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José Gregorio Hernández, el santo del que se conoce poco: hablan sus biógrafos

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José Gregorio Hernández es santo. Alfredo Gómez y Milagros Sotelo no dudan en afirmarlo. Son biógrafos del médico, aunque no les gusta que los califiquen de esa manera porque dicen que otros tienen más méritos.

Autores de El doctor Hernández es nuestro, han dedicado 35 años a investigar detalles de la vida del beato. Eso les da la autoridad para hablar él.

Aleteia

“Normalmente los venezolanos conocemos poco de su vida”, recalcaron.

“Nos conformamos con cosas muy elementales”, agregaron.

Gómez y Sotelo son esposos. Su acercamiento con el Médico de los pobres comenzó con el libro José Gregorio Hernández, médico y santo, que consiguieron de manera fortuita en el bulevar de Sabana Grande. El volumen escrito por Antonio Cacua Prada, investigador colombiano, fue publicado por editorial Planeta.

“Es un libro feo, con una carátula amarillo limón, que me atrajo”, dijo Sotelo.

José Gregorio Hernández

“Sentí vergüenza. ¿Cómo es que un colombiano sabe más que nosotros de José Gregorio Hernández?”, se preguntó.

Lo demás es historia. El amor al médico se prodigó en una publicación y en decenas de textos, algunos celosamente guardados.

“Tiene una cosa muy llamativa: todos estamos de acuerdo en su bondad, nadie puede decir que es una personalidad polémica”, afirmó.

José Gregorio Hernández, el llamado

La reciente aprobación de la curación milagrosa de Yaxury Solórzano por parte de la Comisión Teológica del Vaticano avivó las esperanzas de su pronta beatificación, lo que finalmente fue aprobado por el papa Francisco. Para muchos es además una buena excusa para profundizar en su vida y conocerlo mucho mejor.

Uno de los episodios más llamativos de su vida es el intento por convertirse en monje cartujo. Para ello se trasladó a Italia en 1907. Tenía 43 años de edad.

“En esa primera incursión le fue muy bien al principio, pero su condición física no lo ayudó. No estaba acostumbrado al trabajo físico. Le costó mucho adaptarse”, indicó Gómez.

“En la regla de San Bruno hay mucho tiempo de silencio y oración, pero también hay mucha dedicación a las labores agrícolas. Ellos cultivan lo que se comen. Un científico, que toda su vida se había dedicado a la investigación no estaba preparado para eso”, manifestó Sotelo.

A José Gregorio Hernández le aconsejaron que regresara a Caracas e ingresó al Seminario Metropolitano. Pero no era de esa manera como se veía, por lo que su consejero espiritual le recomendó analizar su situación.

“Él se dio cuenta que le iba a servir más a Dios siendo profesor universitario que siendo sacerdote”, dijo Gómez.

Nuevo intento

A los 44 años de edad volvió a intentar el periplo hacia La Cartuja. El 19 de julio de 1913 viaja a Europa en compañía de su hermana María Isolina, de la que se separa al llegar. Ingresó en el Colegio Pío Latinoamericano, un seminario que está en Roma, donde comenzó estudios de latín y Teología.

En febrero de 2014 le da un ataque de pleuresía. Se dirigió a Milán, donde le diagnosticaron tuberculosis. En abril de 1914 regresó a Caracas, dando por cerrado definitivamente el capítulo.

“No era vocación sacerdotal propiamente. Él tenía ansias de vivir en intimidad con Dios y apartarse del mundo definitivamente. Esa era su búsqueda”, advirtió Sotelo.

“Por esa misma razón no se halló en el seminario, porque su vocación no era el sacerdocio sino a la contemplación”, agregó.

El hombre bondadoso

Gómez y Sotelo cuentan que el médico tenía el consultorio para la gente humilde en su casa.

“Vivía con su hermana Isolina. Un día había caído un palo de agua y sus zapatos se mojaron y se llenaron de barro, por lo que su hermana se los lavó y los puso en el patio para que el sol los secara. Pero uno de sus pacientes se los llevó”, señalan.

Pasaron los días, relatan, y el ladrón se presentó al consultorio con los zapatos puestos.

José Gregorio Hernández lo vio, lo atendió, lo recetó y no le dijo nada. El señor finalmente se marchó, dicen.

─¿Sabes quién estuvo por aquí?, el ladrón de los zapatos, le dijo a su hermana.

─¿Y no se los reclamaste?, le dijo Isolina.

─No, hermana, porque él los necesita más que yo, le respondió.

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