Para tomarle el pulso a Belém –en el mapa, la puerta de entrada al Amazonas brasileño– hay que madrugar. Son las 3:00 am y Josué Amaral da Silva está listo para la aventura. En un taxi, cruzamos la favela de Cremación. El destino es Ver-o-peso: un mercado que se repleta de colores, olores y oficios que le dan vida a la capital del estado de Pará cuando todo el mundo duerme.
Josué conoce cada uno de los rincones de esta enorme feria. Un laberinto sensorial rodeado de boites donde ahogar la noche por pocos pesos. Y donde pescadores y vendedores de frutas y verduras conviven con pasadizos tomados por el crack.
“Siempre es bueno venir con alguien que conozca el lugar. Así te aseguras de salir vivo”, dice Josué.
Bello caos que los pocos turistas que aún tiene Belém suelen apreciar de día, pero que de madrugada se muestra al desnudo, con buques descargando gigantescos y hermosos pescados como la amarela – de hasta 1,30 metros de largo– y decenas de hombres cargando hasta 110 kilos de peces sobre sus cabezas.
En Ver-o-peso, de un lado están los yerbateros ofreciendo desde curar penas de amor hasta la diabetes con brebajes en botellitas. Del otro, el dulzor de la acerola (cereza), la pupunha (pan riberense) o el jambú: planta nativa de la Amazonía brasileña que se usa como condimento de platos tradicionales, o como analgésico natural para tratar el dolor de muelas y de garganta.
“Si lo pruebas, te quedas”, dice Claudio sobre el açaí, fruto que ofrece, y que los paraenses se comen a cucharadas junto con la pescada dorada frita, el arroz, la farofa, la vinagreta y un pote grande de cereales.
Amanecer. La sonrisa de Eliel dos Santos Nascimento aparece pasadas las 5:00 am en Ver-o-peso. A bordo de Perola –la lancha roja que maneja hace 10 años– hace señas para que lo acompañemos a navegar. Su plan es compartir uno de sus grandes tesoros: el amanecer de los papagayos, que ocurre en un punto específico del río Amazonas que solo los locales conocen.
El cielo empieza a clarear y el color lodoso del agua contrasta con las casas en la ribera, donde la ropa tendida o el aullido de perros en muelles sobre palafitos dan señales de que alguien respira allí.
Eliel detiene el motor de la nave. La lancha aún se menea cuando una centena de pájaros verde flúor planea y se posa en los árboles con la luna encima, mientras hacia el este se enarbolan las luces del amanecer. La inmensidad del cantar agudo y profundo de las bandadas ensordece cualquier ruido mental, mientras los cielos se tiñen de calipso hasta quedar cubiertos de pájaros.
Trepador. Son recién pasadas las 6:00 am. Seu Nadir ya está despierto. Delgado y fibroso, como las raíces de los árboles que pueblan la comunidad Boa Vista de Acará, sale de su casa con machete en mano, y nos da la bienvenida.
Seu Nadir nació aquí y apenas recibe visitas. Pero cuando le decimos que buscamos conocer su patio: un bosque con árboles de 15 metros de altura y un ejemplar gigante de samaumeira de 250 años, su rostro solitario y golpeado por la enfermedad de su mujer cambia por el de un maestro de ceremonias.
Lo primero que hace es cortar y pelar exquisitas castañas de Pará, que también devoran un par de papagayos que tiene como mascotas.
Su andar es encorvado. Pero cuando incluso creemos que puede estar cansándose, nos deja boquiabiertos. Seu Nadir se agacha y fabrica una amarra. Con ella se amarra los pies y trepa por las palmas de açaí como un veinteañero.
Llegamos al hotel Beira Rio antes de las 9:00 am y comprobamos con alivio que el desayuno buffet sigue servido. Es hora de preparar la siguiente aventura: un paseo a Marajó, el mayor archipiélago fluviomarino del mundo. Pero los relámpagos acechan. En Belém, de enero a junio, las lluvias son frecuentes y copiosas. Pero con la misma fuerza que rompen rayos sobre la ciudad amazónica, sale el sol.
Entre búfalos. El catamarán sale del puerto de Belém rumbo a Marajó, que no solo destaca por ser una de las mayores islas fluviales del mundo, sino también porque en sus 40.000 m2 hay 600.000 búfalos de agua: el rebaño más grande de Brasil.
Surcar las aguas de las desembocaduras de los ríos Pará y Tocantins, es tan agradable que cuando llegas al Puerto de Camará, en Salvaterra, uno de los poblados más grandes de Marajó, lo haces con las pilas puestas.
Sentados en un boliche que ofrece almuerzo vemos a algunos turistas montar búfalos por las calles, pero nosotros preferimos ir al muelle para abordar una lancha y llegar a la localidad de Soure. Allí seguimos a pie hasta Barra Velha: una playa solitaria de aguas mansas y tibias.
“Bienvenidos al paraíso”, dice Tabaco saliendo de su barraca de palafitos con una cerveza bien helada en las manos. Y entonces solo queda sonreír: el cuerpo mojado y la arena blanca. Nadie en la playa.
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