Si Isabela* pidiera un deseo, sería una muñeca. O un vestido nuevo. O una casa de cemento y ladrillo. Aunque, si lo piensa mejor, pediría más bien que nunca más falte la comida en su casa para no tener que dormir cuando le toca comer.
Por ahora, a Isabela no le queda otra salida que asumir con resiliencia la crueldad de la pobreza. Y más que por fortaleza, su resistencia se debe al sometimiento de sus pasos cortos y al balbuceo en sus palabras: a la dependencia inherente de su infancia que le impide hacer o decir algo contra el hambre. El rastro de la pobreza está reflejado en su cuerpo, y en su rostro, que también es el rostro de los abandonados. En su entorno —como en el de todo el que la sufre—, la pobreza es el desencadenante de carencias que golpean a velocidades fuertes. Y como en Isabela, los síntomas son visibles en quienes fueron despojados de su energía; en el peso y la talla.
Isabela vive en La Victoria, una vereda de Río Chico, ubicada en Barlovento, una región donde el hospital no tiene insumos médicos y casi no hay profesionales; el servicio de agua no es estable, la luz la cortan todos los días y la venta de gas es cada cinco meses.
Río Chico es uno de los puntos negros en el ya de por sí empobrecido mapa económico del estado Miranda, que perdió el valor turístico que hasta hace una década servía de ingresos para la región. Sus habitantes —como el resto de los venezolanos— han tenido que reinventarse para poder sobrevivir a la crisis política, social y económica más profunda de la historia reciente de Venezuela, que tiene la inflación más alta del mundo y una moneda sin valor.
En ese lugar se ubica el rancho en el que vive Isabela desde hace cuatro meses, porque su madre, Liset*, quedó en la calle junto con sus otros dos hijos, Daniela* y Deivis*, tras ser desalojada de la casa donde vivían. «A mí me ayudan mi mamá, mi papá o mi hermana, que tiene una hija también pequeña, o ella», dice apuntando a Giselle*, su cuñada, quien le dio posada y está embarazada de su quinto hijo. Solo vive con tres de ellos.
Es junio de 2022. Son las 10 de la mañana de un martes y nadie en la vivienda ha desayunado. Liset, 25 años de edad, un metro setenta, piel morena. Su pantalón azul no le alcanza a cubrir los tobillos y su franela blanca desgastada le acentúa aún más su delgadez; las trenzas en todo su cabello negro son características de las mujeres de la región. De sus brazos no se separa Isabela, pequeña, de cabello castaño y mirada tranquila; tiene puesto un vestido de jean y el último pañal que le quedaba, que Liset guardaba con celo para una ocasión que lo mereciera.
El rancho es pequeño, de unos 10 metros de largo por 4 de ancho. Las paredes, al igual que el techo, son láminas de zinc que fueron acomodadas una junto a otra para lograr la altura y el largo de la estructura, como muchos otros ranchos de Barlovento. A su alrededor, en lo que sobra de terreno, la maleza ha crecido a su paso durante meses porque ni a Giselle ni a Liset les ha sobrado dinero para mandarla a cortar. En la sala solo hay espacio para las dos camas que comparten Érika*, Ingrid* y Gisela*, las tres hijas de Giselle; un viejo escaparate roto, una mesa de madera, una bombona de gas, una hornilla a la que solo le sirve un fogón y tres sillas rotas. El baño, sin lavamanos ni regadera, está lleno de tobos donde almacenan el agua. El resto del espacio es el cuarto de Giselle y su pareja, siempre ausente. Afuera, detrás del baño y del cuarto, está la habitación de Liset y sus hijos, que construyeron al poco tiempo de llegar ahí.
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Han pasado 6 meses desde que a Isabela el doctor le dio el alta por desnutrición. Ya tiene 1 año y 5 meses de edad. Pero Liset no sabe cuánto pesa actualmente, cree que se mantiene en los mismos 6 kilos 400 gramos de su último peso, cuando tenía 10 meses de nacida. Está casi segura de que no ha perdido ni ha ganado peso. La ve igual. Si lo que deduce es cierto, se trataría nuevamente de un caso de desnutrición, pues, como sucede en la gran mayoría de los recuperados, Isabela habría recaído. Esta vez, posiblemente, estaría en una desnutrición aguda moderada.
La desnutrición de Isabela fue diagnosticada cuando tenía 3 meses de nacida tras ser ingresada en el Hospital Ernesto Regener, el hospital del pueblo, porque estaba enferma y no quería comer. «Fue en pandemia cuando la niña se me enfermó. Ella no comía, estuvo hospitalizada, me decían que se iba a morir porque estaba muy flaca. Ella tampoco orinaba, yo le hice exámenes y todos salieron bien. La llevé para Caracas y me dijeron lo mismo», comenta Liset.
