Roberto Costa seguía en cama. Había pasado la noche inquieto, sin poder descansar bien, pero a las 8:00 de la mañana del 28 de julio ya no podía dormir más. ¿Cómo iba a desconectarse, conciliar el sueño, con esa ansiedad? Afuera, escuchaba un noticiero online que su tío había puesto para saber qué estaba pasando con las elecciones presidenciales de Venezuela. También escuchaba un estruendo de ollas. Era su mamá, de ascendencia italiana, afanada desde temprano para montar una lasaña. Mejor decirlo en criollo: un pasticho. Porque sí, el pasticho es venezolano.
¡Cuánto había anhelado ese día! Ese ruido, los aromas, la vivacidad dominical de la casa en la que creció y de la que había tenido que irse un tiempo atrás. Ahí estaba de nuevo. Era como si el tiempo no hubiese pasado. Salió desde Alemania el 2 de julio y, tras escalas en Cuba y Turquía, aterrizó en Venezuela el 3: fueron 16 horas de vuelo. Había regresado para reencontrarse con su ciudad pero sobre todo para votar. Por eso sentía ese domingo como un día crucial, solemne, decisivo. Finalmente se levantó y desayunó mientras miraba las noticias. A eso de mediodía, salió a su centro de votación.
Caminaba erguido, como sacando el pecho. Revisó la lista de votantes frente a su centro electoral, ubicó la mesa en la que le correspondía ejercer su derecho, y se dedicó a hacer la cola. Estaba larga; le daba la vuelta a la esquina. Había gente que había llegado muy temprano y ahí todavía seguía porque una de las máquinas, decían los funcionarios del Plan República, no servía. Al parecer la estaban reparando. No importaba que avanzara lento. Ahí estaría el tiempo que fuera necesario. De ahí no lo iba a mover ni el sol quemante ni nada.
Nueve años es casi una década. Podría decirse que nueve años es casi media vida. Nueve años es el tiempo que Roberto llevaba sin caminar por sus calles. Como quien huye, salió de Venezuela en junio de 2015, unos meses después de haberse graduado como cineasta en la Escuela Nacional de Cine. En ese entonces tenía 24 años y desesperanza y hastío. Por la injusticia, por la política, por el extravío de soluciones. Así que aprovechó que una prima le ofreció recibirlo en Jena, un pueblo al centro-este de Alemania, y se marchó.
Ni siquiera había podido ejercer su carrera. Como estudiante, junto a sus compañeros, habían ideado películas independientes, pero cuando intentaban buscarles financiamiento en instituciones del Estado para producirlas, les decían que si estas no eran sobre el chavismo, el bolivariano, no les podían aprobar ni un centavo. Lograron ejecutar dos proyectos porque le dieron la vuelta para poner el foco en temas que no incomodaban a nadie. Pero no querían seguir silenciándose, dejando de contar lo que quería contar. Un país, sus heridas. Y todos fueron buscando su camino.
En Jena, Roberto no se quedó mucho tiempo. Era un pueblo aislado, sin muchas ofertas laborales. Se mudó a un cuarto pequeño en Berlín y consiguió un puesto en un McDonalds. Era el primer trabajo de su vida. Le incomodaba el uniforme y sobre todo le costaba atender al público. No lograba tomar los pedidos porque aún no terminaba de dominar el idioma. Hasta sus compañeros se burlaban de él.
Pero un día, ellos lo invitaron a una celebración. Aquella noche Roberto escuchó el ritmo de la salsa, y sacó a bailar a alguien, y ahí se volvió un desparpajo. Era el alma de la fiesta. Todos comenzaron a verlo como alguien muy divertido. Y empezaron a ser más amables con él. Hizo amigos en ese McDonalds y terminó quedándose allí por dos años.
Se fue para enfocarse en su carrera. En todo ese tiempo, no había dejado de soñar con escribir, producir y dirigir producciones audiovisuales. Devino entonces en un nómada que saltaba de país en país. Se fue a Argentina: primero a Salta (adonde había migrado su mamá y se quedó con ella una larga temporada); luego a Buenos Aires. Pero ahí tenía los mismos problemas que en Venezuela (inflación, control de cambio, etcétera) así que volvió a cruzar el Atlántico. Se mudó a Parma, Italia, y luego saltó a Madrid. En ningún destino encontraba trabajo fijo, pero agradeció algunas oportunidades. Participó como actor de TV, y logró producir y proponer ideas a productoras independientes. Terminó volviendo a Berlín, donde se enfocó en trabajar como barista, hacer pizzas (y, en sus ratos libres, uno que otro guion).
