Nadie sabe cómo va a actuar en una situación de peligro inesperada, una de esas en las que el instinto de supervivencia te obliga a escoger entre salvarte o priorizar el bien común. Yo no había tenido necesidad de pensarlo hasta el 30 de abril de 2019, día en que me desperté con la noticia de que Juan Guaidó había liberado a Leopoldo López y había dado inicio al “cese definitivo de la usurpación” con apoyo militar, en la que se dio a conocer como la “operación libertad”.
Me tomó por sorpresa, y eso que creía haberlo visto todo.
Mi casa está dentro de uno de los conjuntos residenciales que se construyeron justo en la avenida Universidad del municipio Naguanagua, estado Carabobo, en el noroccidente de Venezuela. Además de ser una zona céntrica y concurrida, la principal característica del sector es que allí también se encuentra el Fuerte Paramacay, también conocido como la 41 Brigada Blindada, o simplemente como el cuartel militar de Valencia. Por todo esto, se convirtió en uno de los puntos centrales de las protestas en contra del régimen de Nicolás Maduro.
Yo había presenciado más de un suceso noticioso desde la ventana de mi cuarto. En 2014, fui testigo de cómo poco a poco se recrudeció la represión. En 2017, vi de cerca cómo herían con perdigones a manifestantes, y cómo se llevaban a muchos presos en camiones. Y hasta viví un allanamiento: un día, los policías llegaron a mi casa revisando no sé qué.
“¿Esta será la definitiva?”, no pude evitar pensar aquel 30 de abril.
La calle comenzó a llenarse de a poco, como pasaba siempre, pero en un momento la situación dejó de ser tan clara como se veía en un principio. Distintos miembros del régimen de Nicolás Maduro se pronunciaron a través de Twitter y otros medios para decir que ya habían reducido al “pequeño grupo de militares traidores” y aseguraban que la situación estaba controlada.
Así, los enfrentamientos que se suponía debían ser entre militares, ocurrieron entre las Fuerzas Armadas y los manifestantes que salieron a apoyar el llamado de Guaidó. Mi mamá tenía los ojos llorosos y se sobresaltaba con cada ruido, así que se tomó una pastilla para los nervios. Nos quedamos juntas en uno de los cuartos, el más seguro de la casa, y ella comenzó a quedarse dormida por el efecto de la pastilla. Yo prendí el aire acondicionado, y le subí el volumen al televisor. Tenía la intención de alejarme de la realidad por un momento para intentar procesar lo mucho que había pasado en las pocas horas que llevaba el día.
Pero esos minutos de calma fabricada nos duraron poco.
Unos golpes fuertes en la puerta nos sacaron del trance, me levanté y abrí.
Afuera estaba mi papá con sus zapatos en la mano y un gesto de miedo que le había visto pocas veces.
—Agarra unos zapatos y baja con tu mamá rápido. Apúrate —me dijo mientras se agachaba y hacía lo mismo que me estaba ordenando.
—Pero ¿me puedes decir qué pasa? —le pregunté sin entender— Cayó una bomba lacrimógena en un apartamento y no la pueden sacar porque los dueños no están. ¿Te puedes apurar? Ayuda a tu mamá, rápido.
—¿Y por qué nosotros tenemos que salir? —le dije, esta vez más asustada que confundida.
El corazón me golpeaba el pecho como alguien que patea una puerta cerrada con candado. El temblor del cuerpo me pedía que me moviera más rápido de lo que yo podía, y tenía que hacer un esfuerzo para calmar mi respiración agitada. Estaba consciente de que las llamas podrían propagarse hacia otros apartamentos rápidamente o, peor aún, llegar hasta las tuberías de gas y ocasionar una explosión.
Con esos pensamientos arrastré a mi mamá del brazo para intentar bajar las escaleras lo más rápido posible y atravesar la única salida que separaba a los habitantes de 56 apartamentos de una tragedia. El olor a gas lacrimógeno se mezclaba con el humo del incendio que ya había comenzado a producirse y eso, más el esfuerzo que implicaba correr, hacía que respirar fuera cada vez más difícil.
En los simulacros de práctica para ocasiones como estas, siempre hay una persona que coordina las acciones y las salidas se hacen por grupos para evitar accidentes. En este caso fue todo lo contrario: en medio del caos que se intensificaba entre sonidos de pasos, jadeos y gritos indistinguibles, no me importó empujar y dejar atrás a los vecinos que saludaba con familiaridad todas las mañanas.
Estaba desesperada por volver a sentir aire fresco.
Afuera ya se vislumbraba la magnitud de la amenaza. Una densa columna de humo negro se elevaba por el edificio y hacía desaparecer las fachadas de los apartamentos que estaban más arriba.
Uno de esos era mi hogar.
El humo salía de una ventana rota de la que todavía caían vidrios.
Así como esa bomba entró a mi edificio en medio de una protesta, en otras partes del país, fuerzas de seguridad del Estado, así como colectivos paramilitares, atacaban a los manifestantes y también sus casas. Ese fuego que yo podía ver, y que se avivaba con los segundos, fue una de las tantas situaciones que llevaron al Observatorio Venezolano de Conflictividad Social a concluir que en 2019 la represión como política de Estado se recrudeció aún más. Según sus registros, ese año se llevaron a cabo 16 mil 739 manifestaciones, un nuevo récord en comparación con años anteriores, muchas de las cuales fueron reprimidas por “grupos de exterminio” y dejaron un saldo de 67 personas asesinadas.
Ese día, las Fuerzas Armadas dispararon a los edificios en donde se cantaban consignas, de la misma forma en que, desde la juramentación de Juan Guaidó como presidente interino, ocurrida el 23 de enero en Caracas, arremetieron y allanaron los hogares de las personas que participaban en las protestas que se daban en zonas de Caracas que antes se identificaban con el chavismo.
