El mundo entero se abrió para Lisett cuando las playas de Anare, pequeña población costera en el norte de Venezuela, volvieron a recibir bañistas. No fue fácil, en tiempos de sofocante crisis económica, resistir siete meses de cierre por la pandemia de covid-19.
«La reapertura de la playa es el mundo entero, el cielo, las estrellas, porque uno sabe que aquí es donde puede ganar algo para llevar para la casa», comentó a AFP Lisett Pinto, enfermera retirada de 53 años de edad cuyo sustento proviene de vender comida en un puesto a la orilla de la playa en Anare.
Los visitantes reaparecen en Anare, localizada a una hora de Caracas por carretera, y otros pueblitos del Litoral Central de Venezuela después de que el régimen permitió reabrir balnearios en una paulatina flexibilización de la cuarentena declarada a mediados de marzo debido al coronavirus.
«No es que uno se va a enriquecer, pero puedes cubrir carencias», continúa Lisett, quien vive con sus dos hijas de 12 y 18 años de edad y una nieta de 6 meses.
Mientras fríe unas empanadas, esta mujer de amplia sonrisa cuenta que a veces les tuvo que dar de comer solamente arroz con una pizca de margarina.
Sus ingresos colapsan sin la playa. Su pensión y su bonificación por 25 años de servicio como enfermera, profesión que debió dejar por problemas cervicales, ni siquiera llegan a 4 dólares mensuales en un país azotado por la hiperinflación y la constante depreciación del bolívar.
Cuando llegan bañistas los fines de semana, en contraste, Lisett puede ganar en su quiosco 20 dólares en un día malo.
Venezuela registra más de 90.000 casos de covid-19 y algo más de 800 muertes, aunque organizaciones como Human Rights Watch (HRW) consideran que las cifras oficiales esconden una realidad mucho peor.
Sin problemas con la ley
Ver a surfistas montando olas es cosa frecuente en Anare, donde la calma se rompe con la llegada de bañistas. El bullicio, sin embargo, puede ser sinónimo de «tranquilidad».
«Da tranquilidad, nos sentimos seguros, porque podemos abrir el negocio y no vamos a tener problemas con la ley», declara a AFP Neomar Romero, un exsurfista de 41 años de edad que solía ganarse la vida vendiendo tablas durante el último boom petrolero de Venezuela, cada vez más lejano. Ahora es pescador y su hijo, de igual nombre, surfea en el extranjero.
La vía rumbo a las costas del Litoral Central está llena de retenes policiales y militares.
Neomar vendía a pescaderías lo que capturaba en su peñero, pero un día le devolvieron su mercancía. Cuando volvía a casa, unos turistas lo abordaron y le pidieron que les cocinara cuatro pescados.
«Les gustó el servicio (…). Le dije a mi esposa: ¿qué te parece si montamos un negocio?», relata en su chiringuito.
El régimen socialista de Nicolás Maduro aplica un sistema de cuarentena que llama 7+7: siete días de confinamiento radical que obliga a cerrar negocios de todo tipo, salvo supermercados, farmacias y establecimientos considerados esenciales, alternados con siete días de flexibilización que permiten abrir el resto de los sectores económicos.
«La semana buena se recauda una plata (…), la semana que no trabajas la tienes que gastar. Es imposible ahorrar», dice Neomar.
«Hay que cuidarse»
Angélica Pérez, una maestra de 37 años de edad, busca ingresos adicionales llevando comida a los bañistas a la orilla de la playa.
Por servir un solo plato a un turista, esta morena de ojos verdes, madre de una niña de 11 años y un niño de 7, recibe lo que gana en un mes dando clases.
«Yo amo lo que hago», dice, negándose a dejar la docencia, pero ahora depende del mar. «Gracias a Dios se han abierto las playas».
Una amiga de Angélica que vende dulces en otro quiosco, Roseiny Medina, de 41 años, espera que la apertura pueda ser permanente pronto. «Uno no come una semana sí y otra semana, no».
Sin embargo, entiende la necesidad de medidas frente al covid-19: «Hay que cuidarse, porque el bolsillo lleno no te va a curar del coronavirus», subrayó.