Las estatuas se erigen cuando el tiempo ha hecho el generoso trabajo de extinguir en el recuerdo todo agravio, toda mezquindad, toda injusticia. Cuando el personaje queda desprovisto de toda condición humana y pasa a representar una idea, ajena a toda pasión. Una idea fría como el mármol o el bronce del que están hechas.
Las estatuas están pensadas para atravesar el tiempo. Por eso están hechas de materiales sólidos, nobles, persistentes, capaces de sobrevivir generaciones de esta fugaz materia que nos constituye. Son acuerdos de una comunidad que siente en esa representación verdades, si no irrefutables, al menos bastante unánimes.
Pero las ideas acerca de lo que quiere un país para sí cambian con el tiempo, por eso lo que hace duraderas a las estatuas no son los materiales con los que están hechos, sino la vigencia de las ideas que representan. Y si algo dirime cuál es la idea de lo que quiere un país para sí, son las elecciones. Son la gran tribuna pública.
Es por eso que esta historia comienza, precisamente, el 28 de julio de 2024, día en que se iban a celebrar una de las elecciones más complejas que le tocaría enfrentar a los venezolanos en los 25 años que tiene el chavismo en el poder.
Desde el momento en que el Consejo Nacional Electoral, al filo de la medianoche de ese día, diera un primer boletín en el que anunciaba a Nicolás Maduro como ganador de las elecciones presidenciales de Venezuela, se iniciaron protestas en muchas ciudades de Venezuela. Según el CNE, Maduro se había impuesto con casi 52 por ciento de los votos y “con tendencia irreversible”, a pesar de afirmar haber procesado solo el 80 por ciento de las actas, lo que significaba más de 2 millones de votos por escrutar, tres veces más de la diferencia que le adjudicaban por sobre Edmundo González Urrutia.
El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social documenta 564 protestas en toda Venezuela, solo entre el 29 y el 30 de julio. Al calor de esas protestas, los manifestantes iban tumbando toda la propaganda electoral de Nicolás Maduro que encontraban a su paso: pendones, gigantografías, vallas…
Y allí el asunto comenzó a escalar.
Esa furia que arremetía contra la iconografía de una campaña ventajista y descomedida, pasó de las vallas a las estatuas de Hugo Chávez. Y fue así cómo, desde esa noche hasta el día siguiente, al menos cinco de ellas, ubicadas en diversas poblaciones del país, fueron derribadas o quemadas. Todas en ciudades que fueron bastiones electorales del chavismo.
Para el 30 de julio, menos de 48 horas después del anuncio del CNE, desaparecieron las estatuas erigidas en Calabozo (estado Guárico), Las Tejerías (estado Aragua), Mariara (estado Carabobo), La Guaira (estado La Guaira) y Coro (estado Falcón), siendo esta la que ofreció a la posteridad la icónica imagen de un manifestante montado en lo alto de la estatua de 3 metros de alto, rebanándola con un mazo. Y a kilómetros, la cabeza de la estatua de Mariara fue remolcada en una moto y paseada por las calles de la encendida población.
Esto del derribo de estatuas en Venezuela durante el período del chavismo tiene un antecedente venido, precisamente, de sus propias filas: el 12 de octubre de 2004, dos años después de que Hugo Chávez firmara un decreto mediante el cual el Día de la Raza pasaría a llamarse Día de la Resistencia Indígena, un grupo de adeptos del chavismo, entre los que estaban funcionarios del gobierno de Chávez, tumbaron la estatua de Cristóbal Colón que estaba en la caraqueña Plaza Venezuela y la llevaron, a manera de ofrenda, hasta un teatro céntrico donde se estaba llevando a cabo un acto en homenaje a la resistencia indígena.
“Lo que hicimos fue armar un juicio a Colón, un juicio simbólico. Luego de la condena, rápidamente se hizo la operación de tumbar la estatua. Unos muchachos que se subieron colocaron unas cuerdas en el cuello de la estatua”, comentó a un diario uno de los presentes.
