Se cumplen 34 años de la tragedia de El Limón, en el municipio Mario Briceño Iragorry, parte del área metropolitana de Maracay, estado Aragua. Las torrenciales lluvias del 6 de septiembre de 1987 provocaron el desbordamiento del río y colapsaron las montañas del Parque Nacional Henri Pittier.
El deslave inminente y la furia del agua arrasaron con todo lo que había a su paso: dejó alrededor de un centenar de personas fallecidas, decenas de heridos y desaparecidos y miles de damnificados.
José Arreaza tenía 23 años de edad en ese entonces. Había terminado por vacaciones sus estudios en Caracas y viajó a Cantaura, en el estado Anzoátegui, para pasar unos días con su familia y amigos.
“Faltando unas semanas para mi regreso a Caracas mi madre decidió enviar conmigo a mi hermana menor Fátima, de 12 años de edad, para que pasara el resto de sus vacaciones en casa de mi hermana mayor, en El Limón. Cuando llegamos mi familia se había ido a la playa. Por eso nos quedamos en donde Edita, una vecina, a esperar a que regresaran”, contó.
“Había viajeros comprando en sus carros, jóvenes en su plenitud celebrando, familias con sus hijos aún pequeños, acompañados por sus abuelitos. Esa avenida serpenteada con carros, motos y buses llenos de vida; era el paso de todos los que bajaban de la bahía de Cata. Eran los rezagados que decidieron bajar al encuentro de ese paisaje acogedor que continuaba a través de la montaña”, agregó.
José pensó en ir a la playa a encontrarse con su familia, pero el poco dinero que le había quedado del largo viaje desde Cantaura hasta Maracay se lo dio al taxista que los trasladó hacia El Limón. Así que cruzó con su hermana Fátima la vía hacia un puente de aproximadamente 300 metros.
Pero, a medida de que pasaban las horas, el cielo se tornó oscuro y los pájaros volaban y cantaban desesperados, como un presagio de que algo malo iba a ocurrir. Y así lo comentaban las personas que estaban cerca de José. Temían porque, precisamente, en ese entonces, se había cumplido 33 años de una tragedia.
Estaba lloviendo muy fuerte hacia la montaña y el río comenzó a crecer. El paisaje sorprendente que había cautivado al joven fue desapareciendo. “Noté que las aguas que en otros tiempos observaba cristalinas estaban oscurecidas y, en ellas, miles de hojas secas danzaban con furia”, recordó.
Todos, desde ese lado, veían cómo la fuerza del agua movía grandes piedras y árboles que se desprendieron con sus raíces.
“Pensábamos que el mundo se estaba acabando. Yo estaba sobre el puente y vi cómo el río arrastró las rocas inmensas, se escuchaba el sonido como brasas chispeantes, los postes de electricidad se caían y las guayas se reventaban. Los árboles se doblegaron con la furia. Pensé que no iba a sobrevivir”, manifestó.
José estaba preocupado por su hermana mayor, que se encontraba en la playa con su esposo y sus hijos. Las aguas comenzaron a invadir las calles.
“Cuando nos disponíamos a irnos para la parte trasera de la casa de Edita vi que algo se movía entre el fango. Era una persona que, cuando trataba de levantarse, la fuerza del torrente la tumbaba. Esperé a que pasara cerca para ayudarla. Sentí cómo el lodo mojaba mis zapatos y mi pantalón mientras trataba de no caerme”, expresó.
“Me di cuenta de que era un viejito. Hasta en sus ojos cuando los abría el agua embarrada le entraba. Lo agarré y lo saque hacia la acera. Él se sentó como buscando respiro. No habían pasado cinco minutos y nos sorprendieron unos muchachos que venían corriendo desde la parte de arriba de la avenida: eran sus hijos”, manifestó.
“Presentía que algo no estaba bien”
Iris, la hermana mayor de José, había despertado ese día sin ánimos de salir, pero Telson, su esposo, quería ir con su familia a la playa. Finalmente se animó, no quería quedar como aburrida, y todos fueron.
“Será que en el fondo presentía que algo no estaba bien, un desgano se apoderó de su cuerpo. Ella, una mujer muy espiritual, apegada a las cosas de Dios, con un gran sentido para percibir las cosas cuando algo no estaba bien, le dijo al hombre que no. Pero, para no ser aguafiestas, decidió acompañarlos, así que arreglaron todo lo que llevarían y al rato estaban todos en el carro”, contó.
“El cielo azul apenas se pintaba con la diluida línea del horizonte, todo era una gran tranquilidad, de pronto aquel sosiego se pintó de nubes grises, todo fue tan rápido, que aquel hermoso día se tornó de nubosidades, amenazando con una tormenta muy oscura. Fue como que le dijeron a todos: salgan, corran por sus vidas, y sin mirar atrás la gente salió rápidamente de aquella playa amenazante. No hubo tiempo de comidas ni de nada más. La lluvia caía a torrenciales, era una experiencia aterradora, no había tiempo para pensar”, contó.
