Creer en cosas paranormales parece algo descabellado, hasta que te sucede. Un día escuchas cuentos de camino, historias transmitidas de generación en generación y ocurridas a otras personas en otros tiempos.
A pesar de sentir erizada tu piel mientras escuchas, nunca terminas de creerlo hasta que te sucede a ti. Así le pasó a Daniela.
Al crecer en una casa que era católica, pero con tíos que eran evangélicos y un padre que cree fielmente en la brujería, terminas por sentir que no perteneces a ninguna religión.
Crees en todo y, a su vez, dudas de todo también. Solo algo se mantiene fiel en medio de todo este escenario, la fe en un Dios, en un ser superior creador del cielo y la tierra.
Los días y noches transcurren con normalidad, hasta que un día empiezas a sentir la presencia de otra persona cerca de ti, pero cuando volteas no hay nada. Solo sientes un escalofríos que te recorre el cuerpo entero y la certeza de que había alguien o algo muy cerca, pero ya no está.
Continúas con tus rutinas diarias, con las obligaciones del trabajo, con responsabilidades académicas. Disfrutas de tus días con amigos, conocidos, haciendo tu día a día, tratando siempre de estar en compañía.
Al caer la noche ya no hay manera de evitar la soledad, una a la que no le has temido nunca, pero que ahora se te hace insoportable. Tratas de extender las horas despierta lo más que puedes, hasta que el sueño termina ganando la batalla y caes rendida en los brazos de Morfeo.
Sin embargo, el idílico descanso nunca llega. En medio del sopor que causa el sueño, empiezas a sentir esa presencia que no te ha abandonado, de la que eres más consciente mientras estás entre dormida y despierta.
La presencia
Es una sombra negra que se cierne encima de ti, muy parecida a la de un hombre, muy alto y de la que no puedes escapar. El primer impulso siempre será cubrirte con las sábanas complemente, tratar de olvidar que eso está. Repetirte una y mil veces que esas cosas no existen, que es mentira. ¡No pueden existir!
En el momento empiezas a escuchar pasos, sientes y percibes que se mueven las cosas que te rodean. Un, dos, tres. Esas son las veces que rebota una piedra en el pasillo que conduce a tu habitación.
Con miedo te asomas y ves, la luz se enciende, se vuelve a apagar y se vuelve a encender. El miedo te consume, eres una persona adulta, no deberías creer en eso, pero lo estás viviendo.
Terminas por usar el celular y llamar en la madrugada a una persona que siempre contestará: tú mamá. “Mami, no puedo dormir”, es lo primero que dices apenas escuchas su somnolienta respuesta.
Es un alivio saber que hay otros seres vivos cerca y que tú mamá respondió a tu llamada y llegará a ti. Escuchas ahora los ruidos en su habitación, sus pasos, cuando enciende la luz y cuando abre la puerta. Sigues arropada de pies a cabeza, en esa muralla protectora de sábanas, hasta que tu madre entra en tu cuarto y enciende la luz.
Relatas otra vez todo lo sucedido, no es la primera vez, y dudas, entre el pánico y la esperanza.
—“¿Dejaste la luz del pasillo prendida, verdad?”.
—“No, hija. La luz estaba apagada”.
Pasadas las 3:00 am
Es imposible no ponerte cabizbaja, sentir que todo fue producto de tu imaginación y que te estás volviendo loca. Cuando te atreves a ver la hora, son pasadas las 3:00 am. Es la hora en la que has vivido la misma experiencia en las últimas semanas.
Repites el ritual. Dejas la luz del cuarto encendida, abres espacio en tu cama para que se acomode tu mamá y la obligas a dormir contigo. Pasadas unas horas en las que ni ella ni tú consigues dormir, le dices muy confiada que ya estás tranquila, que se vaya a descansar.
Ya tu día empezó, es otro día en el que sabes que se repetirá la misma experiencia que en semanas anteriores.
Con preocupación en tus familiares empiezas a escuchar consejos que aplicar antes de dormir: “Reza, Daniela, eso siempre funciona, te ayudará a dormir”, te dice tu mamá. Como si no lo hicieras ya.
—“Ora y reprende, que esos son demonios que te vienen a molestar”, te dice tu hermana mayor, que desde hace un tiempo es evangélica.
Después llega tu papá.
