Llegar a Venezuela nos generaba expectativa por las noticias sobre ese país, muchas veces contradictorias entre sí. Serían veinte días de recorridos, entrevistas y -por qué no decirlo- resolver algunos temas personales.
El cálido clima fue una bienvenida increíble, no se podía esperar otra cosa del Caribe, pero el camino del aeropuerto de Maiquetía a Caracas está lleno de cerros que lucen en sus faldas unas típicas casitas que ya no pueden disimular con distintos colores su profunda pobreza.
Una vez instalados, la primera impresión fue muy buena. De hecho, excelente. Colinas de Bello Monte, Las Mercedes, Altamira y algunas otras zonas estaban arregladas, con edificios impactantes a estrenar, una oferta gastronómica de primer nivel en restaurantes repletos de gente y nuevos concesionarios de autos de lujo, incluyendo flamantes Ferrari.
La escasez de alimentos que se vivió por el 2015 no está más. Los supermercados, bien surtidos de productos importados. Eso sí, con precios en dólares -y sus equivalentes en bolívares- a los que no todos pueden acceder. También surgieron “bodegones”, unos comercios con nutrida oferta de vinos, whiskys, quesos importados y otros artículos finos, dirigidos a una elite.
-“Son burbujas”, me advirtió un amigo periodista que gana US$300 al mes, a punta de “tigres” (changas) escribiendo en publicaciones online. “Todo este boom es producto del blanqueo del narcotráfico -me dijo como repitiendo una visión de la oposición, compartida por muchos. “Las calles están despejadas, sin el tráfico caótico de antes, porque no hay plata para la gasolina, ni repuestos para los autos”, agregó.
Los venezolanos pueden comprar gasolina -cuando la hay en los surtidores- a dos precios: en dólares con el valor internacional como referencia (es decir, muy lejos del acceso de las mayorías), y en bolívares, por subsidios disponibles una vez por semana según número de matrícula de cada vehículo, para la que hay que hacer filas interminables desde la madrugada.
Salvo pequeños grupos “colocados” social y económicamente, el resto de los venezolanos vive una pesadilla.
El sueldo mínimo está en el orden de los US$ 5. La administración pública, en el mejor de los casos, paga en el entorno de US$ 50 por mes. Los profesores universitarios cobran US$ 30 mensuales (de más está decir que la educación, como en muchos otros rubros, sufre éxodo masivo). El sector privado recurre a bonos en dólares para tratar de compensar. La pensión de los profesionales jubilados ronda los US$4.
-“Yo, por vivir en el exterior, no pude cobrar mi jubilación en Venezuela durante seis años. Ahora tuve que regresar y me dieron US$ 120 por todos esos años acumulados”, nos contó Antonio, un exfuncionario público venezolano que aspira a emigrar nuevamente.
Uno escucha esos comentarios y se pregunta: ¿cómo vive la gente? Las respuestas rozan matices dantescos: recurren al multiempleo de baja calidad (la gente hace “lo que venga”), viven de los dólares que sus familiares envían desde el exterior intentando estirarlos lo más posible, se amparan en beneficios que aún otorga el gobierno, que son montos que han ido disminuyendo con el tiempo o alimentos de la canasta básica que dejan mucho que desear en cuanto a balance nutricional. Y, lamentablemente, la miseria con cara de hereje lleva a que mucha gente eche mano al ventajismo pequeño, pero constante en las situaciones cotidianas, como la especulación, el regateo, el “tire y afloje” y otras formas mezquinas de negociación.
El centro de Caracas, la zona de Sábana Grande, los barrios tierra adentro y otras partes sumidas en la miseria, desbordan tristeza y personas con un desespero que parece salírseles por los poros.
Ni hablar del interior del país, al que fuimos poco pero bastó ver algunas ciudades aledañas a la capital para hacerse una idea: niños y jóvenes descalzos que se interponen en las rutas, cual alcabalas, queriendo cobrar algún “peaje” (entre propina y coima). Si no lo reciben, bloquean el camino por tiempo indefinido.
Pero no solo piden dinero (saben que la crisis afecta a casi todos y no exigen tanto), sino que les alcanza con recibir “algo”: verduras, harina pan, o cualquier paquete de alguna bolsa de supermercado que uno tenga en la camioneta; son compras condenadas a no llegar al destino original.