Tampoco es la primera vez que se tumban estatuas de Chávez. El 24 de abril de 2017 una ubicada en la población de Mariara, estado Carabobo, fue incendiada en medio de las protestas de ese año. Y apenas 11 días después, en un pequeño pueblo del estado Zulia, llamado la Villa del Rosario, un grupo de personas que fueron reprimidas en unas protestas, derribaron una estatua de Chávez ubicada en una plaza pública. Luego de 14 detenidos (uno de ellos incluso iba a ser enjuiciado con un cargo tan inexplicable como “ultraje al centinela”, aunque luego fue puesto en libertad), en menos de 24 horas, y en señal de desagravio, el chavismo colgó un modesto busto, que terminó luciendo desproporcionado para un pedestal que se construyó para albergar una figura a cuerpo completo. Para asegurarse de que no lo volviesen a tumbar, montaron una carpa en la que unos 20 guardias nacionales se mantuvieron durante un tiempo en vigilancia permanente para evitar que volviesen a “profanar al comandante”.
Dos días después, el 7 de mayo, otra estatua ubicada en el sector Tienditas, de Ureña, en el estado Táchira, fue arrancada de su base, sin que se supiera su paradero; y en julio de ese año también fue quemada otra.
En marzo del año siguiente, durante las protestas por los apagones en Sabaneta, en el estado Barinas (lugar donde nació Hugo Chávez, tenido como bastión sagrado del chavismo durante un tiempo), los habitantes quemaron y derribaron su estatua. En julio de ese año, en el estado Zulia, y también durante las protestas por los cortes de energía eléctrica, tumbaron otra que había sido puesta el año anterior. Existen, además, otros registros de estatuas de Chávez vandalizadas en San Félix (estado Bolívar) y en una población del estado Yaracuy.
Ha sido una larga agonía de un imaginario que ha ido lenta e inexorablemente extinguiéndose. Y no ya de las plazas públicas, que es el espacio visible, sino en el sentido de existencia de miles de sus seguidores, decepcionados y fatigados de esperar algo de una revolución que les ofreció el Paraíso; uniéndose al resto de ese país que tomó distancia de lo que percibieron como una religión basada en el resentimiento.
El derribo de estatuas es la respuesta a un monólogo impuesto. ¿Por qué los pueblos las derriban? Así como erigir estatuas es un gesto simbólico, derribarlas también lo es. Y en el terreno del simbolismo, así como a los seguidores del poder les llenó de energía el hecho de que las estatuas fueron hechas para durar, su derribo les hace resquebrajar la fe en esa perdurabilidad.
Por eso son símbolos: porque llevan a palabras esas ideas inexpresables que se sintetizan en la figura de quien las encarnó.
Esta operación simbólica es de vieja data. La figura de Chávez fue usada por el poder para convertirse en exégetas de una religión que intentaron inculcar en la gente. No en vano, a partir de 2013, año en que se anuncia su muerte, el gobierno acudió a la estrategia de pintar sus ojos en varios sitios públicos de las ciudades de Venezuela. Era una forma de decir que nos estaba viendo (una especie de “padre celestial”).
Esa búsqueda de convertir a Chávez en una religión (a la manera de Eva Perón en Argentina) resultó fallida. Muy pronto, lo que la ciudadanía opositora interpretaba como un intento de amedrentamiento y de vigilancia, comenzó a revertirse. Y cuando el pueblo chavista sentía que las acciones del gobierno se alejaban de la concepción que ellos tenían de lo que significó Chávez, empezaron a ver en esa mirada una desaprobación de lo que estaban haciendo con la “revolución”.
El derribo de estatuas como señal de protesta tiene muchos antecedentes en la historia contemporánea. Algunas de ellas, producto de decisiones tomadas por gobiernos que sintieron vergüenza de haberlas mantenido erigidas. Otras han sido el resultado de pulsiones espontáneas. Solo en este siglo, se pueden contar tres casos icónicos. El primero es el de Saddam Hussein, cuya estatua fue derribada en Bagdad en 2003, mientras el tirano estaba por caer. Luego estaría la famosa escultura “El puño de oro”, símbolo de la era de Muammar Khadafi, derribada también durante su caída. Un poco más extemporáneo, pero igual de claro en su mensaje simbólico, fue el derribo de la estatua de Lenin, en Ucrania, en 2013, en protesta por la decisión del gobierno de Víctor Yanukóvich de rechazar un acuerdo comercial con la Unión Europea, a favor de la creación de vínculos más estrechos con Rusia.
Derribar estatuas representa el corte abrupto con una historia oficial con la que los pueblos ya no se sienten identificados. Pero hay también otras lecturas, otras simbologías presentes. Por ello vale la pena resaltar ciertos detalles: las estatuas derribadas en Venezuela eran del Chávez militar. Ese es un elemento a tener presente para indagar en el rechazo de la gente.
