Era mayo de 2023. Esa respuesta de un alumno dejó perplejo a Miguel Feijoo. Él, profesor de la facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela (UCV), estaba empecinado con que sus estudiantes se interesaran en las elecciones rectorales de esa casa de estudios que llevaba 15 años con las mismas autoridades, porque el Tribunal Supremo de Justicia impedía que fueran renovadas.
Les decía, para convencerlos, que deben ser, ante todo, ciudadanos.
Cada vez que tocaba en el aula el tema de la participación, se encontraba con un muro: el desinterés y la apatía. Para ellos, eran esas divagaciones en las que a veces caen los profesores; disertaciones que en nada iban a influir en su futuro profesional.
Miguel se sintió impotente, pero no sorprendido. Ya estaba acostumbrado a que en sus salones los temas sobre política pasaran desapercibidos. Sabía que aquella llama que él sintió cuando fue dirigente estudiantil en 2014 de esa misma universidad, que lo impulsaba a luchar por sus derechos, se había ido apagando en las nuevas generaciones.
“Si así son con las elecciones de la universidad, ¿cómo será cuando vengan las elecciones presidenciales en el país?”, se preguntó.
Y se respondió que, de a poco, debía reavivar esa llama.
Hay lugares que tienen el poder de rehacer tu visión del mundo. Que te abren, como una suerte de revelación, las puertas hacia planos desconocidos. Para Miguel ese lugar fue Catuche, un barrio construido al margen de un río del mismo nombre, ubicado en el corazón de la Caracas antigua. Una comunidad “autoconstruida”, como le dicen arquitectos como Miguel a esos espacios que toman forma a mano de los propios habitantes.
En Catuche, las paredes fueron levantadas por los vecinos, sin controles urbanos ni más planificación que la necesidad misma de tener un techo en el cual vivir con dignidad.
Una comunidad que es eso: una comunidad.
Hasta ese día de 2019 en que fue a Catuche, Miguel tenía otra visión de la arquitectura. La importancia de la ciudadanía era algo que apenas si le habían mencionado en la universidad cuando era estudiante. Él, además, tampoco venía de un lugar caracterizado por la vida comunitaria: provenía de una de esas urbanizaciones caraqueñas organizadas por cooperativas de vecinos que no cooperan entre sí.
Como muchos de sus colegas, pensaba que los espacios de la ciudad se construían, se pensaban, solo —o primordialmente— desde la comodidad de las oficinas. Pero entonces vio qué era lo que hacía que el corazón de esa Caracas latiera. No era la visión teórica del arquitecto, sino vecinos tratando de rescatar y defender el lugar en el que vivían. Que tenían compromiso por los espacios públicos e interés por la estética de las fachadas; que había conexiones entre familias; que hacían las cosas por sí mismos sin esperar el milagro de que el Estado apareciera. Que era la existencia misma de la ciudadanía, en definitiva, lo que hacía que ese sitio tuviera vida. No lo idealizó, pero supo de inmediato que no podía ser esquivo a esa realidad.
La experiencia le sirvió para comprender que para construir la ciudad primero se debe entender el rol de los ciudadanos dentro de ella.
Y que, por lo tanto, sin ciudadanos no hay ciudad, no hay Estado, no hay país.
Entonces, se propuso que además de espacios también construiría ciudadanos. O al menos eso procuraría.
Miguel es de esas personas que cree en la suerte.
Que aquella experiencia en Catuche ocurriera al mismo tiempo que empezaba a dar clases en la UCV le pareció producto de la suerte. Porque, pensaba, la universidad no solo construye profesionales sino, en esencia, ciudadanos. Así que decidió trasladar su aprendizaje en esa comunidad a los salones de clases, ignorando las voces, incluida la suya misma, que le advertían de las precarias condiciones laborales de los docentes en Venezuela.
Dar clases era algo con lo que siempre había soñado. Lo veía como una forma de retribuir a la universidad la educación y la identidad ucevista de la cual se siente orgulloso. Se imaginaba, eso sí, enseñando una vez que acumulara suficiente experiencia, quizás a los 60 años.
Pero el llamado llegó mucho antes: en 2019, a sus 25.
Ese primer año como profesor fue impartiendo la asignatura electiva Análisis y Estrategias para Proyectos Urbanos, del 8vo semestre. Como muchos de sus excompañeros de clases ahora eran sus alumnos, y como es natural buscar la voz de la experiencia, en ese curso estuvo siempre acompañado de su colega Florinda Maya, quien también había ido a Catuche.
