La venezolana Luznaily Sulbarán abre su nevera y apenas encuentra un pequeño trozo de queso para acompañar las tradicionales arepas que desayunará junto a sus dos hijas, menores de edad, una fría mañana en Los Teques, la capital del estado de Miranda, cercano a Caracas.
Su despensa está vacía. Su nevera se queda también sin nada una vez se consuma el lácteo del desayuno.
«Me encantaría comer lo que teníamos acostumbrado, que se coman mis hijas unos Corn Flakes con sus respectivas frutas, y al mediodía su carne con arroz, sus plátanos y su vaso de jugo», dice a Efe la mujer sobre la dieta que le gustaría llevar.
Pero cada mañana, cuando prepara los alimentos, los deseos de esta comerciante de 30 años de edad dan al traste. Ni siquiera tiene la posibilidad de escoger, puesto que su despensa está vacía, en un marcado contraste con el abastecimiento general que exhiben cientos de supermercados y abastos a lo largo del país.
Y es que, ahora, el problema para que los venezolanos adquieran alimentos no es la escasez o desabastecimiento en las tiendas, como ocurrió hace unos años, sino la inflación y los altos costos de los productos, si se atiende a sus salarios promedios de apenas un puñado de dólares por mes.
«Que rinda»
Sulbarán habita desde 2013 en un edificio levantado por el plan social Gran Misión Vivienda, que de acuerdo con el régimen venezolano ha entregado casi tres millones de hogares en todo el país.
Cuando recibió el apartamento, sintió que la vida mejoraba. Había vivido más de dos años en un refugio después de que un alud derrumbara su casa y con frecuencia dormía en el suelo para no incomodar el descanso de sus hijas.
Pero nunca le faltó el alimento como ahora, que tiene como preocupación principal que la comida rinda.
Así, su dieta se basa en carbohidratos como harinas, arroz y espaguetis y, de vez en cuando, carnes rojas.
«Vegetales no es muy común que consumamos. Eso cuando compramos carne, que los ligamos para que rinda, y nada de frutas, no consumimos leche tampoco, está muy costosa», dijo resignada. «Si compro la leche, no compro lo demás», explica.
Los niños primero
A pocos metros del apartamento de Sulbarán, su vecina Katiusca Villasmil hace lo imposible para que los cuatro integrantes de su familia, incluida su hija de dos años, consuman los alimentos de una dieta balanceada.
Pero a la hora de repartir los alimentos, la niña siempre va primero y recibe las mejores partes.
«La leche la consume ella, yo no, mi niña toma leche completa pero yo no la consumo porque si la consumo yo, se termina más rápido y no podría comprarla», dice a Efe esta docente de 39 años.
Lo mismo pasa con las frutas, los vegetales, los cereales, los huevos: prioridad para la pequeña y, si sobra algo, comen los adultos.
Por la pandemia, Villasmil hace teletrabajo como maestra y pasa la mayor parte del tiempo en casa, donde hace las veces de tutora personal de 3 niños de su comunidad.
Percibe 6 dólares semanales por este trabajo por la tutoría particular y menos de 3 mensuales por su empleo formal como docente de educación preescolar, ingresos con los que, reconoce, está muy lejos de la dieta ideal que desea para su familia.
«Mi quincena de maestra no llega a nada, solo alcanza para comprar un poco de frutas y quizás un paquetico de galletas, una quincena… son 747.000 bolívares -poco más de 1,3 dólares a la tasa de cambio oficial-«, dice.
Peor suerte
A varios kilómetros de la casa de Villasmil, en el barrio deprimido de Gramoven, en el oeste de Caracas, la joven Maite Molinares se enfrenta cada día a la mayor de las incertidumbres para una madre: no saber si su hija comerá.
Esta colombiana de 19 años de edad vive en una precaria vivienda junto a su hija de 3 años y su pareja, un joven barbero de ingresos variables, pero siempre menores que sus gastos.
«Trabajamos día a día y gastamos como 7 dólares diarios en comida«, dice a Efe la mujer, que tiene 12 años en Venezuela, aunque todavía cuenta como extranjera.
Cada día, explica, desayuna y cena con arepas acompañadas con queso y almuerza arroz con granos. Algunas veces, menos de las quisiera, con carne o pollo.
«Me gustaría consumirlas más a menudo», dice sobre las proteínas animales.
Aunque sus ingresos son superiores a los de Sulbarán y Villasmil, la familia de Molinares parece tener peor suerte en general.
Parte del dinero tiene que destinarse a transporte y reparaciones del hogar. A veces, a atender enfermedades o artículos como pañales, jabones y ropa para su hija en crecimiento.
En 2019, la joven emigró de vuelta a su natal Colombia, donde esperaba tener mejor suerte y prosperar.
Pero no se adaptó y prefirió volver a Venezuela, pese a la severa crisis que sufre el país hace más de un lustro porque en Colombia, dice, hallar empleo le resultó imposible.
¿Dieta calórica? No, dieta en plenitud
Para el director de la ONG Ciudadanía en Acción, Edison Arciniega, la crisis que atraviesa Venezuela ha provocado que cerca del 40% de la población sufra malnutrición, un padecimiento que afecta con mayor fuerza, asegura, a los infantes.
«Podríamos estar regresando a los niveles de anemia de la década de 1950, fundamentalmente por la ausencia de hierro», afirma Arciniega en una entrevista telefónica con Efe.
La ONG que dirige ha compilado datos sobre el impacto en los hogares más humildes del programa social del régimen venezolano conocido como CLAP, que reparte alimentos a bajo coste.
Los paquetes constan, de manera general, de una decena de kilos de carbohidratos como arroz, harinas y espaguetis, por un importe menor al medio dólar.
Pero este programa representa, considera Arciniega, mayoritariamente calorías vacías y no alimentación.
«Es solo ingesta calórica y para los seres humanos la energía no lo es todo, de la misma forma en que para un carro automóvil la energía no lo es todo», asegura.
Es por ello que aboga por lo que denomina una «dieta en plenitud», que garantice el consumo balanceado de alimentos, así como la vuelta a la «dieta amazónica», con alta ingesta de frutas tropicales como la guayaba y la parchita -como se conoce en Venezuela al maracuyá-, fuentes vegetales de hierro.
Además, Arciniega alerta sobre el daño irreparable que puede causar entre los menores la malnutrición.
Un niño malnutrido, asevera, pierde incluso la capacidad de absorber conocimiento, un fenómeno que podría hundir aún más al país en el pantano del atraso.
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