Isabela nació pesando 3 kilos 500 gramos, un peso normal en un recién nacido, que debió ir en aumento con el pasar del tiempo. A la edad que tiene debería estar en los 13 kilos. Pero, debido a que no tuvo una buena alimentación desde que nació, no aumentó de peso ni creció como debía. Ella, como todo recién nacido, y hasta por lo menos los primeros 6 meses de vida, debió ser alimentada con leche materna. Sin embargo, Liset la dejó de amamantar antes de los 3 meses y le sustituyó la lactancia por leche entera, y teteros a base de crema de arroz. Pero no siempre tenía dinero para comprar leche, así que resolvía con lo que tuviera en casa.
Isabela permaneció hospitalizada tres meses con un cuadro de retención de líquido en manos y pies, también por desnutrición. Cuando le dieron el alta, Liset la llevó a la Fundación Ponte Poronte en Caracas, una organización que atiende a niños en estado de desnutrición, mujeres embarazadas y madres lactantes. Para ese entonces, a sus 6 meses de edad, pesaba 2 kilos y medía 65 centímetros. Tenía desnutrición aguda severa.
«En Barlovento no hay centro de ayuda nutricional, en el hospital sí hay control de niño sano, pero ven a los niños cuando ellos quieren; varias veces la llevé y lo que me decían era que estaba bien, me preguntaban que para qué la llevaba si ella estaba bien, hasta que me tocó ir a Caracas. Fue donde me la atendieron».
Ingrid Soto, médico pediatra especializada en nutrición, crecimiento y desarrollo, con más de dos décadas de experiencia, es la asesora nutricional en Ponte Poronte y dice que lo ideal es que el Estado prevenga la desnutrición garantizando la seguridad alimentaria a la población, porque después de que el problema está presente, las secuelas que deja influyen en la vida de ese niño, de su familia y hasta en el desarrollo del país. El desarrollo intelectual de los niños desnutridos será deficiente. Generalmente, son personas que no terminan la escuela. «Con ellos se va a perpetuar el círculo de la pobreza», señala.
Aunque la seguridad alimentaria de muchos países se vio afectada por la crisis a causa de la pandemia, lo que ocasionó un retroceso en los avances que se habían logrado en las últimas dos décadas en la reducción de las tasas de la pobreza en todo el mundo, en Venezuela aumentaron los niveles de hambre. En 2020, 811 millones de personas estuvieron subalimentadas, cerca de la décima parte de la población mundial. Entre las poblaciones más afectadas por la desnutrición destacan los niños menores de 5 años y se calcula que 149,2 millones (22%) sufrieron retraso del crecimiento, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).
La FAO y el PMA eliminaron a Venezuela de su último informe sobre alertas tempranas de inseguridad alimentaria aguda para 2022 porque el gobierno no suministró datos actualizados que permitieran elaborar una evaluación comparativa basada en la metodología aplicada. Al igual que Corea del Norte, Venezuela no pudo ser calificada como zona crítica de hambre. En el informe de 2021, sin embargo, Venezuela fue uno de los seis países con mayor riesgo de sufrir un empeoramiento económico y donde las organizaciones humanitarias se enfrentaron a múltiples limitaciones burocráticas y logísticas.
En el informe del Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo 2021, Venezuela aparece en la lista de los 56 países con el mayor número de personas desnutridas. También aparece en la lista de países con ingresos medio-alto afectados por recesiones económicas y comparte el puesto con Belice, Irán, Líbano y Suráfrica.
Aunque las estimaciones de la inseguridad alimentaria aguda para Venezuela no están incluidas en el informe de la Red Global contra las Crisis Alimentarias de 2021 debido a evidencia insuficiente, los datos sugieren que la gran crisis alimentaria que sufrió en 2019 probablemente empeoró en 2020, pues en 2019 alrededor de 9.3 millones de venezolanos, 32% de la población, padecían inseguridad alimentaria y necesitaban asistencia, lo que ubicó al país entre las 10 peores crisis alimentarias del mundo.
De estos, 2.3 millones fueron considerados con inseguridad alimentaria severa y 7 millones con inseguridad alimentaria moderada. En cuanto a desnutrición, 6,3% de los niños menores de 5 años padecía desnutrición aguda, mientras que 13,4% de los niños menores de 5 años tenía retraso en el crecimiento.