Entre los dos abarcaban lo que Miguel consideraba el deber ser del profesor universitario: ella la voz teórica, y él la de despertar curiosidades en torno al mundo actual. Encontrar el vínculo del pasado con el presente y el futuro. Y se aseguró de mantenerse así cuando, ya solo, un año después, empezó a dar clases también de Estudios Urbanos I, una obligatoria del 5to semestre.
La materia no le podía venir mejor: consiste en tratar de introducir al estudiante de arquitectura en las dinámicas urbanas y en el entendimiento de la ciudad, desde su forma, su función y cómo la vive la gente. En sus clases, hablaba de algún hecho importante, actual, del país. Les preguntaba a sus estudiantes qué opinaban, qué sentían, qué pensaban. Los dejaba ser; nunca le gustó imponer su visión y mucho menos si se trataba de política.
Pocas veces recibía respuestas muy elaboradas o entusiastas: a nadie le interesaba hablar de política. Le preocupaba que, en dos años de carrera, ningún otro profesor hubiera despertado en ellos algo más que solo conocimientos de arquitectura. Que la universidad estuviera formando profesionales para una oficina y no ciudadanos críticos.
Entonces les repetía su mantra: para construir una ciudad primero debes entender el rol de los ciudadanos dentro de ella.
Con sutileza, fue tratando de agitar ese interés. En ocasiones los estudiantes intervenían para hablar de cómo algunos temas los afectaba a ellos y a quienes los rodeaban. De la universidad o del país. Aunque era poco, para Miguel significaba mucho.
Porque una llama a veces empieza con un chispazo.
El primer día de clases siempre es para presentarse. Miguel les preguntaba a sus estudiantes en qué semestre estaban y por qué habían inscrito la materia con él. Pero en octubre de 2023, cuando el Consejo Nacional Electoral (CNE) anunció una jornada especial de actualización del Registro Electoral (RE) que duraría apenas unos días, el profesor hizo otra pregunta:
—¿Estás inscrito para votar?
Les decía que se trataba de una inquietud personal y que tenían libertad de no responderla. Lo hizo ese semestre y el próximo, que empezó en marzo de 2024. Miguel sabía que en Venezuela a muchos jóvenes no les interesaba participar en unas elecciones. “¿Para qué voy a votar, si yo sé que haga lo que haga, nada va a cambiar?”, decían.
De acuerdo con cifras de la Asociación Civil Súmate, para finales de 2023, alrededor de 3 millones de venezolanos con edad para votar no estaban inscritos en el CNE y al menos 2 millones necesitaban actualizar sus datos para poder ejercer su derecho al voto. La mayoría eran jóvenes. A Miguel, aquella pregunta le sirvió para ponerle rostro a esas cifras.
En la materia Estudios Urbanos I, cuyos estudiantes tienen un promedio de 22 años de edad, 16 de 21 no estaban inscritos.
En la electiva, quizá porque tienen más edad, el panorama era diferente: de 17 estudiantes, 14 estaban inscritos y la mitad de ellos solo debían actualizar sus datos en el RE.
Pensaba que si el gobierno había creado una jugada para aislar y desanimar a la población, le había salido bien. Que si la llama se había apagado era por tantas desilusiones: las protestas terminaban en represión y detenciones arbitrarias, las victorias electorales de la oposición que al final se desdibujaron, los llamados a la abstención y la sombra de los fraudes electorales.
Todo siempre terminaba en nada.
Y, para colmo, ahora el tiempo tampoco jugaba a su favor: el 5 de marzo, el CNE convocó las elecciones presidenciales para el 28 de julio, acortando casi a su máxima expresión los lapsos para realizar unos comicios con garantías mínimas para la participación de los venezolanos.
La actualización del Registro Electoral, por ejemplo, sería del 18 de marzo al 16 de abril: 29 días para inscribir a 3 millones de ciudadanos.
29 días para convencer a sus 16 estudiantes.
29 días para reavivar la llama.
Miguel encontró un aliado en el profesor Ricardo Hernández. Quizá porque ambos tienen 29 años. O tal vez porque como él, Ricardo también cree que la universidad, además de profesionales, debe formar ciudadanos. En cualquier caso, sus conversaciones de pasillo comenzaron a girar en torno a una misma idea: animar a sus estudiantes a inscribirse en el RE.
