Claudia Sierra nunca olvidará aquel día que leyó el famoso libro Lolita, de Vladimir Nobokov. Aquellas líneas la transportaban años atrás cuando era una niña y su padre, Bernardo José Sierra Noguera, comenzó de a poco a abusar de ella.
El texto de Nobokov, de 1955, fue censurado por muchos años. Cuenta la relación entre un adulto y su hijastra. Muchos párrafos la impactaron, pero uno la marcó: “Su mayor tentación era copular con Lolita, pero se conformaba alegremente con tenerla cerca de él. Simplemente rozarla, acariciarla como si fuese un error o torpeza. Eso era suficiente para que su corazón latiera rápidamente y bombeara sangre a sus partes íntimas”.
Esas líneas la transportaron a sus 10 años de edad. Cuando su padre la ridiculizaba en público por su precoz desarrollo físico. No solo contaba a manera de broma a sus familiares que tenía senos grandes para su edad, sino que se refería a ellos como “los cocos”. Todos reían, pero Claudia no.
“Estábamos en la mesa y hacía que se tropezaba con mis senos. Siempre decía: ¡Disculpa, fue un error! Pero ocurría una y otra vez hasta que en algún momento entendí que era intencional”, dijo. Aquel recuerdo, nauseabundo, lo superó tras años ininterrumpidos de terapia.
- Cuando un pervertido te cambia la vida: la historia de José Godoy Jr
- “Sentía como si mi sangre y esperma fueran venenosos”: el hombre que se enteró que tenía VIH “por pura casualidad”
Abusador sexual
A los 5 años de edad Claudia deseaba estar con su padre. No lo conocía. Para ella un padre era una figura ajena que no le pertenecía y por eso siempre preguntaba por él.
“¿Mamá, dónde está mi papá?”, decía.
Nunca había una respuesta clara. De hecho, en clases nunca sabía a quién dibujar en su ausencia. Hasta que un buen día tomaron sus maletas y dejaron Maracay para irse a Barinas. Se instalaron en una casa y allí lo conoció. La familia estaba completa, pero la felicidad duraría solo semanas porque la violencia reemplazó todo.
Golpes, insultos y amenazas eran el día a día. Para Claudia fue horrible crecer así. “Te quieres morir porque piensas que lo único que te puede aliviar es arrancarte la piel sucia. Así se siente, y como muchas personas no se mueren siguen viviendo con esa sensación de suciedad”, contó.
Arte siniestro
Para Claudia el dolor tenía muchas formas de expresión, antes de que los abusos pasaran de palabras sucias a la destrucción de su virginidad. En sus dibujos quedaba reflejado el dolor que callaba. Allí plasmaba imágenes oscuras, trazos fuertes y colores como el negro y rojo abundaban.
“Yo quisiera tener fotos de mis dibujos de la infancia. Eran muy aterradores”, dijo.
Uno de ellos es una figura con los brazos abiertos, explicó: “Parece un alienígena con el pecho abierto, del cual salen unas figuras, como si la piel se estirara metros y metros, para dar paso a un dibujo extraño con garabatos que recuerda a una mitocondria del libro de biología”.
Pero estas imágenes lejos de ser una señal de alarma eran más bien unas “obras de arte”. Así era como su madre las definía. De hecho, se sentía tan orgullosa de ellas que las mandaba a enmarcar y las colgaba en la pared.
“Mira estos dibujos que hizo mi hija. ¿Verdad que son una belleza?”, manifestaba la mujer a cada visita que llegaba.
“Cualquier persona en su sano juicio al ver esos dibujos diría que alguien tiene problemas, pero para ella eran arte puro”, afirmó Claudia.
Degradación
En los años siguientes el padre de Claudia inició un proceso de degradación tanto con su madre como con su propia hija. En ella se enfocaba siempre. Al hermano menor no lo agredía: “Ese era su hijo, su varón. Para él mi hermanito era su verdadera sangre. Yo no”.
El llanto y la agresión siempre estaban presentes. No era ella. Era él. “Para mí eso no tenía ningún sentido, aunque fuese una niña. De la nada comenzaba a llorar en el carro y luego me insultaba y decía que se iba a ir a navegar por el mar Caribe”, contó.
Aquellos insultos continuados funcionaban como un lavado de cerebro. Claudia se lo creía todo.
“Todo estará bien”
Cuando Claudia tenía 12 años de edad ocurrió lo que ya se veía venir. Era una noche de agosto en la que su madre se había ido a Maracay a visitar a su familia por un mes. Demasiado tiempo para que Claudia y su hermano quedaran solos con su padre.
“En ese mes estuvimos encerrados gran parte del tiempo. Él se iba y nos dejaba cuatro o cinco días en la casa, y si regresaba era para llevar huevos, pan y queso, nada más. Yo no sé si se iba a ver con alguien más o se drogaba, porque siempre se drogaba”, recordó.