Estaba paralizada. Mis vecinos trataban de buscar una solución, algunos hasta habían lanzado agua por debajo del apartamento incendiado en un intento por apagar el fuego. Seguir llamando a los bomberos parecía inútil ya que las principales vías de la ciudad estaban cerradas.
En medio de esa situación, uno de nuestros vecinos, un muchacho de unos 24 años, se acercó a mi papá. Le explicó que él, y los tres amigos que lo acompañaban, eran escaladores desde hacía más de 10 años y le propusieron subir hasta nuestra casa para desde allí bajar al apartamento que estaba ardiendo.
Había una ventaja: las ventanas del edificio son panorámicas y una persona podía salir por ese espacio perfectamente. El problema era que las de mi apartamento, así como las de muchos otros, estaban protegidas con rejas, por lo que conseguir lo que tenían en mente era imposible. El incendio estaba en el 5to piso y para ingresar de una forma sencilla había tres opciones: entrar por los apartamentos de abajo, o por los de arriba (como mi casa), o por el que estaba al lado. De esos, el único que no estaba limitado por rejas era el del 4to piso. Por suerte, el vecino que vivía allí escuchó la discusión, y accedió a abrir su puerta para que pudieran subir.
Así lo hicieron, explicaron que saldrían por el apartamento de abajo, cruzarían al lado para sostenerse de la reja y luego subirían para entrar por la ventana —también sin rejas— que había estallado con la bomba.
Salieron de uno en uno por el exterior del edificio y llegaron hasta el apartamento, tuvieron que hacer una transición de aproximadamente 1 metro para entrar, y lo último que vimos fue cómo el humo se los tragó.
Comenzó a transcurrir el tiempo.
Pasó un minuto, después otro.
Todas las cabezas apuntaban hacia arriba y en el bullicio se distinguían los rezos de algunas señoras que pedían por la vida de esos muchachos.
Las personas que estaban en los alrededores llegaron para presenciar de cerca una de las tantas imágenes que la represión iba dejando ese día. En ese mismo momento, en Caracas las tanquetas arrollaban a los manifestantes que tenían delante y lo mismo ocurría en la Autopista Regional del Centro, donde los perdigones y bombas lacrimógenas también tomaron el protagonismo.
La incertidumbre pasó a ser un sentimiento colectivo.
La pregunta que rondaba en el aire era “¿qué va a pasar con estos muchachos?”.
—¿Dónde están? ¿Por qué no salen? ¿Estarán bien? —los murmullos repetían lo mismo.
Habían pasado unos cinco minutos, el humo no parecía disminuir y cada segundo en ese ambiente plagado de gases tóxicos podía ser mortal. Habían entrado sin ningún tipo de equipo de protección. Para ese punto, ya debían estar sin oxígeno, expuestos a la intoxicación por monóxido de carbono y con las vías respiratorias inflamadas. Para quienes esperábamos, cada segundo que pasaba se sentía como una punzada de dolor en el estómago.
Por fin dieron una señal de vida: se vio una cabeza, después un cuerpo salir. Regresar al punto de partida parecía ser más difícil, el humo les dificultaba ver hacia abajo y se notaba en sus movimientos, ahora más lentos y menos determinados, que estaban afectados.
Al final quedaba solo uno de los muchachos, el que peor se veía. Sacó más de la mitad del cuerpo por la ventana rota y abrió los brazos, como atrayendo aire hasta su cuerpo. Después sacó las piernas y comenzó a bajar como pudo, con una lentitud que hacía parecer que cada uno de sus movimientos podía ser el último. Aún así, todos seguíamos ahí viendo, como sosteniéndolo con las miradas, hasta que regresó al apartamento por el que había subido.
En este punto todavía no sabíamos qué había pasado allá arriba, o si todo ese riesgo había servido para algo, solo teníamos la tranquilidad de saber que ya esos muchachos tenían los pies en el piso.
Al final salieron del edificio manchados de hollín, sudorosos y con una sonrisa ligera que nos comunicó su alivio. Lo habían conseguido. Vaciaron un botellón de agua que encontraron en la cocina sobre una lavadora que se estaba quemando. Se aseguraron de apagar todas las llamas y evitaron la tragedia.
Mi papá se emocionó hasta las lágrimas, los abrazó y lo escuché decir a los demás vecinos:
—Yo pensé que ese muchacho se iba a caer, lo íbamos a perder ahí.
La sensación era de victoria absoluta. Un esfuerzo común había ayudado a salvar nuestras casas, y los restos del incendio se consumieron antes de que los bomberos consiguieran llegar. Mantuvimos esa sensación de logro durante todo el día, aunque solo fue entre nosotros. Ese día, que comenzó con Juan Guaidó en La Carlota terminó con Nicolás Maduro en Miraflores y Leopoldo López en una embajada.
Los meses siguientes, la situación también se fue apagando, y al final de ese 2019, 80 por ciento de las personas consultadas por Meganálisis respondió que no protestarían si Guaidó o la Asamblea Nacional convocaran de nuevo a las calles.
Al final, yo sí añadí una nueva historia a mi lista. No fue la del momento que cambió el rumbo del país, pero sí una que me enseñó el verdadero valor de vivir en comunidad.
Esta historia fue producida en la primera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.
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Luisana Escobar
Desde que aprendí a sostener un lápiz, las letras se convirtieron en mi refugio. Ahora me apasiona descubrir cómo contar la vida a través de historias. Valenciana desde 1998, periodista formada en la Universidad Arturo Michelena y lectora aficionada.