Después de tres meses de trajín entre hospitales públicos y CDI sin poder ser atendido, Joel López, venezolano de 63 años de edad, accedió a ir a una clínica en el este de Caracas. Era 18 de marzo y la capital cumplía 48 horas en cuarentena para evitar la propagación del coronavirus.
Sus piernas no le permitían dar un paso más. Su respiración era acelerada, pesada, profunda. Todo su cuerpo estaba hinchado. Pensaba cómo bajar tres pisos para salir del edificio donde vive arrimado luego de ser desalojado de una habitación alquilada en San Blas, Petare. Pensaba que debía esforzarse más, era optar por la vida o por la muerte.
Su hermana, que viajó más de 400 kilómetros para ayudarlo y apoyarlo económicamente, lo esperaba abajo con un taxi que pagó con el dinero que le quedó luego de apartar 2.300.000 bolívares, unos 30 dólares, para los exámenes.
El Metro de Caracas probablemente era la opción más económica que se adaptaba a su bolsillo, pero estaba cerrado para el ciudadano común. Además, por las condiciones críticas en la que se encontraba Joel, esa idea fue descartada.
Diez minutos le tomó llegar al vehículo. Con la paciencia necesaria, el taxista lo esperó para luego emprender el recorrido por una ciudad solitaria envuelta en un ambiente dominguero, pero apenas era miércoles.
Los comercios estaban cerrados. Dos o quizás tres personas caminaban por una acera. Un perro se rascaba el lomo en un callejón, mientras el dueño, un hombre de unos 30 años de edad, hurgaba en la basura.
“Seguro nos paran en la calle los policías”, dijo la hermana de Joel, pero él solo asintió con la cabeza. Su mirada estaba pérdida en aquella ciudad desconocida y su mente entre el dolor de su cuerpo y el recuerdo de su hija que no veía desde hace dos años porque migró a Colombia.
Sin tener inconveniente alguno en el camino llegaron a la clínica. Como pudo, Joel se bajó del carro y entró ante la mirada altiva de los presentes. Pero él solo pensaba en sentarse de nuevo y recobrar el aliento.
De inmediato, su hermana habló con la secretaria, quien también tenía una actitud arrogante, pero supo cómo manejarlo. Canceló, esperó unos minutos y ayudó a Joel a pasar al salón para el examen.
Al terminar, sin esperar mucho tiempo, la secretaria le entregó los resultados, Con otra actitud, más amable y cariñosa, les ofreció los servicios de un cardiólogo, pero al consultar el precio, Joel frució el ceño. Jamás podría pagarlo.
“Muchas gracias”, dijo para despedirse.
Rodeados de personas bondadosas
Mientras en Venezuela se descubrían más casos de coronavirus, los siguientes cinco días de Joel transcurrieron entre el dolor por el padecimiento y la soledad. Los de su hermana entre llamada y llamada para conseguir la cita con un cardiólogo porque en los hospitales solo atendían emergencias y pacients con síntomas de covid-19.
El 23 de marzo, a las 2:47 pm, la hermana de Joel marcó el número indicado: “El precio de la consulta son 15 dólares”. Con una matemática rápida, calculó que sí tenía para cancelarlo. Sin perder tiempo, programó la cita para la mañana siguiente.
Ese día, Joel amaneció ansioso y nervioso. Como todas las noches, no pudo dormir, el problema respiratorio se lo impedía. Cuando se encontraba listo para salir, nuevamente se paró en la puerta pensando cómo bajaría los tres pisos hasta llegar al taxi donde lo esperaba nuevamente su hermana.
Sus piernas estaban más pesadas que la última vez. Sus pulmones parecía que lo rechazaban. Pero nuevamente debía esforzarse.
Caracas, que ya cumplía ocho días en cuarentena, seguía vacía. Pero esa mañana el recorrido era más corto, hasta Candelaria.
Al llegar lo atendió el cardiólogo. El diagnóstico fue edema pulmonar y cardiomegalia, también conocida como corazón grande.
Lo primero que pasó por la mente de Joel fue el recuerdo de su madre, que murió de infarto por la misma patología 24 años atrás.
“Debe cumplir el tratamiento si quiere mejorar y quédese en su casa porque si a usted lo agarra el coronavirus, lo mata”, le dijo el médico, quien -“por humanidad”, pensó Joel- decidió bajar el monto de la consulta a 10 dólares, en ese momento 765.000 bolívares.
“Es mi hermano, tengo que ayudarlo”
Al llegar a casa, la preocupación invadió a la hermana de Joel. Dos preguntas retumbaban en su mente: ¿cómo conseguir el dinero para los medicamentos? ¿Cómo recorrer las farmacias buscando precios bajos, si ella también podía infectarse de covid-19 debido a su edad y a las enfermedades crónicas que también padece?
Con la fe puesta en Dios, decidió aventurarse. “Es mi hermano, tengo que ayudarlo”, respondía a cada persona que le recomendaba que se quedara en casa resguardada.
Entre los nuevos exámenes, el médico le indicó una placa de tórax. Pero no tenía el dinero para pagarla en una clínica privada, por lo que decidió visitar centros públicos.
Tapabocas y guantes para recorrer Caracas
La mujer había oído decir que el uso del tapaboca podría librarla del virus y eso hizo: cogió dos tapabocas, los guantes, y como si se tratase de un arma de protección contra robo o secuestro, guardó un antibacterial en la cartera.
Sin embargo, no encontró ninguna opción. Todos los hospitales de Caracas estaban cerrados.
“Estamos atendiendo puras emergencias y casos de coronavirus. No venga más. Aquí hay coronavirus”, le gritó una enfermera.
Eso no la detuvo. Decidió visitar un Centro de Diagnóstico Integral. Pero la respuesta fue la misma:
“Aquí solo estamos aceptando a pacientes con síntomas de coronavirus”, le dijo una persona en la puerta.
“Entonces, ¿las personas que están enfermas se mueren?”, preguntó la hermana de Joel llena de impotencia. No recibió respuesta.
Una empleada del CDI, conmovida por las palabras de la mujer, le dijo que podía ayudarle, pero debía hacerse pasar por un familiar de ella.
Sin pensarlo dos veces, llamó a Joel y así logró que le hicieran la placa.
Con la ayuda de familiares, recolectó el dinero con el fin de adquirir costosos medicamentos para el tratamiento en algunas farmacias de Caracas. Era jueves 26 de marzo.
Con un silencio ensordecedor a las 11:00 de la noche, Joel comprendió que estuvo al borde de la muerte. Se sentía cansado, pero su cuerpo comenzaba a sentir los beneficios de las medicinas. Estaba seguro de que al día siguiente amanecería mejor.
Se preguntó si alguien lo extrañaría en ese momento. Nuevamente pensó en la sonrisa de su hija. Cerró los ojos y soñó que tocaba sus manos. Quizás sí lo recuerda.