Luego está, dado que las ideas son energía en palabras, un elemento más inaprensible, también presente en estas acciones. En la razzia de estatuas derribadas durante las protestas de estos días, se incluyó una que merece mención aparte: la de Coromoto, en Guanare, estado Portuguesa. En un video que muestra la estatua siendo arrastrada en una moto por las calles, se escucha decir a alguien: “Fuera todo pacto. ¡Viva Cristo!”
Lo simbólico tiene un carácter mágico. Da energía a las creencias, por lo que hay gente que tilda a estatuas como esta, o la pirámide que tienen en la entrada de la autopista Valle Coche, a la salida de Caracas, “dominaciones”; es decir, objetos cargados de energía con la capacidad de influir en la voluntad de la población.
Todos estos elementos son valiosos para reflexionar sobre la desproporcionada protección que le están dando a una de las estatuas de Chávez que se mantienen en pie en el estado Nueva Esparta. En un video se puede ver la estatua custodiada por varios anillos militares, para impedir que sea echada abajo. Personas que han pasado por el sector, en días recientes, confirman la presencia de una cantidad desproporcionada de agentes de la policía y de la Guardia Nacional custodiando la imagen, como si se tratase de algo más que una pieza de un material inerte.
En ese terreno de las energías invisibles, es curioso como esa misma noche, mientras se difundía el video de la custodia de la estatua en Nueva Esparta, los habitantes de El Vigía, en el estado Mérida, se organizaron en una vigilia de oración por Venezuela, en torno a un conjunto de velas que, vistas desde arriba, mostraban la palabra Venezuela y la figura de un rosario. Y esa misma noche, en la población de Casanay (Sucre), también hicieron una vigilia de oración por Venezuela.
Los rituales tienen como intención apaciguar la mente y concentrarla en producir una energía común. Es inevitable recordar que María Corina Machado, quien llevaba consigo un rosario en sus visitas a los rincones del país, ha señalado con frecuencia que la lucha también es espiritual.
¿Qué tienen de distinto estos nuevos ataques al imaginario chavista? Que si bien siguen siendo expresión de repudio, tienen un contenido un poco más elaborado: no se destruye la representación de una idea para quedar huérfanos de ellas. El imaginario que ha calado en las calles de ciudades y pueblos de Venezuela lo verbalizó María Corina Machado (a quién es común escuchar que le llamaban, durante la campaña, “María”, a secas, otro elemento simbólico que no se puede soslayar): donde había que ofrecer asistencia porque la gente no podía valerse por sí misma, le antepuso advertir que venía a ofrecer trabajo, no dádivas. Y ante el Chávez que quiso inocular la idea de que ser rico es malo, ella antepuso en una concentración: “¿Qué vaina es esa de que ser rico es malo? No, señor. Ser rico es bueno” (vítores de los presentes). “Rico aquí, aquí y sobre todo aquí” (señalándose consecutivamente en la sien, el corazón y el lugar que ocupa la cartera en los hombres: el bolsillo trasero del pantalón). “Rico para llevar el pan a la casa y cuidar de los nuestros.”
Lo que ofrece un carácter distintivo a la progresiva desaparición del simbolismo chavista representado en las estatuas de Chávez es que se va vaciando de contenido. Para muchos hogares (sobre todo de escasos recursos económicos), Chávez ocupó el espacio del padre, del hombre de la casa. Mandón, arbitrario, violento, pero hombre de la casa al fin. Y así como Chávez supo leer una corriente oculta y la aprovechó a su favor para llegar al poder por las urnas, María Corina Machado hizo lo propio con el momento actual. La gente aprendió la dolorosa lección de un Estado que los sometía a depender de él y ahora solo quiere condiciones idóneas para ser generadora del dinero que le permita atender sus necesidades.
Por eso, no es solo rabia. Es algo más. Es una definitiva ruptura espiritual con un modelo que marcó a buena parte del país durante los últimos 25 años.
Se trata de la extinción de una idea. Que es lo que simbolizan las estatuas.
Héctor Torres
Narrador. Ciudadano neo-punk. Escribo porque no pude ser un pop-star. Sumergido en el cine, la música y todas las formas de contar historias. Autor de Caracas muerde, entre otros títulos. Coeditor de La Vida de Nos.
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