En la casa en la que creció Priva Zabner de Oziel, Perla para familiares y amigos, el silencio sobre lo que vivió su familia durante el Holocausto, la Shoah en hebreo, fue corto en comparación con otros sobrevivientes. Muchos de los que lograron escapar no hablaron nunca de un tema que es una carga que incluye miedo, incomprensión, dolor, horror.
Pero Rifka Faidengold de Zabner, su madre fallecida en 2011, decidió contar lo que sufrió a toda persona que entrara en su casa porque para ella el mundo debía saber que en la Segunda Guerra Mundial los nazis mataron de manera sistemática a 6 millones de judíos, se estima que 11 millones en total contando las matanzas de polacos, izquierdistas, homosexuales, gitanos, personas con discapacidades físicas y mentales y prisioneros de guerra soviéticos.
Tanto Rifka como Baruch Zabner, su esposo y padre de Priva, fallecido en 1960, estuvieron en campos de concentración nazi, pero no se conocieron en Europa. Ambos coincidieron en Venezuela y reconstruyeron sus vidas luego de ser vejados por los alemanes. Por eso Priva, bioanalista de la Universidad Central de Venezuela y parte de la junta directiva de Espacio Anna Frank, cuenta sus historias primero por separado.
Rifka nació en la ciudad de Edineț, Rumania, hoy día parte de Moldavia, en 1924, y antes de conocer a Baruch estuvo casada con Meyer Birman, con quien vivía en su ciudad natal. En 1941 llegaron los alemanes y se la llevaron con su familia al campo de concentración de Mogilev. En el tercer tomo de Exilio a la vida, publicado por la Unión Israelita de Caracas, Rifka cuenta que allí los torturaron con métodos como quitarles el agua —mucha gente murió de sed—, no les permitían bañarse, por lo que les salieron piojos debido a la suciedad, y pasaban hambre. Faidengold, con poco tiempo de haber quedado encinta, perdió a su bebé.
Después les hicieron caminar largos trayectos por localidades como Skazenetz, donde durmieron en un suelo sucio en un bosque, o Bertuyen, donde los metieron en casas vacías. “Envenenaron las aguas, mucha gente murió. Afuera de las casas había montones de muertos, unos encima de otros: niños, viejos, jóvenes”, narra Rifka en el libro.
Poco tiempo después la llevaron a trabajar en un pueblo que quedaba a siete kilómetros de caminata, con medio kilo de pan que iba comiendo hasta terminarlo; después no tenía nada más para aguantar. Su esposo murió, toda la familia de él fue asesinada en el camino y a Rifka la separaron de sus padres, Alter y Charna. En Bershad, un gueto en el que siguió siendo esclavizada, le dieron una casa y a diario podía comer sopa. Allí, una señora de apellido Zilberberg le contó que sus progenitores, que ella creía muertos, estaban en Mogilev.
Rifka escribió entonces una carta para sus padres que fue entregada gracias a una pequeña comunidad judía que se había formado en Mogilev. Al saber de su hija, Alter le pagó a un emisario para que fuera a Bershad a buscarla con una carta y una foto como fe de vida. Para poder salir de allí, los vecinos la ayudaron vistiéndola con una falda como las que usan las rusas, una chaqueta y un pañuelo, de manera que no la reconocieran como judía. Estuvo ocho días caminando con el mensajero hasta Mogilev, donde logró encontrarse con sus padres.
Cuando el campo fue liberado, Rifka y su familia se trasladaron a su ciudad de origen, donde la casa en la que vivían estaba destruida y la zona ocupada por los soviéticos. “Como mi abuelo sabía hacer vino, se dedicó a eso y logró reunir los rublos para conseguir una documentación clandestina y así logró escapar a París, Francia”, detalla Priva. En Venezuela, desde la década de 1930, ya se encontraban los hermanos de Rifka, Luis y Brana, por lo que Brana y su esposo, por medio de la Cruz Roja, lograron que Rifka viniera al país con sus padres.
Baruch procedía de Ostrowiec, Polonia, y en 1940, cuando ya el nazismo había tomado el poder en Alemania, se lo llevaron al campo de concentración de Skarzysko-Kamienna, en el que lo forzaron a trabajar en la construcción y preparación de bombas submarinas, expuesto al muy tóxico ácido pícrico. “Ese campo de concentración fue luego eliminado y mataron a los que estaban allí, pero algunos se salvaron, entre ellos mi papá”.
De ahí lo trasladaron al complejo de campos de concentración Auschwitz, donde lo integraron al comando de “pelador de papas” identificado con el código B5381. Estuvo ahí seis meses y lo llevaron al campo de concentración de Dora-Nordhausen, que funcionaba anexo al campo de Buchenwald. Baruch fue forzado a trabajar ahí en túneles subterráneos en los que se construían armamentos. Los prisioneros eran esclavizados durante 12 horas y los sacaban a la luz del sol cada 15 días. Por último, el primero de abril de 1945, lo enviaron a Bergen-Belsen para ser liberado 14 días después.