El Informe Global de Nutrición 2022 sostiene que a pesar de algunas variaciones entre regiones, ninguna cumple con las recomendaciones de dietas saludables, pues los países de ingresos más bajos continúan teniendo las ingestas más bajas de alimentos clave que promueven la salud. También señala que las enfermedades relacionadas con la alimentación y las tasas de mortalidad son elevadas y van en aumento en la mayoría de las regiones. Sobre las muertes atribuibles a dietas deficientes, señala que estas han aumentado 15% desde 2010, más rápidamente que el crecimiento de la población, y ahora son responsables de más de 12 millones de muertes por enfermedades no transmisibles en adultos. Esto es una cuarta parte (26%) de todas las muertes de adultos cada año.
Dentro de tres años se evaluarán las metas mundiales de nutrición. Actualmente ningún país está bien encaminado hacia el logro de las 10 metas mundiales de nutrición 2025 y solo 8 de 194 países están en vías de alcanzar 4. Venezuela está en la lista de países que no está en condiciones de alcanzar ninguna de las 4 metas mundiales de nutrición y es clasificado como país frágil, además con la particularidad de que tiene 11 años de retraso en el suministro de información nutricional. A escala global, por su parte, se estima que 131 millones de niños sufrirán retraso en el crecimiento para 2025 mientras que la prevalencia de la emaciación se mantendrá muy por encima del objetivo de 5%.
Las organizaciones internacionales que hacen vida en Venezuela y se encargan de ayudar a las personas en situación de pobreza registran un panorama cada vez más difícil en las poblaciones vulnerables. Entre enero y diciembre de 2021, Unicef examinó 233.449 niños menores de 5 años para la detección de desnutrición aguda. De estos, 15.786 fueron diagnosticados con desnutrición aguda global, 4.232 con desnutrición aguda severa y 11.554 desnutrición aguda moderada.
Los datos nutricionales recopilados por Unicef en 2021 sugieren una tasa media de 6,8% de desnutrición aguda global entre los niños menores de 5 años que participaron en el programa. Esto representó un aumento de 0,4% en comparación con los datos del programa de 2020. También registró que 7 de los 22 estados del país estuvieron por encima de la tasa media de desnutrición aguda global, de los cuales 4 podrían clasificarse como fase 3: Grave/Severa, con una desnutrición aguda global superior a 11%.
En Ponte Poronte el tiempo estimado para la recuperación del paciente es de tres meses; hay casos que llevan más tiempo y otros que no se recuperan. Pero recuperado o no, al paciente le dan de alta.
Liset debía llevar a Isabela una vez a la semana a la fundación, pero no pudo cumplir con esta obligación por lo lejos que vive de Caracas. La falta de dinero para el pasaje, no tener con quien dejar a sus otros dos hijos y las fuertes lluvias que se han registrado este año en el país le imposibilitaban el traslado.
«Cuando voy a llevar a la niña a Caracas salgo de la casa a la una de la madrugada porque tengo que hacer la cola en la plaza. Son colas horribles. El carro sale a las tres de la mañana y llego a Caracas a las cinco de la mañana. Espero afuera de la fundación hasta las ocho o nueve de la mañana».
A veces ni Liset ni Giselle pueden llevar a los niños al colegio porque, cuando llueve, la calle y la vivienda se inundan. No hay manera de salir hasta que escampe. Entonces sacan el agua con tobos de la casa.
Sus actividades diarias están cargadas de trabajo; para ellas cocinar o lavar representa el doble de esfuerzo y tiempo: fuerza que sus cuerpos mal alimentados no tienen. Se ven obligadas a cocinar con leña cuando se les acaba la única bombona de gas doméstico que tienen, que les dura alrededor dos meses —un tiempo exagerado en un lugar donde viven 7 personas—, pues, por lo general, una bombona dura entre 15 y 20 días. Cuando tienen carne, pollo o pescado, como no tienen nevera, lo guardan en casa de una vecina, y para lavar la ropa, como tampoco tienen lavadora, les toca hacerlo a mano. O, en ocasiones, Liset prefiere caminar un par de cuadras, hasta donde su mamá, para lavar en la lavadora.
«El gas aquí llega cada 5 meses. Para comprarlo nos toca ir al llenadero y a veces no hay gas. Cuando ellos tienen gas se lo venden a las personas que le den 10 o 5 dólares. En esos casos cuando tienen gas ahí tú tienes que ir con plata para que ellos te lo puedan dar».
El agua que les llega por la tubería en vez de ser para ellos una bendición, representa más bien un problema, pues no la pueden usar para el consumo y les toca comprarla, porque la de la llave llega marrón, como barro, dice Liset.
