Agricultores caminan con el lodo hasta las rodillas tratando de rescatar algo de sus cosechas de plátano, mientras niños juguetean en estas aguas marrones y contaminadas: La Fortuna lleva dos semanas inundado tras las lluvias torrenciales que azotaron al país.
Este pequeño asentamiento agrícola, ubicado en una vasta región de tierras fértiles del estado Zulia, fue arrasado por la furia del río Chama, que nace en los Andes venezolanos, en medio de una inusual temporada de lluvias que afectó a unas 54.000 personas en todo el país.
Mervin Urdaneta, de 55 años de edad, muestra las lesiones de sus pies, inflamados y llenos de hongos por tantos días en el agua. Sentado en el borde de la calle frente a su casa piensa en cómo recoger la cosecha.
«No puedo sacar los plátanos porque no puedo con el dolor en los pies, y la mujer mía está peor, no puedo ni caminar», cuenta afligido a la AFP.
Las inundaciones se repiten tras años de intervención a los cauces de los ríos, sembrando en las márgenes de protección, abriendo cauces para riego. La imagen de pueblos cubiertos de agua es recurrente en la última década.
Hace apenas seis meses se inundó La Fortuna; hace cuatro años también; y otra vez ahora está anegada desde hace un par de semanas, tras lluvias 65% más intensas que en períodos anteriores, según las autoridades.
En el vecino estado Mérida, al menos 20 personas murieron en otra región agrícola arrasada por un deslave.
Refugiada en la iglesia, a Yorlenis Cadena, se le eriza la piel de solo pensar en una eventual desaparición de La Fortuna por las lluvias. Ya eso ocurrió hace unos 70 años con un pueblo vecino llamado Garcita que quedó cubierto por el lodo.
«La pregunta que todos nos hacemos es para dónde nos vamos a ir», sostiene esta madre de 31 años de edad.
«Olvidados»
Las aguas contaminadas de los sanitarios se mezclan con las del río. Y ese sonido que crea el choque de la corriente con las viviendas asusta a los lugareños, que intentan sacar el agua con motobombas y escobas, bajo la mirada de perros famélicos que caminan desorientados entre los charcos.
Un hombre barre sin parar la laguna estancada en su casa, pero es inútil. Su madre, sobreviviente de covid-19, lo mira sentada con los pies encogidos para no tocar el agua.
En casas de La Fortuna como la de Nila Sánchez, las pertenencias están montadas encima de mesas y cajones de plástico después de las lluvias torrenciales.
«Siempre nos han tenido olvidados, esta vez solo han venido a traer bolsas de comida porque están en campaña», comenta.
En una vivienda donde las aguas del río sobrepasan la altura de los inodoros, dos niños ven televisión encima de sus camas. Sus padres son conscientes de los peligros de la electricidad, pero dicen que es la única forma de entretenerlos.
Con botas de caucho, Gira Hernández, de 68 años, camina entre la corriente, inquieta por sus perros y sus animales de granja. «Las gallinas las tengo en los árboles, no las podemos bajar, no comen, se nos van a morir de hambre, esto es un desastre».
La única escuela de La Fortuna también está inundada, por eso Alice Vera, maestra de 34 años, teme que las clases, suspendidas desde marzo de 2020 por la pandemia, no puedan iniciarse este año.
Con las inundaciones se complica más la situación, subraya preocupada por el destino de 110 estudiantes.
«Sacrificio»
Urge dragar el río Chama y reponer los muros de contención erosionados, demanda Luis Martínez, productor de 56 años que tras escuchar la noticia en Mérida teme que La Fortuna encare el mismo destino. Algunos de estos trabajos comenzaron esta semana.
Con las cosechas arruinadas y el único puente que los comunica destruido ya hace años con otras lluvias, los productores rematan sus productos. Una pesada de plátano (unos 300 kilos), cotizada en promedio en 108 dólares, bajó hasta 55 dólares.
La carga es trasladada en lanchas hasta el otro lado del río para cargarla en los camiones. A Mervin le urge vender.
Como si no tuviera suficiente, Mervin, que lleva días sobre el agua, como otros tantos, tiene una preocupación mayor: a su hijo Manuel, de 12 años, le detectaron un tumor cerebral.
Su voz se quiebra al contar que ya ha perdido la visión y la movilidad. Y pidiendo aquí y allá, con la ayuda de familiares y vecinos, ha ido comprando los insumos necesarios para la cirugía.
«Usted no sabe el sacrificio que he tenido con el hijo mío», dice mostrando una costosa válvula que deben implantarle. «Ya tengo todo para llevármelo al hospital, ahora lo que me falta es plata para los pasajes».
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