Mientras todo eso ocurría, José y Fátima estaban en la platabanda de la vecina. Después, cuando dejó de pasar el lodo, decidió bajar y se dirigió hacia la casa de su hermana mayor, que poco había sido tocada por la avalancha. La electricidad apenas estaba fallando por las caídas de las guayas.
“Encendí la televisión, en los tres canales pasaban las noticias sobre el deslave del río, lo que mostraban no era alertador, pensaba, y rogaba a Dios que mi familia estuviera bien”, dijo.
El deslave: no era ficción
La gente comentaba que la represa de la montaña se iba a reventar. José no sabía de qué hablaban, pero pensar en eso lo angustiaba.
“Miré la televisión al momento en el que pasaban imágenes de la película de Superman. Precisamente se mostraba la escena donde aquella gran represa, la Hoover en el río Colorado de los Estados Unidos, se desmoronaba. Allí estaba el superhéroe para salvar a la gente, pero aquí no había superhéroes, ni estaba el Kalimán de mi infancia. Eso no era la ficción, era la gran realidad, ¡padre santo! Se iba a derrumbar esa represa de un momento a otro y ¿qué íbamos hacer? ¿cuál sería el plan?”, manifestó.
José y su hermana luego recibieron refugio en la casa de Luisa, quien era hermana del exgobernador de la entidad Antonio Aranguren.
“Mientras esto sucedía, en el sitio donde estaba mi familia la lluvia caía a torrenciales en la curvilínea carretera subiendo de Ocumare. Iris llevaba a su pequeña hija a su lado, que no se despegaba de su osito de peluche; atrás iba el resto de los adolescentes”, señaló.
“El agua encharcada bajaba de la montaña trayendo consigo palos y piedras, que por las canales de la carretera eran arrastrados. Telson intuía que algo estaba por venir, dudó por momentos qué decisión tomar: detrás había una cadena de autos, uno tras otro, de igual manera hacia adelante, sin poder avanzar ni retroceder. La carretera parecía un río, así que tomó la decisión de sacar a su familia del carro y, agarrados de la mano, caminaron. La más pequeña en sus brazos lloraba porque había dejado su osito en el carro, su madre al oírla, sin pensarlo regresó a buscarlo”, añadió.
La fuerza del agua estuvo cerca de llevarse arrastrada a Iris. Uno de sus hijos corrió hacia ella para socorrerla. Eran momentos de mucha tensión y angustia, recalcó José.
La familia logró llegar a salvo a un puente, pero no se quedó allí.
“Atrás, llanto, grito y dolor de aquellos que no pudieron evadir la arremetida avalancha de lodo. La gente lloraba la pérdida de alguno de sus seres queridos. No había familia que no se lamentase de haber dejado a uno de los suyos. Iris y Telson no podían creer cómo ellos lo habían logrado. Pero no había que bajar la guardia, un segundo deslave podría ocurrir en algún momento. Y las piedras arrastrándose desde lo alto de la montaña avisaban que ya venía.
Tenían entonces que pasar un peligroso caudal. En eso, una madre se soltó de su hija y terminó envuelta en el torrente de agua. La joven intentó ir tras de ella, pero otra persona lo impidió: no podía hacer nada para rescatarla. Sus desesperados gritos de lamento, afirmó José, resonarían en la memoria de quienes la oyeron.
“Mi familia llegó a un sitio más despejado porque todo era charco y piedras por todos lados, desde allí miraron hacia la parte baja, donde habían estado. El puente, los carros y toda la gente que quedó en ese lugar fueron arrastrados por un segundo deslave que bajó de la montaña. Vieron cómo los carros y la gente se hundían”, recordó.
Se quedaron en ese lugar. No dejaba de llover y la noche cayó. Ellos, aunque estaban a salvo, no sabían qué les tenía deparado el destino.
“La angustia de no saber nada de los míos. No quería pensar nada malo. ‘Tienen que estar bien, no pudo pasarles algo’. Me aferré a esa esperanza. Lloré. Mi hermana menor estaba agotada. La señora Luisa nos preparó una cama para que pasáramos la noche. Me quedé con ella en el comedor, puse mis codos sobre la mesa y lloré”, dijo.
“Me acosté. Al ver que mi pequeña hermana ya dormía, los pensamientos afloraron en mi mente, que, a pesar del agotamiento que tenía, no podía dormir. Cuando estaba a punto de hacerlo me daba una rara sensación de que me caía en un abismo. Mientras que mi familia estaba a esa misma hora en la montaña con frío y hambre”, dijo.