Viven en miseria y orfandad. No pueden siquiera permanecer dentro o fuera de la vivienda sin sufrir las picaduras de insectos que abundan en el lugar, y deben, también, estar muy pendientes ante cualquier aparición de alguna serpiente. Cuando el sol comienza a salir, el zinc de la vivienda hace que el calor se vuelva insoportable, las temperaturas superan los 30 grados. Ni Liset ni sus hijos, cuenta, están acostumbrados al calor. A Deivis e Isabela los deja sin camisa en el día porque el sudor les brota el cuerpo.
La alimentación que Liset, al igual que Giselle, le da a sus hijos se basa en puros carbohidratos, más que todo harinas. Es lo que llega en las bolsas de comida de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), y para lo que les alcanza cuando tienen dinero. Las harinas son económicas y rinden. Cuando pueden comprar uno que otro alimento es porque les ha caído un bono del carnet de la patria, porque hicieron algún trabajo o porque el marido de Giselle llega de visita y lleva comida.
«Muy poco comemos carne. Nos toca comer arroz solo, arepa sola. Yo no puedo trabajar todavía porque no tengo con quien dejar a los niños. Tendría que llevarlos a la escuela, a la niña a la guardería, y a veces no tengo para los pañales. Pero hay ocasiones en las que nos buscan para que trabajemos lavando ropa, a veces yo voy a ayudar a la hermana mía para el hospital. Y así… Me pagan lo que ellos quieren: 2 ó 3 dólares y eso es para medio comprar un arroz, un saladito y ya. Uno lo hace por necesidad, porque a veces no tengo qué comer y digo ‘¡Dios mío qué vamos a comer hoy!’. Eso es todos los días».
Una solución ha sido saltarse las comidas, como en muchas otras casas pobres de Venezuela. Comen lo que pueden: una o dos veces al día. Desayunan tarde para que sea también el almuerzo y almuerzan tarde para que también sea la cena. En el peor de los casos, se acuestan sin comer.
«Pero mis hijos no se quejan sino que me dicen: ‘Mamá, Dios proveerá, porque nosotros sabemos que tú no estás trabajando’. A veces ella (Giselle) me dice no llores; pero cómo hago, si ellos son niños y no saben las cosas. Cuando yo me acuesto, lo que hago es llorar, me pongo a pensar y me pregunto ‘¡¿Dios mío, por qué está pasando esta situación tan grave para nosotros?!’ Tú sales a buscar trabajo y la gente te quiere pagar 5 o 10 dólares. Te explotan».
Hay tristeza y desesperanza en el rostro de Liset. Le avergüenza llevar las marcas distintivas de la pobreza: la fatigan y dejan sin vigor. Le deprime experimentar la rutina de la comida preparada con los mismos cuatro o cinco ingredientes del día anterior. Se sumerge en las pequeñas evasiones: ignorar el llamar del estómago mientras se acercan las horas de la comida. «Los niños no tienen ropa limpia», piensa en esos momentos en los que quisiera comer. Piensa en algún quehacer pendiente. El hambre es su regreso con pena al lugar de quien no tiene nada. Cuando sus días comienzan con la confirmación favorable de que podrán alimentarse, de que el cuerpo tendrá ese día un poco de energía, regresan los momentos de preocupación.
«Cuando tengo mucha hambre pienso en otra cosa para no sentirla tanto. Veo otra cosa. Veo a mis hijos jugando, me distraigo con ella (Génesis), hablamos tonterías como para reírnos y pensar en otra cosa. Yo a veces no tengo para darle tetero a Isabela, y no le puedo dar crema de arroz porque eso fue lo que le dañó el estómago. En la mañana le doy bollitos o arepa y en el día le doy arroz. Antes le daba ácido fólico y las barritas que le dieron en la fundación. Allá me dijeron que todas sus comidas deben tener aceite. En la noche debo darle su frutica, su verdurita, su sopita, pero no siempre tengo para hacérsela. A veces comemos harina en la mañana, al mediodía, en la noche. Me han dicho que no le puedo dar mucha harina a los niños, ¿pero entonces qué le doy?».
El organismo humano necesita diariamente de los principales tipos de macronutrientes de los alimentos: grasas, proteínas y carbohidratos en una proporción balanceada. Cuando uno de los componentes de la dieta diaria predomina sobre el otro de manera importante, las calorías van a estar dadas por ese componente. Las personas con menos recursos en Venezuela comen solo carbohidratos: pastas, arroz, yuca, papa como complemento de la escasa proteína. Esto se conoce como calorías vacías, las cuales aportan energía, pero no sirven para el crecimiento porque aportan pocos o ningún nutriente. Es decir, se obtienen muchas calorías pero una mínima cantidad de fibra, minerales y vitaminas.
