María Elena no lograba dormir. El intenso calor estaba haciendo la noche pesada, agotadora. En Maracaibo hay que tener aires acondicionados o ventiladores porque esa ciudad, capital del estado Zulia, en el occidente de Venezuela, siempre parece hervir. Pero desde hacía algunos años eran frecuentes las noches como aquella: como no había electricidad, era imposible usar esos equipos para refrescar el ambiente y poder dormir.
Mientras intentaba conciliar el sueño, harta del calor, María Elena pensaba en una idea que, desde hacía meses, cobraba cada vez más fuerza en su mente: hacerle caso a su excuñada e irse a Caracas, donde ella vivía.
Años atrás, en 2010, se decretó una emergencia eléctrica a causa de una severa sequía, por lo que las autoridades iniciaron una serie de racionamientos programados en el país. En Caracas no había cortes, pero en muchas otras ciudades sí. Maracaibo pasaba horas y horas sin luz. Todos los días. Desde ese momento, aun después de esa crisis, los bajones y la suspensión del servicio se volvieron constantes.
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María Elena vivía en su apartamento ubicado en La Trinidad, una urbanización de la parroquia Juana de Ávila, habitada por personas muy trabajadoras que, entre sí, eran excelentes vecinos: se echaban una mano, se cuidaban unos a otros. María Elena agradecía contar con ellos, sobre todo porque no tenía cerca a su hija, quien había dejado el país en 2007 en busca de mejores oportunidades. Sus vecinos y el afecto de sus cinco hermanos —a quienes era muy unida— y de sus sobrinos —a los que quería como hijos— era lo que la ayudaban a sobrellevar su ausencia.
Valdría acotar que, antes de los cortes de electricidad, la oscuridad ya rondaba la vida de María Elena: en 1999 le diagnosticaron un glaucoma. Esta es una enfermedad crónica que afecta el nervio óptico y que puede causar una presión intraocular elevada. Uno de los efectos de este padecimiento es la pérdida progresiva de la visión.
María Elena había tenido que adaptar su vida a causa de esta condición. Algunos días eran buenos —veía bien, como si no tuviese ninguna dificultad— pero otros no tanto, ya que todo se le nublaba.
Aunque había aprendido a llevar una vida independiente, en 2016 la agudización de los problemas con los servicios básicos en Maracaibo alteró su forma de vida. Además de la luz, se enfrentaba también a la escasez de agua: podían pasar desde 14 hasta 21 días de sequía. Por ello, sus vecinos contrataban cisternas para llenar los tanques del edificio.
María Elena debía aprovisionarse de agua cada vez que llegaba, muchas veces de madrugada. Pero como le costaba ver, esto le tomaba demasiado tiempo. Compraba en abastos el agua potable. Como no podía cargar con esos pesados botellones, pedía ayuda a los vecinos o familiares.
En más de una ocasión las fallas de luz y de agua se cruzaban: mientras la bomba del edificio abastecía cada apartamento, algún corte de electricidad llegaba, interrumpiendo el proceso.
Por todo esto, buena parte de las compras que hacía María Elena eran de alimentos no perecederos: atún en lata, sopas instantáneas, cosas por el estilo. Varios de sus electrodomésticos se dañaron desde el comienzo de los continuos apagones de 2010: su aire acondicionado central fue el primero en sufrir las consecuencias, por lo que tuvo que comprar ventiladores que eventualmente dejaron de funcionar, y reponerlos. Al menos contaba con una cocina que funcionaba tanto a gas como a electricidad, de modo que así fuera a oscuras podía cocinar.
María Elena nunca se imaginó vivir fuera de Maracaibo
María Elena, quien nació en el Zulia, conocía muy bien Caracas. Fue allí muchas veces cuando era niña. Y los viajes a la capital aumentaron cuando ya de adulta se enamoró de un caraqueño con quien tuvo a su única hija y de quien se separó después de una relación de seis años, pero dejando una estrecha relación con su familia, a quienes cada año visitaba en las vacaciones escolares de su hija para que pasara tiempo con sus tíos y primos.
Incluso vivió un breve período en Caracas, en 1981, después de su separación; pero, aunque entonces esa era una ciudad más fresca, activa, acogedora, ella no se veía fuera de Maracaibo, a donde regresó en abril de 1983.
Nunca más se imaginó viviendo fuera de ella.