Iris y Telson decidieron caminar por la orilla de la carretera. Podían ver las rocas que quedaron en las cunetas y las ramas de los árboles en ellas. Vieron a un hombre en un jeep que tenía lámparas encendidas alrededor del vehículo y se acercaron a conversar con el desconocido, quien les ofreció café y algo de comer.
“El hombre los atendió como si los estaba esperando en medio de aquella tenebrosa y larga noche para guardarlos del frío. ¿Cómo había llegado allí? Parecía un misterio que solo él sabía y a través de sus ojos resplandecientes mostraban la bondad del creador. El tiempo, los minutos y las horas pasaban lentamente”, manifestó.
Amaneció. El día 7 de septiembre comenzó con un sol radiante que iluminaba toda la montaña y se escuchaban las aves cantando, había una nueva fragancia de todos los aromas del monte, llevados por la suave brisa, describió José. Ese nuevo panorama le daba seguridad a la familia: todo iba a estar bien.
“Motores de helicópteros comenzaron a sentirse a lo lejos. Todos se alegraron, algunos salieron de sus carros para gritar con mucho entusiasmo. Llegó Defensa Civil y la Guardia Nacional habilitó helipuertos en los miradores cercanos para ayudarlos a bajar hasta El Limón. Había que caminar un buen trecho para llegar al más cercano, donde estaban los helicópteros que los llevarían a casa. No era fácil llegar hasta allá: tenían que caminar sobre carros tapiados por el lodo, con sus ocupantes adentro, desviar la mirada para no horrorizarse con ese dantesco espectáculo debajo de sus pies; a veces descalzos, sin poder evitar pisar una mano saliente o ver un rostro en el que se haya dibujado un último aliento, con sus ojos abiertos”, narró.
Las noticias el 7 de septiembre de 1987 no eran alentadoras para quienes tenían a sus familiares atrapados en las carreteras hacia Ocumare de la Costa. Decían que solo unas pocas personas habían sobrevivido. Esa mañana transcurrió con zozobra para los habitantes de El Limón.
En esa localidad nadie tenía información de sus allegados. José regresó a la casa de su familia y estaba el hermano de Telson, quien se fue hacia la vía de Ocumare: había guardias apostados en una alcabala provisional que no les permitieron continuar hacia la carretera porque estaban bloqueadas por los derrumbes.
“¡Cómo quería ver mi familia bajar de uno de esos helicópteros para correr abrazarlos! Vi muchos abrazos entre llantos de alegrías de la gente que esperaba. Me angustié aún más al no ver a los míos. Mientras nosotros tratábamos de buscar una información certera, en la montaña todos trataban de ser los primeros en abordar los helicópteros. Telson e Iris junto a su familia ya estaban en un mirador ayudados por la gente de Defensa Civil, y con ellos mucha gente varada”, recordó.
Su cuñado y un centenar de hombres decidieron bajar caminando, mientras que Iris se quedó en el lugar con las adolescentes.
“Llegamos nuevamente a la casa, con los ánimos en el suelo, sin mucha esperanza de verlos nuevamente. Encendí la televisión. No podía dar crédito a lo que veía: eran mis sobrinas bajando del helicóptero. Corrimos a Los Apamates, que era el centro de acopio que se habilitó para recibir a todos los damnificados y sobrevivientes. Al llegar las encontramos. Les preguntábamos por los demás, pero ellas no hacían más que llorar”, dijo.
“Telson con su hijo Stewart y su amigo Salín caminaban por aquel sendero desgastado por la furia del deslave. Ellos, junto a los demás hombres que iban en esa cruzada, se dieron cuenta de la gran magnitud de ese evento. Todo un día caminando. Se hizo de noche y, a lo lejos, vieron la luz de la improvisada alcabala. Lo habían logrado”, añadió.
Las mujeres organizaron comedores en sus casas. La de Iris y Telson se convirtió en un centro de acopio para alimentar a quienes más lo necesitaban.
Sus vidas continuaron.
José ahora tiene 57 años de edad. Escribió lo que ocurrió, según lo que ha quedado en su memoria. Lo recuerda con mucha intensidad por estos días que, además de cumplirse 34 años de la tragedia de El Limón, varias zonas del país se han visto afectadas por las lluvias, al menos 20 de muertos y decenas de heridos y damnificados.
“Mi hermanita Fátima se hizo mujer, se casó y tuvo dos niños: Alejandro y Alexander; murió cuando ellos aún eran unos bebés. Iris y Telson se mudaron hacia la parte alta de El Limón donde terminaron de criar a sus hijos, que hoy son profesionales, todos con sus familias también”, finalizó.