Aunque en Venezuela, en 2022, el consumo per cápita de carne por persona pasó de 8 a 10 kilos, la cifra sigue estando muy por debajo de la que se registraba en el país en los años 90 (56 kilos) y muy lejos de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que dice que el consumo de carne por persona debería ser de 21 kilos al año.
«El comer solo carbohidratos puede generar obesidad. Es lo que más se ve. El azúcar termina convirtiéndose en grasa y la grasa se acumula. Esa es la otra patología que tenemos en Venezuela. Si bien la desnutrición es lo que más nos llama la atención en un momento dado, por las consecuencias que podemos ver más tarde, la otra patología oculta es el sobrepeso. Pero el sobrepeso por una mala alimentación. Cuando uno tiene sobrepeso es porque se consumen más calorías del tipo que sea, de las que corresponden, y tampoco hay un gasto adecuado. Se supone que uno debe tener unas calorías y gastarlas con la actividad diaria», dice Huniades Urbina-Medina, médico pediatra y vicepresidente de la Academia Nacional de Medicina.
No hace falta escarbar mucho en los rincones más pobres del país para hacer dos comprobaciones. La primera, que el hambre en Venezuela es un problema de Estado que este no afronta. La segunda, que una generación ya está marcada por la desnutrición.
El reflejo más notorio en la desnutrición, aparte de la obesidad, es el peso y la talla de la persona. La estatura representa mucho más que la apariencia física: ser alto está asociado con un buen estado de salud, a una mayor esperanza de vida, a mejores oportunidades educativas y laborales; es decir, a la posibilidad de una mejor situación socioeconómica. Está demostrado que los países más ricos son aquellos donde su población tiene una estatura promedio más alta, comparada con los países más pobres. Y aunque se ha dicho que la genética es el principal determinante del crecimiento de una persona y que en el ámbito poblacional esa genética —la raza— es la que determina el tamaño de su población, el determinante del crecimiento no es solo genético, pues los factores epigenéticos también son determinantes para el crecimiento: el estado nutricional, el nivel socioeconómico de las madres, las condiciones de salud, pues estos modulan los genes y permiten que se expresen en su máximo potencial. Esto indica que las condiciones de vida son un reflejo de la situación en la que crecen las poblaciones.
Debido a la crisis económica en Venezuela y al deterioro de las condiciones de vida de los venezolanos, las generaciones que padecen desnutrición verán afectada su talla media, en comparación, por ejemplo, con la talla de sus bisabuelos.
«Queremos una buena alimentación al comienzo de la vida, para que cuando ese niño llegue a adulto no sufra hipertensión, diabetes, una cantidad de enfermedades crónicas no transmisibles que son productos del inicio de la vida en sus primeros 1.000 días. Los niños en Venezuela se acuestan sin cenar, los acuestan para que no lloren y no tengan hambre y muchas veces no desayunan antes de ir a la escuela. Llegan cansados, con sueño, con hambre. En la cuarentena, la desnutrición aguda aumentó porque yendo a la escuela algo comían, aunque no fuese lo ideal, pero algo comían. Muchas mamás dicen que los niños van a la escuela más por comer que por aprender», agrega el doctor Urbina-Medina.
Urbina-Medina insiste en la alimentación de los primeros 1.000 días de vida del niño porque es la etapa que permite reducir la carga de las enfermedades no transmisibles, pues el crecimiento y desarrollo de este está determinado desde la etapa embrionaria por su genética y los factores ambientales con los que interactúa. Una nutrición óptima durante esos primeros 1.000 días, que comprende desde la concepción hasta los 2 años, es clave para una vida saludable en el futuro.
«En los primeros 1.000 días es cuando se registra el aumento del tamaño de los órganos, sobre todo del cerebro, el aumento del peso y de la talla son mayores que en el resto de la vida. Cuando en esos primeros 1.000 días el niño no tiene los nutrientes adecuados, se verá afectada la capacidad de crecimiento de ese cerebro; es un niño que al final de los años no tiene las conexiones adecuadas porque le faltaron hierro, vitaminas, proteínas, es un niño al que le costará aprender. Ya de grande siempre va a quedar un déficit muy importante en ese cerebro. Esto es algo que afecta a esta generación y a la sucesiva. En Venezuela, con estos 22 años de este gobierno, ya hay afectación de peso y talla, eso no se recupera; tú después de esto puedes meter al niño en un supermercado para que coma lo que quiera, pero ya lo que no creció en su momento no lo va a crecer, puede aumentar de peso y de talla, pero lo que no ganó en su momento adecuado no lo va a recuperar, y a uno no le interesa que el niño se ponga gordo, me interesa una persona con un peso adecuado para evitar las complicaciones crónicas a futuro de las enfermedades crónicas no transmisibles», sostiene.
