Martín, de 10 años de edad, excava con sus primos de 9 y 11 en una mina a cielo abierto en El Callao, pueblo de Venezuela ensordecido por el estruendo de molinos que trituran piedras para buscar oro. No sabe leer, pero detecta con rapidez trazas doradas en la tierra.
Sacar oro en los polvorientos asentamientos de este pueblo del estado Bolívar empieza como un juego para los niños, pero termina siendo cuestión de supervivencia, denuncian activistas de derechos humanos.
Sentados en charcos de lodo, decenas de menores mueven bateas -bandejas de madera utilizadas en la minería artesanal- entre piedras, vidrio y hasta basura en busca de pepitas de oro que se adhieran al mercurio, contaminante y nocivo para la salud.
Por su tamaño, los chicos se encargan de meterse en hoyos para picar ‘material’, como llaman al metal precioso. Trabajan en cuclillas, sin camisa, arropados por capas de barro.
«Cuando la tierra es como un chicle, viene ‘el material’. Todo lo que pinta lo metemos en un saco y lo lavamos en el agua, lo que es oro se queda pegado del azogue (mercurio)», explica Martín, cuya identidad fue cambiada por seguridad.
Con cubetas metálicas, Martín y sus primos dragan un pozo para evitar que se inunde con agua. Cuando está casi seco comienzan a sacar tierra y piedras sondeando por oro.
Bajo el sol inclemente y la espalda doblada por el saco que lleva a cuestas, el niño camina como puede hacia otro pozo cercano y sigue su «trabajo».
«Las peores condiciones»
Martín vive en El Perú, un caserío en El Callao. Nunca ha ido a la escuela y apenas garabatea su nombre y una que otra palabra. Solo uno de sus primos, el de 9 años, recibe educación «porque su mamá lo obliga».
«Yo prefiero sacar oro que ir a la escuela, mi papá dice que el dinero está en el trabajo», cuenta a la AFP. «Con lo que ganamos aquí yo me compro mis cositas, zapatos, ropa, algunas veces chucherías».
La mayoría de los niños dice que su «sueño» es ser minero.
Carlos Trapani, coordinador general de la ONG Cecodap, defensora de los derechos de niños y adolescentes, explica que el trabajo infantil en las minas se desarrolla bajo «las peores condiciones».
«Hay supuestos de explotación», señala Trapani, autor del informe ‘Peligros y vulneraciones de DDHH de niños, niñas y adolescentes en la frontera y actividades mineras’. «Han normalizado condiciones en las que los niños están evidentemente en riesgo, no solo riesgos de accidentes, enfermedades endémicas, sino también vulnerables a otras formas de violencia como explotación, abuso sexual».
Un millar de niños trabaja en las minas, según el núcleo en esta región de la privada Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).
«Es un tema de supervivencia (…). El entorno familiar se concentra no en impulsar la preparación, la profesionalización, de los chamos (niños), sino en sobrevivir», comenta a la AFP Eumelis Moya, coordinadora del Centro de Derechos Humanos de la UCAB Guayana.
«Yo me he entrevistado con papás (…) que dicen: ‘yo lo prefiero conmigo trabajando que solo en la casa, porque me agarra para la calle y me agarra malas juntas'».
Activistas y ambientalistas denuncian un «ecocidio» por la explotación minera en el sur de Venezuela, así como la presencia de guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes.
«Me ha dado miedo cuando se arman los tiroteos y hay muertos, yo he estado trabajando y pasan cosas así», relata Gustavo, otro niño minero de 11 años.
Las autoridades han reportado la destrucción de numerosos campamentos ilegales, sobre todo en el Parque Nacional Yapacana, en el vecino estado Amazonas, donde la semana pasada murieron dos personas en un enfrentamiento entre mineros ilegales y el Ejército.
«Migrar a la mina»
Gustavo va con una escoba frente a la licorería de El Perú, barriendo el polvo. Llena tres cubetas y va al río con sus tres hermanos, de 8, 11 y 13, para lavarlo con una batea buscando oro.
Como en el pueblo todo se paga en oro, espera que los días de farra hayan caído residuos al suelo.
«El otro día agarré una grama (1 gramo, equivalente a 50 dólares)», cuenta el niño, que trabaja en la mina desde los 6 años y tampoco va a la escuela. «Ese dinero se lo doy a mi mamá para que compre comida y algunas veces nos compra algo a nosotros».
Trapani lamenta que «alumnos y docentes» de escuelas hayan «migrado a la mina» ante la aguda crisis económica del país.
Y la pandemia agravó todo.
La madre de Gustavo, de 28 años y minera desde los 12, explica que fue en ese momento cuando sus hijos abandonaron su educación: «Cuando comenzaron las clases estaban rebeldes, no querían ir y no fueron más».
Espera que, un día, «entren a la escuela de nuevo», pues «siempre hay riesgos» en la mina.