En la falda de una montaña queda esta enorme torre circular gris. Parece un castillo, con influencia Corbusiana. Nueve pisos, 50 mil metros cuadrados. Hay mucho movimiento aquí. Pacientes, muchos pacientes, familiares de esos pacientes, médicos, más médicos, enfermeras, personal de limpieza. En este lugar nacen y mueren la mayoría de los merideños. La vida y la muerte se dan la mano. Es el Instituto Autónomo Hospital Universitario de Los Andes (Iahula).
Dos pisos más arriba de la mezzanina se encuentra la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) Doctor Fernando Gabaldón. Es un semicírculo que conduce a tres salas: una en la que atienden a los adultos, otra en la que reciben a los niños y la tercera hace de sala de espera para los familiares de los ingresados. Allí se desvelan sobre láminas de cartón que extienden en el piso. Pasan los días y las noches pendientes de que alguien aparezca para darle razón de sus seres queridos o instrucciones sobre algún medicamento, algún insumo que deben buscar.
Es frecuente que esto último suceda, porque aquí no hay muchas cosas indispensables. Ni bombas de infusión, ni ventiladores, ni monitores, ni rayos X portátiles, ni ecógrafos (no podía ser de otra manera en un hospital que se sostiene con apenas 0,7% del presupuesto que solicita al gobierno).
Este es el reino del doctor Akbar Fuenmayor. Anda con los bolsillos llenos de chupetas para regalárselas a los niños que llegan a su consulta. No solo atiende pacientes sino que además da clases y asesora las tesis de algunos de sus estudiantes.
Aquí, cada mañana, desde hace 33 años.
Nada lo ha podido arrancar de este lugar.
¿Por qué vuelve?
Esta fue la segunda unidad de cuidados intensivos inaugurada en Venezuela. Vio la luz durante la primera presidencia de Rafael Caldera. En sus inicios, hace 50 años, podía atender diariamente a 30 pacientes, entre niños y adultos, y era una referencia regional. Recibía casos referidos de distintas partes de la región andina. Cuando el doctor Akbar llegó al hospital, hace 33 años, tenía 8 cupos, 75 enfermeras en UCI e intensivistas que venían de Estados Unidos, México y España.
Poco queda de aquella época. De aquí muchos se han ido. Ahora solo hay unas 35 enfermeras y 7 intensivistas: uno de ellos es el doctor Akbar.
Viste una camisa a cuadros debajo de su bata blanca, pantalón y zapatos negros. Acaba de recibir la guardia. Se puso al día con las enfermeras con respecto a los casos críticos. Camina con las manos en los bolsillos por estos pasillos que ha andado y desandado a lo largo de su vida y que no quiere dejar de recorrer.
Aquí venía desde muy niño. Se asomaba por la sala de cardiología mientras que su padre, Abdel Fuenmayor, que era médico de ese servicio, pasaba consulta. Rodeado de colegas de su padre, dejaba volar su imaginación y comenzó a hacerse preguntas complejas sobre el funcionamiento del cuerpo humano y, fascinado, más bien deslumbrado, se le metió en la cabeza la idea de que también quería hacerse doctor.
—¿Qué pasa cuando el corazón se para? —le preguntó un día a su papá, que estaba frente a lo que ahora es el Centro de Investigaciones Cardiovasculares Abdel M. Fuenmayor P.
—Deja de latir, y se detiene el suministro de sangre en el cuerpo —le respondió él.
—¿Y qué doctor ayuda a los pacientes cuando están así?
—Cuando un paciente llega en ese estado entra por emergencia o es llevado directamente a la UCI. En esos lugares tienen las herramientas para salvarle la vida.
—Yo quiero hacer eso, salvar vidas.
—¡Me parece estupendo, hijo! Pero recuerda que no todo es ciencia, también debes mantener la conexión humana.
Aquel niño siguió viniendo al hospital, creció, y sin desvíos en el destino que comenzó a avizorar aquel día, estudió medicina. Nunca dejaría de recordar aquella conversación con su padre que fue el germen de su carrera. La respuesta que le dio su papá comenzó a darle luces acerca de la especialidad que en el futuro iba a escoger.
Las salas de urgencias, la adrenalina, los momentos vertiginosos en los que hay que tomar decisiones rápido y con asertividad para estabilizar a un ser humano en riesgo, vulnerable. Todo eso le parecía fascinante. Al principio, el recién graduado doctor Akbar quería ser emergenciólogo. Estaba dispuesto a cursar esa segunda especialidad. Pero descubrió que había pocos intensivistas. Y, tomando en cuenta que también le gustaban los niños, se fue a Caracas por un tiempo, a hacerse intensivista pediátrico en el Hospital José Manuel de Los Ríos.
Después, en 1990, volvió, como siempre, al Instituto Autónomo Hospital Universitario de Los Andes.
En ese entonces, este centro médico tenía muchos recursos. Incluso, se encontró con que había médicos que llegaban desde el extranjero a ejercer aquí. El doctor Akbar cuenta que algunas veces hasta adaptaron el servicio a las necesidades de la gente:
—Una vez, rompimos los protocolos de atención en cuidados intensivos. Yo tenía dos años de haber ingresado a la UCI, y todavía no había un ala pediátrica, pero llegó un niño emponzoñado por una culebra, y lo atendimos como requería. Contábamos con un equipo para hacer hasta esas maniobras más complicadas. En aquella ocasión se aplicó un recambio de sangre completo: o sea, siempre se buscaban opciones para salvar a los pacientes.
—Pero ahora no solo es que eso no sería posible —lamenta Akbar, con el rostro más endurecido que hace un rato cuando llegó— sino que para que una persona sea admitida en la UCI debe estar en condiciones de gravedad: en shock o tener insuficiencia respiratoria.
Al doctor Akbar le han contado que en el extranjero su especialidad es bien cotizada. Le han dicho que quizá yéndose a otro país pueda ganar mucho más que los pocos dólares que devenga como salario. Le han sugerido que se dedique a una consulta privada.
Un día, fue informado de que, luego de más de 30 años de servicio, había sido jubilado. Podría quedarse en su casa, dedicarse a otra cosa, acaso descansar un poco…“¿Pero y quién les dijo que yo me quería ir?”, se preguntó y fue corriendo a decir que no, que él seguía, que no aceptaba que cesaran sus servicios.
¿Por qué? ¿Por qué se empeña en volver? Su respuesta parece simple, pero no lo es tanto:
—No me imagino la vida sin estar aquí. Tengo esta variedad de actividades que para mí son enriquecedoras espiritualmente. En un consultorio privado no podría hacer tanto.
Akbar adora la vida como médico, la naturaleza en plenitud de lo que implica estar ligado a la salud pública y a la Universidad de Los Andes. Se levanta cada mañana, camino a su torre gris para cumplir la misión de cuidar a las personas, enseñarles a sus estudiantes e investigar dentro de un hospital universitario en Los Andes venezolanos.
Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.
Dibiana Torres
Periodista venezolana. Trabajo para darle voz a desiertos informativos, estoy al occidente del país y aquí también pasan cosas que merecen ser contadas. Soy corresponsal de El Bus TV en Mérida y fundadora de La Guía Migrante.
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