Pero la única afección de Isabela no es su estado nutricional, también es una hernia umbilical con la que nació y de la que ha expresado dolor. Liset dice que le ha ido creciendo, sin embargo, no ha sido mucho lo que ella ha podido hacer. Nunca ha recibido tratamiento. «En la fundación me dijeron que me van a ayudar para que la operen. Estoy esperando una orden del hospital de Río Chico para que la vean en el J. M. de los Ríos. Me dieron una pero perdí la cita».
La salud de Isabela y las carencias económicas tampoco son la única preocupación de Liset, pues sus otros dos hijos, al igual que Isabela, se enferman constantemente con fiebre, vómitos, diarreas y gripes. Daniela, su hija mayor, de 9 años, desde que nació bota el potasio por la orina. Liset no sabe todavía por qué. Deivis, de 6 años, también está bajo de peso y sufre de asma.
Durante los dos primeros meses del año, la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, OCHA, reportó 1.179 casos de desnutrición aguda en niños y niñas menores de 5 años en 20 estados del país, de los cuales Bolívar y Miranda agrupan 45%.
Además, 891 niños y niñas mayores de 5 años y adolescentes fueron diagnosticados con delgadez. Estos recibieron acompañamiento nutricional para la recuperación del peso adecuado, mientras que 460 mujeres embarazadas fueron identificadas con bajo peso gestacional y tratadas en los centros de salud.
Desde 2009 el Instituto Nacional de Nutrición, a través del Sistema de Vigilancia Alimentaria y Nutricional (Sisvan), dejó de publicar las estadísticas del país. En 2016, sin embargo, Cáritas desarrolló los Boletines del Sistema de Monitoreo, Alerta y Atención en Nutrición y Salud (Samán), que informa periódica y oportunamente sobre los grupos más vulnerables o ya afectados por la crisis de salud y alimentación, rindiendo información sobre el estado nutricional de los niños menores de 5 años. En su último informe, Cáritas evaluó los registros de 12 de sus 22 diócesis en 19 estados del país y que hacen inferencias sobre la prevalencia de la desnutrición aguda y crónica a escala parroquial para tener la mayor representatividad posible, aunque no de toda la población, sino de las zonas más vulnerables.
Cáritas detectó desnutrición aguda global moderada y severa en 10.1% de los niños evaluados. 22% se encuentra en riesgo de entrar en desnutrición aguda en el corto plazo. Los registros revelan que más de un tercio de los niños en las parroquias evaluadas está en riesgo nutricional o daño nutricional ya instalado, y los niveles de desnutrición aguda global se mantuvieron por encima de los niveles de crisis de salud pública la mayoría de los meses.
Cáritas resaltó su preocupación por la afectación intensa en los niños más pequeños debido a que detectaron que son ellos los que están en peor estado: 23% de los niños menores de 6 meses fueron diagnosticados con desnutrición aguda. A esta edad, señala la organización, la prevalencia de desnutrición aguda duplica los niveles de desnutrición global encontrados en todas las edades. Y destacaron también que al analizar la desnutrición aguda global en los primeros 2 años de vida, registraron que casi 40% de los niños a esta edad tienen desnutrición aguda moderada o severa.
Noviembre de 2021 fue el último mes analizado en el informe. En ese período se registró que 28.1% de los niños ya llegaban a Cáritas con retraso de crecimiento lineal (talla baja para su edad), niveles que alcanzan los umbrales internacionales de significancia alta como crisis de salud pública. Todos los niños evaluados por Cáritas mostraron algún déficit de crecimiento, y 26% de los niños menores de 6 meses mostró retraso de su crecimiento, lo que refleja problemas de desnutrición materna (intrauterina).
Sin embargo, aunque el trabajo de Cáritas refleja cifras importantes de lo que está pasando en zonas puntuales, estos datos no pueden extrapolarse a toda la población. Para este caso, solo queda esperar que el Instituto Nacional de Nutrición publique las cifras de todos los hospitales centinelas para la desnutrición severa, que es de donde se obtienen las cifras nacionales.