Ella estaba en la cama de sus padres, junto a su hermano menor, viendo televisión. Indicó que se quedó dormida. Mientras dormitaba sintió algo en sus pies y despertó sobresaltada. Al mirar a un lado, su hermano ya no estaba, pero al ver al frente se topó con la silueta de su papá. La miraba fijamente como si devorara sus sueños.
Estaba llorando, tal como había pasado en otras oportunidades. A su corta edad ya sabía que algo no andaba bien.
Ahora, de adulta, leyendo Lolita entiende todo. “Yo soy un experto en llorar mientras me excito”, decía Humbert, el protagonista. “Esas personas no sienten tristeza, no sienten nada, están vacíos por dentro”, manifestó Claudia.
Ese día ella estaba en bata y eso lo hizo todo más fácil. Y así fue como aquel hombre abusó de su hija. Claudia estaba petrificada. Su corazón se aceleraba más y de sus ojos brotaban las lágrimas.
“¿Por qué lloras? No te estoy haciendo nada malo. Papá no te va a lastimar”, dijo el hombre.
Pero mintió. Vinieron las bofetadas. Luego ella cayó y no supo más sino hasta el día siguiente, cuando se encontró adolorida en medio del piso frío.
Al intentar levantarse advirtió las primeras señales de algo que no podía estar bien. “Me dolía el vientre, las piernas me temblaban. Tenía que caminar sujetándome a las paredes para poder avanzar. Me sentía desgarrada. Ni siquiera me imaginaba que mi padre me había devorado por dentro. Me había arrancado la vida”, expresó.
- Informe de la OEA: Cierre de fronteras lleva a venezolanos a huir por trochas o rutas marítimas peligrosas
- Unos 1.100 niños venezolanos se encuentran bajo protección del Estado colombiano
Impura, sucia, dañada
Claudia se percató de que su bata estaba manchada de sangre y al salir de la habitación se topó con Bernardo en compañía de su hermano menor, con el que desayunaba plácidamente. En ese momento la miró de arriba abajo.
“Ve a bañarte”, le dijo, como si no hubiese pasado nada.
Cuando le preguntó por qué sentía tanto dolor en el estómago, su agresor le respondió mintiendo: “Te estás desarrollando. Te vas a volver una mujer”.
Aunque Claudia no estaba segura de lo que había pasado, se sentía terriblemente mal: “Me quería morir. Me sentía muerta en vida, muy sucia, la piel me molestaba. Era como si mi cuerpo no me pertenecía. Por eso fui corriendo al abasto más cercano, compré unas hojillas y me corté. Eso me hizo sentir que todo el dolor se iba”.
Claudia narró el horror que vivió en el libro Relatos de una abusada. En su portada muestra la cicatriz que le quedó.
Marcas
Claudia quedó con muchas marcas en su vida: bulimia, anorexia, depresión y autoflagelación, por ejemplo. Aunque su padre nunca más se le acercó, dormir era reencontrarse con sus demonios.
“Esta historia nunca tiene un final feliz. La terapia nunca te termina de curar porque siempre vives los efectos del estrés postraumático, la ansiedad o la desconfianza. Me he gastado miles de dólares durante más de cuatro años de terapia y aquí sigo sufriendo. Hay días que me siento mal. Por eso es que hay que hablar las cosas como son, hablar desde la claridad de los hechos no nos victimiza, al contrario, nos hace dejar de serlo porque se habla sin censurar la realidad”, explicó.
“Es agotador que la gente quiera que uno le cuente esta historia desde la suavidad. Señores, este es el abuso sexual y quizás tu hija o hijo lo está viviendo y ni lo sabes”, puntualizó.
A los 17 años de edad, luego de años de sufrimiento, su padre desapareció. “Un día desperté y ya no estaba. Se había ido”, dijo.
El ahora de Claudia
Claudia tiene 33 años de edad. Está divorciada. Fruto de esa relación tiene un hijo.
En medio de la vorágine que fue su vida obtuvo la licenciatura en Tecnología de Alimentos, especializada en grasas y aceites, en la Universidad de Oriente. Por varios años trabajó en algunas empresas en Venezuela hasta que decidió migrar.
Vive en Miami desde hace cinco años. En Estados Unidos se certificó en aromaterapia y psicoaromaterapia del estrés. Da talleres sobre la química de los aceites y cómo se pueden usar.
Hace cuatro años comenzó terapia e hizo consciente todo el dolor que vivió.
“El dolor tan intenso que sentía era solo un recordatorio del amor que le tenía a mis padres. Fue un dolor emocional tan fuerte que aunque traté de procesarlo por partes me hizo alucinar hasta el punto de tener que recibir medicación para esquizofrénicos”, contó.
“Pero ya no hay dolor. Se acabó. No hay dolor, tampoco hay amor; no hay odio ni rabia; ya no espero nada, no hay conexión emocional, no hay sentimientos conectados, no hay nada. No puedo describir con palabras el alivio que siento”, manifestó.