Se les ocurrió enviar una carta al Consejo de la Facultad de Arquitectura y que el decano solicitara al cuerpo rectoral que hicieran un llamado a los estudiantes para que se inscribieran. O que dieran un día de flexibilidad académica para que fueran a registrarse. Descartaron esas posibilidades apenas se dieron cuenta de que suponían entrar en un laberinto burocrático que podía llevar semanas atravesar. Y, se repitieron, no había tiempo.
Entonces decidieron, como los ciudadanos de Catuche, que no esperarían que alguien actuara por ellos: quedaron en que cada uno, por su lado, propondría a sus alumnos ir a la sede principal del CNE, ubicada en Plaza Venezuela, a pocos metros de la universidad, para inscribirse en el RE.
Ricardo fue el primero en llevar a sus alumnos. En su clase, 16 de los 25 estudiantes no estaban inscritos para votar. Con la emoción del deber cumplido, le contó a Miguel que lo que habían estado planeando durante semanas había salido con éxito: todos se inscribieron.
Motivado por el precedente alentador de su colega, Miguel propuso lo propio a sus 18 alumnos de Estudios Urbanos I. Para hacer la propuesta más atractiva, les dijo que la clase de ese día la colgaría en la plataforma virtual del campus y que los acompañaría al CNE. Así nadie perdería otra clase ni faltaría a su trabajo.
Eso sí: el que no quisiera ir, les dijo, tenía libertad para no hacerlo.
La propuesta no generó mayor debate en sus alumnos. No lo confrontaron ni se preguntaron la utilidad de todo aquello. Miguel sentía que, si iban, lo harían más por complacer al profesor que por entusiasmo. En todo caso, quedaron en encontrarse el miércoles 3 de abril en el lobby de la Facultad de Arquitectura, para de ahí partir a la sede del CNE.
Miguel temía que no apareciera ninguno.
Pero esa mañana no solamente llegaron los 18, sino que algunos incluso fueron con familiares que tampoco estaban registrados para votar, y que ni siquiera estudiaban en la UCV.
¿Algo estaba cambiando?
Habiendo asumido el compromiso de acompañarlos, Miguel fue con ellos. Solo quedaba un obstáculo: el propio CNE. En la sede del ente electoral los tenían del timbo al tambo: a un grupo lo dirigieron hacia otra de las entradas; a otro le dijeron que entraran por el estacionamiento. Tampoco había sillas disponibles para que, en la espera, se sentaran. En su mente, acaso en una oración personal, Miguel pedía que ninguno de sus alumnos, cansados por tanto tiempo de pie, se marchara.
“Ya que estamos aquí, nos vamos a inscribir”, “No importa si es en el estacionamiento, si es dentro del edificio, si es bajo el sol, lo vamos a hacer”, escribieron algunos por el grupo de WhatsApp de la asignatura. Sí, esos jóvenes que habían estado apáticos de pronto mostraron interés, arrojo, tesón. No importaba lo que pasara, estaban decididos a salir del CNE con su comprobante de inscripción en el RE.
Después de largas horas, lo lograron.
El país tenía 16 nuevos votantes.
Miguel lo celebró subiendo una foto a X con ellos.
Ese día de la inscripción algunos llamaron a sus familiares para contarles, emocionados, que ya podían votar. Y en las semanas siguientes, en los pasillos, algunos abordaban a Miguel para contarles que ahora motivaban a otros para que fueran a inscribirse en el CNE. Fue así como la noticia del profesor que llevó a sus alumnos a registrarse fue rodando por la facultad.
Incluso, hubo profesores que le dijeron que impulsarían a sus alumnos a inscribirse. El decano intervino y los ayudó a él y a Ricardo a subir un video en las redes de la facultad alentando a los jóvenes a que lo hicieran; como resultado de esa convocatoria, volvió con Ricardo y otros activistas al CNE con otro grupo de estudiantes de diversos semestres.
Desde entonces, sus clases no son como nadar a contracorriente. En el tiempo que dedican a hablar de los temas del país, sus alumnos le preguntan y opinan. Cuestionan. Miguel, satisfecho, ahora siente que ha encendido esa llama que tanto buscaba.
Pero como miembro de una generación acostumbrada a que una y otra vez le apaguen la ilusión, sabe que debe dosificar las expectativas de sus alumnos más jóvenes. Porque votar, a veces, no es suficiente. Pero puede ser el inicio.
Raúl Castillo
Periodista. Suelo escribir de todo menos de fútbol: prefiero ejercer la profesión sin fanatismos. Desde que era un niño me interesaba conocer la vida de las personas, años después descubrí la escritura. Fan de las buenas anécdotas. Vengo de Catia.