El metro de Caracas -otrora ejemplo mundial de eficiencia- funciona sin aire acondicionado, sin avisos publicitarios en su interior, gris con gente hacinada en horas picos, de mirada hacia abajo y en silencio, y donde los vendedores ambulantes -muchos discapacitados- no hacen más que pedir limosna. La sensación de pobreza se nos vuelve prácticamente insoportable.
Da tristeza ver a muchos venezolanos -naturalmente alegres en otras épocas- en esos vagones de opresión y agotamiento. -¿A ti el metro te da la misma sensación de profunda tristeza que a mí?, pregunté.
-“Sí, yo no viajo más en metro, es como entrar a un capítulo del holocausto”, me dijo una caraqueña, en una aparente exageración pero muy vívida.
Nuestros días se sucedieron entre esas “dos Venezuelas”: la de una elite de los llamados “buitres” acoplados al régimen y acusados de fagocitarse las riquezas del país (aunque la elite también está integrada por quienes siempre gozaron de una buena posición y la han mantenido por tener negocios con una “pata en el exterior”), y la Venezuela de los pobres o empobrecidos -la gran mayoría- que recogen lo que dejan los demás y que se rebuscan, se retuerzan y “raspan la olla” -como dicen ellos mismos- en un intento por no desaparecer.
Hay muchas casas y apartamentos vacíos en Caracas, resultado de los 7,7 millones de habitantes que han emigrado.
No todos pagan el condominio (gastos comunes), pero mantienen sus inmuebles sin temor de que sean ocupados ilegalmente, precisamente porque ya no escasea la vivienda. Esto ha contribuido a que el precio de los inmuebles haya caído increíblemente; además, no hay compradores. Una vivienda que en tiempos “normales” en ese país estaba en US$ 200.000, ahora llega, si acaso, a los US$ 70.000.
El crédito hipotecario marca su ausencia. El sistema bancario, que llegó a sus mínimos históricos, no lo está otorgando. La gente entra a una agencia bancaria solo a buscar bolívares en efectivo, sobre todo quienes usan transporte público, porque el resto de las cosas se pagan con dólares, pago móvil o punto de venta.
Son pocos los bancos que aún tienen operativos sus cajeros automáticos. Y la mayoría ha cerrado agencias, por los costos.
Hasta hace pocos años, la gente que emigraba podía vender sus enseres; hoy es más difícil colocarlos. No hay dinero para comprar, o la gente que sí dispone de divisas ya adquirió lo que quería a “precios de gallina flaca”.
Servicios como agua, electricidad, internet, limpieza funcionan en algunas zonas mejor que en otras, siendo la intermitencia y las quejas continuas de los usuarios lo que predomina.
En materia de seguridad, el país ha mejorado; una situación que se explica en que los “malandros y bandas” han emigrado. O -según admite el propio gobierno- han sido neutralizados por operativos policiales y militares “barrio adentro”; un fenómeno que se les estaba escapando de las manos a las autoridades. Y que también podía revertirse en su contra, según nos dijo la líder opositora María Corina Machado, en entrevista con El País.
Las primarias es tema de los círculos más vinculados a la política, académicos y profesionales. La mayoría de la población está más preocupada por el día a día. Literalmente, en qué más pueden hacer para comer.
Leemos que mientras “Últimas Noticias” (diario oficialista) cita las palabras del hombre fuerte del chavismo-madurismo Diosdado Cabello, advirtiendo sobre “el riesgo de lavado en las primarias”, con su frase “estamos obligados a investigar la procedencia y el destino del dinero que reciben los opositores”, el diario El Nacional publica a los opositores señalando al gobierno de “hipócrita, ladrón y violador de derechos humanos”.
En un Yummy Rides (similar al Uber), nos dirigimos finalmente al aeropuerto en Maiquetía, para retornar a Montevideo. El sentimiento de impotencia nos abraza y nos empuja con fuerza contra el counter.
En silencio, como si todavía estuviéramos en el metro de Caracas, pasamos la aduana. Nos detienen para preguntarnos qué nos llevamos. La respuesta fue sencilla: “Ropa, chocolates venezolanos y sentimientos encontrados”. Nos dejaron pasar.