Neuquén es tierra de gigantes. En esta provincia argentina en la Patagonia se encontraron los primeros dinosaurios del hemisferio sur a finales del siglo XIX, y es donde también se consiguieron los más grandes del mundo. Pero fue en 1993 cuando se halló el Giganotosaurus carolinii, el carnívoro de mayor tamaño del planeta, y también el Argentinosaurus huinculensis, el herbívoro más grande del mundo. Desde entonces, los hallazgos han continuado y la región ha pasado a ser uno de los hitos clave de la paleontología internacional.
Aunque se sabe que bajo la ciudad de Neuquén, capital de la provincia homónima, puede haber un número amplio de fósiles, si uno quiere ver algo tiene que viajar hacia otros pueblos, porque aquí no tienen dónde mostrarlos.
Uno es Rincón de los Sauces, a casi tres horas y media por carretera, en cuya entrada hay una estatua de hierro que muestra un saurópodo (o dinosaurio de cuello largo). Carlos Fuentes es el director del Museo Municipal Argentino Urquiza, que se creó luego de que en 1996 se encontrara el primer dinosaurio en esta zona.
El museo tiene pasillos ambientados como cavernas. La exhibición –tortugas, cocodrilos, serpientes prehistóricas– es breve y termina en el taller, una especie de galpón con huesos de todo tamaño en el suelo, en repisas y sobre las mesas. “Nos caracterizamos más que nada por los gigantes de cuello largo”, dice Fuentes, y destaca una particularidad: “Mostramos huesos originales. Tenemos la suerte de encontrar esqueletos casi completos”.
Este año el museo espera cambiarse a un espacio más grande para crear un parque temático y así tener una mejor exhibición y atraer más gente. El problema para Rincón es que no está en ninguna ruta usual o de turismo. Los que llegan, vienen específicamente a ver estos dinosaurios.
Pisadas. Uno sabe que llega a Villa El Chocón, a una hora de la ciudad de Neuquén, apenas se acerca al pueblo: desde el bus se ven grandes huellas de dinosaurios pintadas en la carretera.
La parada está frente al lugar al que se dirigen las huellas: el Museo Paleontológico Municipal Ernesto Bachmann. Aunque, en realidad, toda la villa parece un museo.
El Chocón se creó en la década de los setenta cuando se construyó una represa sobre el río Limay. Para los trabajadores se diseñó un poblado de casas blancas con techos rojos, una iglesia, una municipalidad y un centro comercial a orillas del lago artificial Ezequiel Ramos Mexía, el más grande de Suramérica. Hoy la villa es una especie de balneario para la gente de Neuquén.
“Todo cambió; fue un antes y un después”, recuerda Matías García, técnico en paleontología y concejal del pueblo, en el año 1993 cuando Rubén Carolini, un fanático de la paleontología, encontró restos de un inmenso carnívoro que más tarde bautizaría como Giganotosaurus carolinii, el carnívoro más grande del mundo. “Hasta el día de hoy el turista viene por los dinosaurios”.
A partir de allí, nació el museo de El Chocón y la villa se llenó de cabañas para recibir a los curiosos.
Lo primero que se ve en el museo es el esqueleto del Giganotosaurus dispuesto en el suelo. En la sala contigua hay una réplica del animal en pie: mide casi 13 metros de largo y 3,5 metros de alto. “El original nunca se podría parar: pesa mucho y, como es piedra, corres el riesgo de que se rompa. Por eso se hacen réplicas con resina”, explica García.
En el resto de las salas hay más réplicas de ejemplares de esta y otras zonas de Argentina. Ahí se ve la vértebra del Argentinosaurus huinculensis, el herbívoro que se supone es el más grande del planeta (aunque en 2017 se publicó uno más grande en Chubut, el Patagotitan mayorum), que se exhibe en el museo de Plaza Huincul, cerca de aquí, con sus casi 40 metros.
Los restos de dinosaurios no son solo cosa del museo. El Chocón completo es conocido por un hallazgo particular: huellas de estos animales a orillas del lago. Debido al viento de hoy, el cuerpo de agua más bien parece mar. Sin contar un cartel que dice que esto es área protegida, nada más alerta sobre la trascendencia del lugar. Para ver las huellas, se camina sobre una pasarela metálica y se mira hacia abajo. Ahí, casi borradas, se distinguen. “En la zona hay bastantes huellas, pero no de este nivel ni con esta caminata larga”, dice García. El valor de estas pisadas permanece casi oculto, a merced del oleaje del lago que, con marea alta, las cubre.
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