Al imaginar una típica ciudad estadounidense, uno no piensa en casas coloniales con balcones de hierro y colores estridentes, ni restaurantes que sirven platos con mariscos y especias, y donde las hamburguesas son casi mala palabra. Mucho menos un carnaval promiscuo y descontrolado que dura diez días, o con zombies y una fuerte cultura vudú. Tampoco uno imagina una ciudad rodeada de pantanos e invadida de mosquitos, ni que por sus calles con nombres franceses circulan tranvías de madera.
Será por esos rasgos tan lejos del estereotipo que Nueva Orleans o “Nola” es como extranjera para los propios estadounidenses que la visitan. Les seduce el coctel único de culturas que se dio en estas tierras bajo el nivel del mar y a orillas del río Misisipi, mezcla de europeos, negros e indios nativos.
Son famosos sus jazz funerals, donde los familiares del difunto son seguidos por una banda. Camino al cementerio interpretan música triste, a paso lento. Después del sepelio, una corneta indica el cambio de ritmo y empiezan a tocar música alegre. Vuelven bailando y agitando pañuelos. Al muerto se le dice adiós con ruido y parranda. Una celebración de la vida. Y de alguna manera, ése podría ser el lema de Nueva Orleans: pese a la adversidad, la banda sigue tocando.
Acento español. El guía se para frente a una casa del French Quarter y pregunta de qué origen es la arquitectura. La mayoría responde “francés”, y él empieza a señalar las tejas, los ladrillos, los faroles y los patios internos de carácter español. Los turistas se quedan mudos. Entonces explica que aunque el Vieux Carré fue fundado por los franceses en 1718, muchas de sus casas fueron levantadas durante los 40 años de dominio español. Cuando los franceses se cansaron del clima subtropical, en 1803, le vendieron toda Luisiana a Estados Unidos por 15 millones de dólares.
Pero los nuevos habitantes se instalaron al margen del pintoresco French Quarter, que se mantiene intacto hasta los límites de Canal Street, donde se amontonan los edificios espejados y todas las cadenas americanas. Aunque hay una tensión constante entre la preservación y el desarrollo, por ahora viene ganando la primera y cualquier reforma sin permiso puede costar una multa carísima.
El precioso estilo de las casas compensa hasta la decadencia que prima en la Bourbon Street, la peatonal fiestera que propone caminar y emborracharse sin culpa y con la complicidad de una policía relajada, entre clubes de strippers, personajes que piden propinas a cambio de shows bizarros, karaokes y night clubs con luces de neón y ritmos ajenos al jazz.
Muchos aportes. Con la cocina pasó lo mismo que con la arquitectura. Cada inmigrante le agregó algo propio y el resultado es una expresión única. Así lo demuestran las recetas cajun (de los franceses procedentes de Canadá) y créole (de los hijos de los colonos franceses). Ambas cocinas –ricas en productos de mar– se mezclaron, y los esclavos negros aportaron el toque de gracia: las especias y el picante.
Hay que probar las gumbo (sopas espesas) y la jambalaya, parecida a la paella con mariscos. y jamón ahumado. El crawfish, cangrejo de río autóctono, étouffée (estofado) o simplemente hervido con ajo, limón y cayena, es una experiencia religiosa. Los franceses dejaron su huella en los beignets, buñuelos de masa bomba fritos, espolvoreados con azúcar impalpable, y más ricos que las donuts. Un buen lugar para probarlos es el turístico Café Du Monde frente a Jackson Square, mientras pasan carruajes tirados a caballo y algún músico callejero hace sonar su instrumento.
Uno de los que cambió la manera de comer fue Antoine Alciatore, un marsellés que llegó a los 18 años y fundó el restaurante Antoine’s en 1840. Fue el primero en servir platos que hoy son patrimonio de Nola. Su clásico imbatible, las ostras Rockefeller, cocidas con una salsa verde como el color de los dólares, en honor al hombre más rico del mundo, que fue uno de sus habitués.
Antoine’s, como su vecino Arnaud’s, propone alta cocina en salones refinados con luces tenues y mozos old style, que exigen vestirse con lo mejor del equipaje. Brennan’s replica ese estilo suntuoso sobre la coqueta calle Royal, ideal para el brunch dominguero, con sus diez variedades de huevos de los que destacan los Hussard, con tocineta y salsa marchand de vin, además de sus famosas bananas Foster.
No termina acá. Están el muffuletta siciliano (sándwich de salame y provolone) de Central Grocery y los po-boys (poor boys) de Mother’s (sándwiches de pan francés rellenos de camarones rebozados) que inventaron unos conductores de tranvías durante una huelga.
RECUADRO
Un poco más barato
En el French Market, un mercado techado lleno de puestos, se encuentra un poco de todo a precios más módicos y otras carnes exóticas que pueden parecer morbosas, como las hamburguesas de caimán –anunciadas en stands junto a las cabezas del animal– y la sopa de tortuga, que acá son comunes como el pollo. Y, para un buen coctel, uno de los favoritos es el bar giratorio Carousel del hotel Monteleone, donde Truman Capote y William Faulkner alguna vez buscaron inspiración en un Sazerac (whisky de centeno, absenta, limón y toque de Angostura).