidas de América Latina y otras de chalets floridos que parecen injertos de la lejana Europa.
El segundo día se programa la primera parada; un safari de avistaje de animales en la reserva privada de Nambiti. La meta es cumplir con el ritual de los Big Five, tratar de ver durante una sola salida las cinco especies de grandes mamíferos que eran un peligro para los cazadores de antaño: el léon, la pantera, el búfalo, el rinoceronte y el elefante.
El mismo día, por la tarde, se programa la segunda parada y es a elección: otro safari (que no se recomienda por la hora, en el momento de más calor vespertino) o una charla con un historiador local frente a las montañas donde se libraron batallas entre bóers e ingleses a principios del siglo XX.
La tercera parada, en Pietermaritzburg, es una visita al taller Ardmore Ceramics, cuyas figuras de animales se venden en las tiendas de decoración de Johannesburgo y del Cabo.
Al final del tercer día, el tren llega a destino. En Durban, Suráfrica muestra otra de sus múltiples caras. Por razones de seguridad (es una de las ciudades con mayor tasa de criminalidad del país) el turismo se confina a la costanera, a lo largo de la Golden Mile, una playa con juegos y jardines. Los hoteles forman una skyline junto a algunas torres corporativas en segundo plano.