En ese vaivén, mientras encontraba un lugar en el mundo, trataba de no pensar en Venezuela. A veces es mejor olvidarse de esas cicatrices.
Una era su abuela. Se llamaba Aida Lamus y era presidenta de la Comisión Nacional de Valores de Caracas. Trabajó con el gobierno de Rafael Caldera y también durante el período presidencial de Hugo Chávez. Como era opositora a la llamada revolución bolivariana, la jubilaron. Se puso triste, muy triste.
Antes o después de eso —Roberto no puede recordarlo porque era un niño pequeño— se produjo un paro petrolero. Fueron meses felices en los que jugó mucho con sus primitos porque no tenía que ir a clases, pero después vio a muchos adultos con las caras largas. A su tío, que trabajaba en Pdvsa, lo despidieron y se tuvo que ir de Venezuela.
Fue así que la casa familiar comenzó a vaciarse. Cuatro habitaciones, dos salas y un jardín extenso era demasiado espacio para un niño, hijo único, para el que sus primos eran como hermanos. Se fueron marchando. Hasta que las fotos familiares se redujeron a su mínima expresión: él, la abuela, su mamá y el tío Julio. Ah, y la perrita.
Al vacío de la casa le siguió la inseguridad que la rodeó. Y el miedo, el miedo a andar. Amigos y compañeros del colegio fueron secuestrados en sus propias viviendas, o eran asaltados a mano armada. A Roberto le tocó en 2010: le pusieron una pistola en la cara para robarlo.
A pesar de todo, su familia, su casa, seguía siendo una burbuja. Roberto era alguien rodeado de privilegios. No le faltaba nada. Hacía equitación, tenía una membresía en un club, viajaba. Pero cuando entró en la universidad se dio cuenta de que el país estaba en un despeñadero. Y, de hecho, esa burbuja que lo aislaba estalló y lo dejó a la intemperie.
Cada vez costaba más conseguir comida, porque en los supermercados no había. Las paredes de la casa se comenzaron a deteriorar por la humedad y no podían pintar con la misma frecuencia porque el dinero no alcanzaba. Los servicios básicos eran inestables. La luz se iba, el agua también. Sus amigos comenzaron a salir del país uno tras otro. Hasta que él mismo hizo sus maletas aquel día de 2015 y aterrizó en Alemania.
Poco después, la perrita murió.
Y, al tiempo, falleció la abuela Aida. Tuvo que llorarla a la distancia.
En la quinta donde creció solo quedó el tío Julio. Fue él quien lo recibió en el aeropuerto con abrazos cuando el 3 de julio de 2024 regresó para votar. En el tío Julio se nota el paso del tiempo: lo encontró lleno de arrugas y un poco cansado. De camino a Caracas, le hablaba de los cambios de la ciudad y le mostraba los nuevos edificios de Las Mercedes y los restaurantes. Al pisar su casa, tuvo una sensación extraña: las cosas eran diferentes pero a la vez igual. Su tío había limpiado, había pintado, pero la casa lucía vacía. No había podido ocultar la soledad.
¿Por qué, si se fue tan hastiado; por qué si había tratado de ignorar su pasado, Roberto había decidido volver?
No fue una decisión fácil volver a ver hacia adentro. Primero se negó. En mayo, en una de las tantas conversaciones casuales con su mamá, esta le dijo que quería volver a Venezuela para votar en las elecciones del 28 de julio.
—Esta vez siento que será distinto.
—¿De verdad vamos a jugar a la democracia, mamá?
Ella le dio razones. “Sí, Roberto, claro que vale la pena. Roberto, cada voto cuenta. Roberto, hay que aprovechar esta oportunidad. Roberto, hay que rescatar al país”. Se quedó pensándolo. Y al final, la mamá lo convenció. A Roberto hasta se le ocurrió hacer un documental sobre su regreso casi 10 años después; para contar cómo vivían los venezolanos el proceso electoral. Por redes sociales veía con mucha emoción a María Corina Machado recorriendo pueblos y caseríos. Él mismo se contagió de esa energía.