«En Venezuela, en la mayoría de los hospitales está prohibido que se ponga diagnóstico de desnutrición en la historia médica, pero tú te das cuenta porque pesas, tallas al niño, le haces perímetro cefálico, perímetro braquial, una cantidad de cosas. Cuando tú no lo pones estás dejando un subregistro. Entonces, las cifras oficiales siempre tendrán un subregistro porque en el ámbito hospitalario público no hay diagnóstico de desnutrición como tampoco lo hay de coronavirus y tuberculosis. Quien ponga esos diagnóstico, lo llama el director a capítulo y los pueden sancionar. Esa prohibición la hacen porque cuando dices las cifras de tuberculosis y de desnutrición, de baja cobertura vacunal, estas poniendo en evidencia un sistema de salud descalabrado, la poca inversión en salud, y eso no le conviene ni a este ni a los gobiernos que tenemos en los alrededores, porque entonces eso significa que estás diciendo que ese trabajo que deben hacer los Estados, no lo están haciendo bien. Y prefieren ocultarlo. Pero hasta que el Estado venezolano no haga la intervención adecuada, dé sueldos adecuados que le permita a la gente vivir y comprar la Canasta Básica, tener salubridad, y permita el trabajo conjunto que se hace en los hospitales, no podremos tener un real impacto en las cifras de desnutrición y en el resto de las patologías que tenemos en Venezuela», señala el doctor Urbina-Medina.
La doctora Soto, quien ejerció durante 20 años en el Hospital de Niños, señala que aunque en ese centro de salud hay muertes por desnutrición, no elaboran un registro para el diagnóstico de esta enfermedad, sino que esta queda a merced del subregistro, lo que complica el monitoreo nacional de niños desnutridos. El Hospital de Niños es un centro centinela del desnutrido severo. Explica además que el Sisvan, desde hace varios meses, dejó de buscar las cifras mensuales de los desnutridos en este hospital.
«Los médicos, por lo general, ponen que ingresó por una neumonía, por una diarrea, y entonces nos abocamos a los problemas agudos y no le damos tanta importancia a que ese niño también está desnutrido y que eso justamente le está condicionando la enfermedad, porque obviamente su sistema inmunológico es deficiente y puede tener riesgo de mortalidad. Entonces el tratamiento que se le da a un niño que está desnutrido tiene que ser diferente porque tiene más probabilidades de complicarse y de morir. En el Hospital de Niños los profesores siempre insistimos en la importancia de hacer el diagnóstico nutricional de los pacientes para luego hacerle un seguimiento. Pero seguimos teniendo realmente cifras altas de subregistros», dice.
Liset no está al tanto de cuántos desnutridos hay en Venezuela ni de los pronósticos catastróficos de las organizaciones internacionales sobre la situación de pobreza en el país. Muy probablemente tampoco ha contemplado la idea de que ella también pudiera estar en algún grado de desnutrición, pues desde la mirada, por el amarillo en sus ojos, da la impresión de estar enferma. Ella solo dice que está delgada, hasta que después de una pausa rectifica y dice que sufre de anemia. Las manchas blancas en su cara tampoco sabe por qué las tiene; cree, aunque no está segura, que son por el sol.
A Liset la tienen que transfundir, pero como no tiene el dinero para el perfil 20, está a la espera de que su papá la ayude con el dinero. Sería su segunda transfusión. La última vez que le hicieron el perfil 20, cuenta, la hemoglobina la tenía en 7.6. «También sufro de la tensión. A veces se me sube y a veces se me baja. En estos días fui al hospital y la tenía en 70. Después que me hagan la transfusión, sí me van a poner en control».
Las proyecciones negativas para Venezuela en materia de desnutrición son desalentadoras, debido a la severidad de la pobreza y a las necesidades que se sufren en los hogares, necesidades que han hecho que la población disminuya. Esto ha sido causado porque los riesgos de morir han aumentado, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) en su informe de 2021. En dicho informe, este instituto de investigaciones económicas, conformado por profesionales de 3 universidades del país, explica que Venezuela registra una tasa de mortalidad infantil de hace 30 años (25,7 por 1.000), y que las generaciones nacidas en el período de crisis (2015-2020) vivirán menos años que quienes nacieron antes (2000-2005), lo que indica que hay una pérdida de casi 3 años en la esperanza de vida, pues los pronósticos previos a la crisis daban una esperanza de más de 83 años para 2050. Ahora se calcula en 76,6.
En el informe de 2022, la Encovi arrojó que el nivel de actividad en los hogares en pobreza extrema es solo de 45%, y, aunque reveló que la pobreza cayó por primera vez en 7 años, la desigualdad en todas sus formas comienza a ser una constante en la realidad venezolana, pues Venezuela, explica el documento, está en el continente más desigual del mundo y, para 2022, es el país más desigual de América, el cual se compara en desigualdad con Namibia, Mozambique y Angola.
