La década de los ochenta, tan rica en mitología y desenfreno, propició uno de los tantos romances de verano entre los argentinos y Brasil. De un día para otro, embalados por uno de los misteriosos señuelos de la plata dulce, miles de argentinos emprendieron la colonización de las playas de Santa Catarina.
El balneario Camboriú pasó a orbitar en el sueño húmedo de unos cuantos adelantados que se despertaban en chancletas con dos ambientes frente al mar y una caipirinha en cada mano. La ilusión duró más de una década hasta que la economía de la región, fogoneada por la reinversión inmobiliaria, desalentó la permanencia por los costos de mantenimiento, impuestos y nuevos ciclos de acumulación.
La playa encontró nuevos pretendientes. Hoy es otra la ciudad y los mentores de Turismo de Camboriú (a secas, aunque no hay que confundir con el municipio homónimo, un páramo sin costa) bregan por atraer un público más bien familiar, menos aplicado a la fiesta, bajo la premisa de una oferta vasodilatadora para el viajero medio de pareja con hijos: playa más shopping. El destino, mientras tanto, busca trascender el paisaje de rascacielos con vista al mar para ir en busca de otra marca: ocio y playa –incluso de vocación agreste– aptos para todo público.
El entorno se readapta a la nueva línea. El semblante ochentoso se difumina, al igual que los viejos estandartes de la arteria principal de la costa. La obra de arte alusiva a la casa del ex presidente João Goulart, el monumento a los pescadores, la estatua de un perro que fue candidato a diputado y obtuvo 3.000 votos, el mítico hotel Marambaia son apenas fotogramas anacrónicos.
Al balneario Camboriú le sobra infraestructura para albergar al millón de turistas promedio, como mínimo, que recibe por año. Cuenta con restaurantes y lanchonetes para bascular entre una gastronomía con firma al pie y los clásicos de la mesa brasileña, sus delicadezas tropicales y toda la proveeduría del océano.
Para tarjetear a gusto se izaron dos centros comerciales como el Atlántico y el Balneario Shopping. Los bares de copas se multiplican y las discos se ponen al día con los nuevos usos. Hay una peatonal, la Avenida Central, que reviste como el núcleo de la vida social local. El municipio tiene también un anzuelo en la seguridad que brindan calles y playas, incluso de noche.
Carrera. En los bastidores de su monocultivo de real estate –por algo le dicen la Dubai de Brasil– se abren paso rincones más reconciliados con la intimidad, entre la costa y la sombra de la mata atlántica. Además de las concurridas playas del centro, balneario Camboriú, que rivaliza con Florianópolis a la hora de cautivar turistas en los 560 kilómetros de costa del estado, ofrece a solo unos minutos una secuencia de playas de mar azul y aguas cuidadas con celo de orfebre.
La ruta Interpraias, que comunica el municipio con la vecina Itapema, empalma calas y playas de arena blanca a la carta. Solo se puede circular en buses pequeños o en autos particulares, los grandes buses de excursión están vedados. Por el camino puede perfilarse la silueta de la costa desde miradores naturales al borde de la ruta. Como en todo el litoral brasileño, cada una de las playas perfila su propio ritmo de embestidas, tanto para el surfista como para el viandante contemplativo.
El visitante percibe la carrera de los inversores por llegar al cielo. En rigor, 4 de los 10 edificios más altos de Brasil convergen en el municipio. El Millenium Palace, por ahora, mira a sus vecinos y a los de todo el país desde arriba. Con 177 metros y 46 pisos que cuentan con 46 ascensores y 46 piscinas se trata del edificio que sintetiza el espíritu del lugar, a 7 millones de dólares por llave.
Entre los múltiples proyectos de construcción sobresale el de la firma de diseño de autos Pininfarina, un Yacht House para potenciales clientes salidos de la serie Dallas.
RECUADRO
Desde lo alto
Proyectado para conectar Barra Sul con Playa Laranjeiras, el Parque Unipraias ofrece la posibilidad, por medio de bondinhos aéreos (teleféricos) acceder a tres estaciones en las que convergen centro de entretenimiento, patio de comidas, bares y tiendas. En la segunda estación, recostada en el bosque atlántico, hay una tirolesa para osados, un trineo de montaña para hacer la gran Canapino a 60 km por hora y un parque ambiental con senderos para trekkers. De uno de sus miradores se puede otear el skyline de la Playa Central y los alrededores, postal fetiche de la ciudad, en toda su abstracción fotogénica.