Pero, a comienzos de 2016, su vida en Maracaibo ya no era la misma de antes. Las noches de insomnio eran cada vez más frecuentes: calor, calor, calor. Falta de agua. Fallas de transporte. La cotidianidad se hacía insostenible.
Fue a causa de esta situación que su excuñada le insistió en la propuesta de mudarse a Caracas, donde los servicios básicos, sin ser excelentes, eran más estables.
Al principio, María Elena se negó: reiteró que no estaba dispuesta dejar su hogar, su familia, su Maracaibo, el lugar donde había pasado toda su vida.
Pero mientras los servicios básicos empeoraban, la insistente propuesta de su excuñada comenzó a cobrar sentido. Las noches largas de desvelo por el calor se hacían cada vez más frecuentes y no quería dejar arroparse por la oscuridad constante a la que la falta de electricidad la sometía cada día.
Así terminó aceptando que mudarse a Caracas era lo mejor.
—Déjate de esa loquera, qué vas a estar tú viviendo en Caracas —le repetía su hermana cuando le comentaba que pronto se iría.
Y en las últimas semanas dejó al día el pago de cada uno de los servicios y le encargó a su hermano el cuidado de su apartamento.
Tomó una sola maleta y un bolso de mano, guardó lo indispensable —ropa, artículos personales, sus medicamentos e informes médicos al día— y dejó la mayor parte de sus pertenencias en el lugar que había sido su hogar durante tantos años.
Siempre optimista, agradeció poder estar con la segunda familia que le había dejado su relación con el padre de su hija en esta ciudad, que además no le era desconocida.
En mayo de 2016 se instaló en una parroquia del suroeste de Caracas, caracterizada por su clima fresco, cosa que de inmediato contrastó con el calor de Maracaibo: el clima de las montañas le resultó reconfortante.
María Elena tuvo que adaptarse a vivir en un nuevo apartamento. Como una persona con dificultad visual, esto le llevó más tiempo: conocer y trazar un mapa exacto del lugar y poder desenvolverse. Sobre todo, para hacer las tareas básicas del hogar.
Pero su condición médica la seguía atando a Maracaibo, ya que requería atención de un corneólogo. El único especialista que conocía estaba allá. Mientras conseguía uno en Caracas, tuvo que volar seguido para sus consultas regulares
En sus viajes por estas citas, María Elena vio cómo los servicios básicos cada vez se hacían más precarios: los cortes eléctricos duraban mucho más tiempo, y su familia y amigos le comentaban las nuevas penurias por las que pasaban para poder enfrentar esta situación.
Así supo que su decisión había sido la correcta.
Y al poco tiempo, esas visitas cesaron por completo porque su médico oftalmólogo también dejó Maracaibo y migró como ella, pero fuera del país.
El último viaje fue en agosto de 2017.
Conseguir al especialista que necesitaba en Caracas le tomó tiempo, semanas en las que no pudo recibir la atención que debía. Un médico le remitía a otro, luego a otro. Pasó por un total de cinco especialistas diferentes, hasta que por fin encontró uno en la Clínica de Oftalmología de San Bernardino, donde continúa su tratamiento.
Ahora vive sola
María Elena ahora vive sola. Su excuñada, con quien se había mudado, también migró, se fue al sur del continente, pero le dejó un sitio donde vivir. María Elena se entristece por todos los seres queridos que ha tenido que despedir en los últimos años, los que se van al exterior y los que han muerto. Dos de sus hermanos fallecieron de covid-19. No los veía desde que dejó Maracaibo en 2017.
Y si alguna época es particularmente difícil para ella, por todas las personas que extraña, es la Navidad. Ya no puede escuchar una gaita porque le remueven sus recuerdos.
Sigue tratando su enfermedad, que con el paso del tiempo la arrincona a más días nublados. A pesar de las circunstancias, a diario se levanta de su cama, hace una corta caminata y atiende las necesidades del hogar. Mientras que los días buenos los aprovecha al máximo sobre todo para ver el paisaje que le ofrece Caracas. Aunque prefiere los amaneceres del Zulia, nada se compara con los atardeceres de esta ciudad. Cuando puede verlos desde su ventana, no puede evitar que algunas lágrimas rueden por sus mejillas.
Texto: Dubraska Lanza
Fotografías: Jonathan Lanza
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