Un día cualquiera paseo por Los Teques, una ciudad de más de 250.000 habitantes a 30 kilómetros al suroeste de Caracas. Con dificultad, me abro paso entre tarantines, ollas de comida, librerías ambulantes y tiendas de ropa improvisadas.
Hay de todo en las abarrotadas aceras. El centro de la ciudad se vive como un gran mercado de buhoneros –vendedores ambulantes–. A nadie parece importarle lo que allí se compra y se vende.
Un niño dormita en los brazos de su madre mientras esta vigila su mercancía. Más allá, otra amamanta con indiferencia a la criatura que tiene en su regazo. Más lejano aún, quedo sorprendido de cómo otro niño duerme plácidamente en una caja de cartón. Allí imagino que acuna los mejores sueños de la vida.
Ciudad de buhoneros
La buhonería, de manera general, está estrechamente relacionada con las condiciones de pobreza de los países. En Venezuela, obedece de modo particular a la agudización de la crisis social y económica experimentada en las últimas décadas.
Se ha vuelto tan natural en las ciudades venezolanas –no solo en Los Teques, también en Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Maturín, Puerto Ordaz, San Cristóbal, Mérida, El Vigía…– que parece que ya a nadie le incomoda ni molesta. Sin embargo, cuando converso con transeúntes y buhoneros, sus respuestas revelan un cierto malestar social que no alcanza mayores explicaciones:
“Ya las aceras no son para caminar, sino para vender”.
“He tenido que salir a la calle a rebuscarme algo porque no consigo trabajo”.
“Se gana más como buhonero que en cualquier otro empleo”.
“No le hacemos mal a nadie”.
“Son la causa de tanta basura”.
“Afean la ciudad con tantos puestos”.
“No respetan a nadie”.
“Venden también productos de mala calidad o piratas”.
“No cumplen con las medidas higiénicas necesarias”.
Todas estas frases reflejan algunos de los problemas implícitos en la venta informal: ocupación del espacio urbano, falta de controles sanitarios, precariedad laboral, actividades económicas sin control y fuera del régimen tributario, entre otros.
Buhonería acotada
Aunque los mercados callejeros existen desde hace miles de años y son un fenómeno global, en Venezuela se asocian, sobre todo, con los sectores más populares de la población.
La buhonería venezolana conforma una red comercial informal que se extiende sobre todo por las grandes urbes. Otro aspecto particular es que, en algunas regiones, las autoridades han construido mercados de buhoneros a modo de centros comerciales destinados a formalizar una economía que, en esencia, no lo es.
En estos lugares lo formal e informal forman un tejido económico extraño. El cliente se adentra en un espacio distribuido sistemáticamente, pero cada local conserva la estructura informal que arrastra desde la calle. El comprador no está en un centro comercial tradicional, tampoco está en medio del bullicio callejero. Es una sensación de estar y no estar, de un adentro y un afuera no delimitado económicamente.
Sin permiso ni ley
Resulta interesante pensar en los ajustes y transformaciones que han sufrido las ciudades a partir del incremento de esta actividad económica. La geografía de las grandes urbes venezolanas estaría incompleta sin los buhoneros. El propio buhonero es ahora un sujeto importante en los discursos identitarios que configuran la ciudadanía venezolana.
Las trampas y la falta de control, las agresiones entre buhoneros y los abusos que sufren éstos por parte de las fuerzas de seguridad, y la venta de mercancías ilegales o no permisadas por el Estado son, sin duda, parte de la serie de ilegalismos con los que se asocia a la buhonería.
Esta visión negativa no niega los factores positivos que señalan muchos. Ocupación y empleo, variedad de productos a precios competitivos, ofertas y acercamiento de las mercancías al consumidor son algunas de las ventajas que la gente señala a la hora de hablar de los buhoneros.
El mundo de la buhonería no sólo causa malestar social (por obstrucción de las vías públicas, agresiones verbales y físicas, ilegalismos y temor ciudadano) sino también cultural porque, más allá de lo económico, revela frustraciones y conflictos profundos en las vidas de sus protagonistas.
Argenis Monroy Hernández, Profesor de Lenguaje y Literatura, Universidad Católica Andrés Bello
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.