—“Hoy pregunté por ti y lo que te pasa, esas son ánimas. Llévate la Biblia, lee el Salmo 91 antes de acostarte, deja la Biblia abierta ahí y colocas las sandalias en cruz.
En la noche completas todos los consejos, sigues uno a uno al pie de la letra. Rezas el Padre Nuestro, también otras oraciones, lees la Biblia y dejas las sandalias en cruz.
Cuatro meses sin dormir
Después de casi cuatros meses sin poder dormir, de noche tras noche de temores e insomnio, por fin logras descansar. A la mañana siguiente no sabes que surtió efecto, pero crees que fue la fe con la que cumpliste cada ritual rigurosamente.
Ocho meses después de que empezarás a vivir esa experiencia, viajas al interior del país a visitar a una de tus hermanas. Es hija del primer matrimonio de tu papá y vive con su madre y su padrastro.
Una tarde te dice que tiene una consulta “con una señora que sabe”. Le costó mucho tiempo conseguir que la atienda, no puede perder la cita, te dice. Así que tienes que acompañarla.
—“¿Cuál de las dos se va a ver?”, dice una señora mayor, de unos 60 años de edad. Vive en una zona alejada de un pueblo al oriente Venezuela, en una casa grande, muy humilde y muy limpia, rodeada de árboles y flores.
Nos guía al jardín, en la parte trasera de la vivienda. Unas escaleras descienden a una pequeña construcción, el olor a incienso y tabaco se percibe en el aire. Puedes ver el altar, santos tantos católicos como de la santería.
Te quedas esperando, durante varios minutos, entretenida en el celular. La energía que se mueve en el ambiente se vuelve pesada, pero no haces caso.
Al fin sales. Sin embargo, en lugar de despedirnos, la señora pide hablar contigo.
—“Niña, te tengo que consultar”.
—“¿A mí, por qué? Yo no vine a eso, señora”.
—“Es rápido, me lo están pidiendo”.
Miro con cara de susto a mi hermana.
—“Anda, Daniela, eso es rápido”.
El corazón te comienza a palpitar a mil por horas, vuelves a sentir un escalofrío que recorre todo tu cuerpo. El miedo se apodera de ti, pero aún con piernas temblorosas pasas a su santuario.
Detallas más de cerca las esculturas de cerámica. Reconoces algunas: la Virgen María, el doctor José Gregorio Hernández, Santa Bárbara. También están María Lionza, el indio Guaicaipuro y el Negro Felipe.
Enciende el tabaco, lo prende y te lo pasa. “Fúmalo”, te dice. Lo tomas con manos temblorosas y lo haces. Inhalas el humo, es amargo y sientes como arde la garganta.
Devuelves el tabaco y lo empieza a leer, algo incomprensible para un ser corriente que solo entiende letras y en español.
—“Niña, quieren que trabajes con ellos, es por eso que no te dejaban dormir”.
No debes tener miedo
¿A qué se refiere esta señora?, te preguntas mentalmente. Pero caes en cuenta, te quedas muda y con mil incógnitas dando vueltas en tu cabeza. ¿Cómo lo supo? ¿Por qué yo? ¿Por qué quieren eso? ¿Qué hago ahora?
—“No tienes que tenerles miedo, no te harán nada”, continúa, la señora.
—“Tú eres materia, por eso percibes los espíritus, por eso los sientes y te buscan. No es nada malo”.
—“Pero señora, a mí no me gusta eso, no me dejan dormir. ¡No me gusta!”.
—“Tranquila, a mí también me pasaba al principio. Veía a los muertos en las casas que visitaba, en la calle, en velorios. No hacen nada”.
¡Qué consuelo! ¡Eso es lo que me faltaba! ¡Ver muertos!
—¿Cómo hago ahora, señora? Estoy muy agradecida, pero no me interesa trabajar con ellos. ¡Con ninguno!
—Bueno, es tu decisión y tienes que decírselos sin mostrarle miedo, se aprovechan de eso.
—¿Cómo?
—Antes de dormirte esta noche, tienes que leer el Salmo 91 de la Biblia y hablarles, le dices que te dejen en paz. Ellos se van a ir.
Y, como de que vuelan, vuelan, esa noche al llegar a la casa de la hermana, Daniela leyó el Salmo 91. Le dijo a los espíritus, con miedo, pero con firmeza, que la dejaran en paz.
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