El padre de Priva estuvo casado con una mujer llamada Gutia, con quien tuvo dos hijos: una niña, Pesia, y un varón, Zvi. Los tres fueron asesinados en una matanza en Ostrowiec, un dato que la bioanalista pudo corroborar recientemente luego de una investigación realizada por el periodista Néstor Garrido que apareció en la Revista Zajor, que se especializa en la difusión de información sobre el Comité Venezolano de Yad Vashem—institución creada por Israel para proteger la memoria de las víctimas de la Shoah— y el Holocausto.
Baruch llegó a Venezuela en el barco Margaret Jhonson gracias a que su hermano Abraham —que estaba en el país desde los años 1930 y fue uno de los fundadores de la comunidad Asquezaní de Coro— estableció contactos con instituciones británicas y de rescate de sobrevivientes por medio de las cuales logró localizarlo. Zabner llegó en 1946 a la capital de Falcón y se dedicó al oficio de comerciante viajando por todo el país. En 1948 se trasladó a Caracas, la ciudad en la que conocería a Rifka.
Aquel encuentro ocurrió en la pensión Diamante, en un edificio llamado Luisa ubicado entre las esquinas Altagracia y Salas que todavía sigue allí, la cual regentaba una hermana del abuelo de Priva por parte de mamá, Esther. “Allí acudían sobrevivientes que habían llegado a Venezuela huyendo del nazismo, comían o dormían en habitaciones que les alquilaban. Allí mi mamá se encontró con mi papá, se enamoraron y reconstruyeron sus vidas. Se casaron y tuvieron tres hijos: Isaac, mi persona y Betty, mi hermana menor”.
Baruch, con 51 años de edad, falleció debido a un cáncer de pulmón probablemente provocado por los agentes químicos a los que estuvo expuesto. Priva tenía 6 años y su madre llevaba seis meses de embarazo de la menor de sus hijas. “Mi mamá quedó viuda con tres hijos y echó para adelante”, subraya la bioanalista.
Rifka, a quien Priva define como una guerrera y un heroína, trabajó como encargada de diferentes tiendas. No había nada, afirma, que su madre no pudiera superar. A su padre lo define como un hombre amoroso y trabajador que le enseñó a su familia la importancia de tener un oficio. “Porque te pueden quitar todo, pero no te pueden quitar tus conocimientos. Ese fue su legado, la inteligencia y la capacidad, el emprendimiento luego de haber superado tantas adversidades”. En los últimos meses antes de morir, le contaba Rifka a su hija, Baruch entraba en momentos de delirio atormentado por los maltratos que sufrió en la Shoah. “Él estaba tatuado, llevaba el tatuaje del prisionero B5381 de Auschwitz, y siempre estuvo atormentado por los maltratos a los que se vio sometido”, explica.
Pero el legado de sus padres son especialmente su descendencia, subraya Priva. Baruch venía de una familia de nueve hermanos de los cuales cuatro sobrevivieron: Abraham, que se vino a Venezuela; Miriam y Raquel, que viajaron a Israel, entonces parte de Palestina, y su padre. Destaca entonces el logro de haber dejado en el mundo hijos, nietos, yernos y nueras: Priva tuvo con su esposo Marcos Oziel a Ethy y Bernardo; Bernardo se casó con Elizabeth, y hoy día Priva, a los 71 años, tiene tres nietos, Perla, Esther y Tamar.
“Para mis padres Venezuela era la tierra de gracia que los recibió con los brazos abiertos. De ellos aprendimos solo amor, a construir en el amor. Ellos mismos, quebrados por dentro, fueron resilientes y solo veían desde el presente hacia el horizonte del futuro”.
Para mostrarles a sus hijos lo que vivieron sus abuelos, Priva los llevó al Museo estatal Auschwitz-Birkenau, donde, cuenta, además de verse los zapatos, maletines o cabellos de las víctimas, se “escuchan los gritos del silencio, es de terror”. Porque los nazis, continúa, no solo quisieron matar a los judíos, sino su cultura y sus propiedades. Sus hijos lloraban, explica conmovida Zabner de Oziel. Intentaron buscar las barracas en las que estuvo su padre, pero ya no existen porque mucho fue destruido por los alemanes en un intento por borrar sus crímenes.
Doctora en Inmunología también por la UCV, Priva trabajó por 45 años en el Instituto de Oncología y Hematología del Ministerio de Sanidad. Es docente e investigadora en el área del cáncer, inspirada por la enfermedad que padeció su padre. La vida como difusora de lo ocurrido en el Holocausto se debe a su compromiso como hija de sobrevivientes, pues cree que para evitar otra Shoah se necesita educación sobre los peligros del antisemitismo, el racismo o la xenofobia.
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