Pasó de la apatía a decir que vendría a Venezuela por él y por muchos de los 10 mil venezolanos en Alemania que no iban a poder votar porque no lograron cambiar su residencia, pues el Consejo Nacional Electoral les puso trabas para ellos: que tuvieran el pasaporte vigente o que estuvieran en proceso de renovación, cosa que es difícil.
Semanas antes de pisar el país, Roberto habló por WhatsApp con los pocos amigos que todavía tenía aquí. Les preguntaba cómo veían la situación política, si iban a votar y casi todos le respondían:
—No, estás claro de que nos van a robar esa vaina, nos van a joder.
Pero al llegar, los vio llenos de entusiasmo. El mismo ánimo notó en las calles de Caracas cuando empezó a recorrerlas. Visitó el centro de la ciudad, habló con la gente, grabó a muchas personas. Unos le pidieron que tapara sus caras por miedo a la persecución política; otros solo le dieron testimonios por notas de voz; muchos se lo negaron. En sus ojos, en sus palabras, percibió el miedo, pero también la disposición a participar.
Notó el ajetreo, el deterioro del transporte público, lo caro de la vida, pero aun así se sentía conmovido. Escuchar a la gente, volver a amanecer en su casa, en un hogar, ver los colores de esta ciudad, lo llevó a pensar en algo que jamás se le había pasado por la mente: ¿Y si se quedaba? ¿Si volvía a instalarse aquí para ser testigo del renacimiento?
La idea de quedarse en Caracas también resonó en su mamá. Ella también había llegado para votar. Lo hizo unos días después que Roberto. Fue a Maiquetía a recibirla y la abrazó. Candy, una perrita que adoptaron en Salta, también estaba más grande.
En su centro de votación, el tiempo se le pasó rápido porque se dedicó a escuchar las conversaciones alrededor suyo y jugar videojuegos. Hasta que llegado el momento, se paró frente a la máquina, pulsó su opción, tomó la papeleta, la miró —varias veces— y la depositó en la caja.
Al salir, vio a su mamá:
—Ahora toca esperar a ver qué coño hacen estos tipos —le dijo.
Regresaron juntos a su casa, acompañado por su mamá y un amigo que se encargó de documentar esas escenas en el centro electoral. No dejaban de hablar de las elecciones, de los posibles escenarios. Mientras almorzaban el pasticho acompañado de un vaso helado de Pepsi, veían las noticias por YouTube.
—Yo creo que sí vamos a lograrlo.
Después de almorzar, la madre de Roberto fue a votar. La cola había disminuido. Volvió pronto. El internet empezó a fallar por la noche y el tío Julio tuvo que ajustar una antena para ver los resultados por un canal de televisión nacional. Pasadas las 12:00 de la madrugada del 29 de julio, escucharon a Elvis Amoroso, rector del Consejo Nacional Electoral, anunciar el primer boletín. Que el sistema había sufrido un hackeo, dijo; que Nicolás Maduro había sacado 5,15 millones de votos y Edmundo González 4,45 millones.
Roberto y su familia se pusieron iracundos. “¡Fraude, fraude, fraude!”, gritaban. Roberto encendió la cámara y grabó el silencio de las calles. Nadie celebraba. Esa noche tampoco pudo dormir. No hacía sino buscar noticias, reacciones de la oposición. Pensó en que tenía que hacer algo concreto y que la gente no se movería, pero pocas horas después vio videos de vecinos de Petare, Catia y otras zonas manifestando en las calles. Intentó ir a grabarlos.
Al día siguiente, quería dejar de ver noticias, pero no podía. No se enfocaba en otra cosa que no fuera las redes sociales. Leyó todas las declaraciones de Maduro y vio extractos de la proclamación inmediata que hizo el CNE: no podía dejar esa escena por fuera del documental.
También se enteró de que cancelaron los vuelos hacia Panamá y República Dominicana y agradeció que su pasaje de regreso fuera con una aerolínea de origen turco. Le preocupó su mamá, porque ella debe hacer escala en alguno de estos países si decide regresar a Argentina. Todavía no compran el pasaje. Todavía no saben qué harán. En silencio, siguen viendo qué ocurrirá.
—Eres bienvenido a Berlín si no te quieres calar esos seis años más —les dice a sus amigos de Venezuela.
María José Dugarte
Quería ser artista, pero terminé periodista. He escrito para El Estímulo y recorrido comunidades con El Bus TV. Vivo en constante observación para fotografiar y aprender a contar mejor las historias que me conmueven.
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