Comprar los alimentos necesarios para cumplir con una dieta nutricional adecuada en Venezuela es imposible para las poblaciones vulnerables. El valor de la Canasta Alimentaria Familiar para un grupo de 5 personas, en noviembre de 2022, alcanzó los 366 dólares, según el Observatorio Venezolano de Finanzas. Por su parte, el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM) ubicó en 474,87 dólares la Canasta Alimentaria para una familia de 5 personas, montos impensables para ese 81,5% de la población que, según el informe de la Encovi 2022, vive en pobreza. Mucho menos para ese 53,3% que vive en pobreza extrema.
Desde que la población comenzó a sufrir las consecuencias de la crisis económica, hace unos 10 años, el gobierno de Nicolás Maduro implementó la estrategia de no publicar las estadísticas en materia de salud y economía con la finalidad de no reconocer la gravedad de lo que ocurre en el país, lo que dificulta un diagnóstico real de la situación.
«Son las ONG las que están haciendo el trabajo. Y esas ONG trabajan con fondos muy limitados y no pueden asumir el trabajo que tiene que asumir el Estado. Hay un gran déficit en campañas de salud y desnutrición. Si el Estado hace campañas reconocería que tiene un problema, entonces optan por no hacer nada para que no se sepa. Se escudan en las sanciones pero la emergencia humanitaria compleja tiene más de 10 años. Nosotros tenemos un PIB bestial, de hecho Venezuela no aplica para muchos programas de ayuda de organismos internacionales de la Cruz Roja, Unicef y la OPS, por ejemplo, porque el PIB de Venezuela está en niveles de país rico; el problema es que está mal distribuido. Entonces, para vacunas y becas no clasificamos porque eso se basa en PIB y renta básica anual. Tenemos una realidad de país pobre, pero con unos ingresos muy altos. La OMS dice que para que un estado miembro tenga un sistema de salud adecuado, no excelente sino adecuado, tienes que asignar al menos 6% del PIB para la salud; según el informe de la OPS, Venezuela, desde 2020, asigna 1.5% del PIB. Los hospitales se han convertido en grandes depósitos de seres humanos”, sostiene el doctor Urbina-Medina.
Liset anhela salir de la pobreza y ofrecerle mejores oportunidades a sus hijos. No sabe cuándo su vida cambiará, pero sí sabe que será trabajando: una de las cosas que más ansía y que no ha podido hacer porque no tiene con quién dejar a sus hijos. Sin embargo, desde que ellos nacieron, dice, se ha esforzado en darles un buen ejemplo para que sean personas de bien y tengan un mejor futuro.
«Yo tengo pensado trabajar, porque eso es lo que yo aspiro, trabajar para que a mis hijos no me les haga falta nada. Lo que pasa es que no tengo con quién dejarlos. Yo he dejado a los niños solos para salir a buscarles comida y mi familia o los vecinos me llaman la atención porque eso es un peligro, porque pueden agarrar la electricidad o pueden meterse para el monte, o les puede pasar algo encerrados».
El papá de Daniela y Deivis tiene siete años sin ver a los niños; el de Isabela, unos siete meses. Sin embargo, Liset hace mucho que perdió el miedo a vivir sola con sus hijos, aunque la idea de enfrentar tantas adversidades sin tener cómo defenderse la asustan, porque no es fácil tener que velar por la salud y el futuro de sus hijos sin tener con qué.
Sumado a las condiciones de salud de ella y de sus hijos, la incomunicación en la que vive también es otro problema. Ya no recuerda cuántos años lleva sin teléfono, y entre sus prioridades, aunque ha perdido citas médicas en Caracas y no ha podido reportarse, no está el tener uno, porque el dinero que logra obtener es para comida.
Su vida en el pueblo transcurre entre la rutina y el hambre; en pasar los días en el rancho, buscando algo que hacer entre esos escasos 10 metros de hogar inhabitable donde en el día se respira vapor caliente y no cesan las plagas. «A veces vienen amistades acá y nos sentamos afuera y nos reímos: me distraigo, me siento aliviada. Hay días en los que salgo a caminar para distraer la mente».
Liset se resigna a esperar la oportunidad que le permitirá cambiar su vida sin perder el control, sin dejarse vencer por la desesperación. De sus hijos espera que no tomen las mismas decisiones desacertadas que ella tomó, y, en cuanto a ella, quiere salir adelante. Sola. Sin la compañía de ningún hombre para no tener que soportar los maltratos y abusos de los que ya fue víctima.
«Yo le digo a mis hijos que no tienen que ser como yo, que tienen que estudiar. Ellos nunca me han visto llorando, porque yo no se los demuestro. Ellos me dicen ‘no importa mami, mañana comemos, mañana es otro día’, pero eso me parte el alma. A pesar de que me digan que ellos están grandes y entienden, ellos no tienen el estómago de un adulto».
*Estos nombres fueron cambiados para resguardar su identidad
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