Huir de Venezuela y dejarlo todo sigue siendo la opción de cientos de venezolanos que, agobiados por la pobreza extrema, recorren hasta más de mil kilómetros andando con la esperanza de salir del país, así esto implique días de caminata y un cúmulo de riesgos en la vía.
Es que quienes deciden emigrar, en medio de la pandemia por covid-19, sienten que no tienen nada que perder en el país y quizá algo por ganar en otra tierra. Seguramente esa comida que cada vez les es más difícil llevar a sus mesas. Por eso hoy caminan bajo el sol y la lluvia, de día y de noche, con tanta fe como cansancio.
Estos «caminantes», como les llama la prensa, dejaron de ser noticia hace años pero no han dejado de aparecer en los estados fronterizos de Venezuela, cargados con lo poco que pueden llevar a cuestas y, ahora, con mascarillas desgastadas para intentar protegerse del covid-19.
Ronald, el abogado
Ronald Vásquez tiene 26 años de edad y dos hijos pequeños en el estado Lara. Allá los dejó, al cuidado de otros familiares, cuando empezó a caminar hacia la frontera que el país comparte con Colombia a través del estado Táchira, a más de 500 kilómetros de distancia del punto de partida.
Este estudiante del último año de Derecho dejó su empleo en la Fiscalía de Venezuela por la «cuestión económica», específicamente por el salario mensual que percibía de 400.000 bolívares (menos de 1 dólar), el monto mínimo legal vigente en el país.
«Para tener buena calidad de vida, lastimosamente hay que salir del país, hay que salir corriendo (…) uno no puede estar en la casa sin comida», dijo el joven que todavía camina hacia la zona limítrofe, cerrada desde marzo debido a los controles sanitarios impuestos por el Gobierno para evitar la propagación del coronavirus.
Cuestionado sobre esa circunstancia en la frontera responde: «pues (pasaremos) por trocha, sabemos que es ilegal pero es la única parte (por la) que podemos penetrar al vecino país», agregó, acompañado por otros siete emigrantes.
Carlos, el policía
Carlos Herrera lleva ocho días caminando. Salió de Yaracuy con dos amigos y los tres planean llegar a Bogotá. El calculador de distancia de Google estima que les tomaría unas 250 horas completar esa meta, solo si no detienen nunca la marcha.
Pero ellos se han procurado el descanso, especialmente porque uno de los tres es discapacitado y va en silla de ruedas rumbo a la frontera.
Carlos es agradecido con Dios y con las personas que los han alentado en el periplo, sin dejar de culpar al régimen Nicolás Maduro por su situación, por estar durmiendo en la calle y por verse obligado a separarse de sus tres hijos.
«El Gobierno es lo menos que nos apoya (…) yo soy policía nacional, siete años de servicio, y mire cómo ando», dice el joven bajo la lluvia. Han tomado un descanso para seguir empujando la silla de ruedas.
Ninguno de los miembros de este tridente tiene familiares o personas que los esperen en Colombia, simplemente van «a la deriva» hacia ese país que ha acogido a casi dos millones de venezolanos en los últimos años.
Huir del hambre
Andy Rodríguez, María Núñez y José Colón no se conocen pero tienen varias cosas en común: los tres son venezolanos, menores de treinta años, tienen hijos, y estos días van caminando hacia la frontera, provenientes de distintas zonas del país petrolero.
Andy viaja, a pie, en un grupo de 11 personas que incluye cuatro niños. Él y su grupo han dormido en la calle los últimos cinco días. «Estamos emigrando de allá porque allá lo que hay es hambre», dice a Efe antes de ser interrumpido por varios de sus acompañantes, cada uno con una anécdota distinta, con reclamos y lamentos.
Varios de los caminantes denuncian que han sido «robados» por policías, quienes les quitaron pertenencias para permitirles el paso en la vía pública, hoy restringida debido a la cuarentena.
Los «caminantes» también se van hastiados de la falta de electricidad, de gas doméstico, de transporte público, de gasolina, de dinero para comprar comida; de un cúmulo de carencias que solo en septiembre provocaron 1.193 protestas callejeras pese a la prohibición de reuniones públicas.
Quienes se van abandonan el país que, según el Gobierno, tiene el mejor manejo de la pandemia de toda Sudamérica, con solo 678 muertes. Pero ellos no le temen al coronavirus tanto como a morir de hambre.
Retornar, el contraflujo
Mientras unos se van, otros regresan a Venezuela. Dos caras de una moneda migratoria que son igualmente ciertas y que hablan de la natural movilidad humana, así el Gobierno se empeñe en mostrar solo la segunda parte de la historia.
Maduro habla frecuentemente sobre los 117.000 venezolanos que, según su Ejecutivo, han retornado al país en medio de la pandemia «en búsqueda de salud».
Sobre los que se marchan, más de cinco millones en los últimos años, ni una sola palabra.
Pero ese silencio oficial no anula la caminata de Ronald, Carlos, Andy, María, José y los muchos otros que vendieron una bicicleta o un lavaplatos para empezar a andar con algo de dinero y ninguna certeza.
Mujeres embarazadas, niños que apenas caminan, discapacitados, casi todos personas jóvenes, siguen con los zapatos desgastados en su empeño por alcanzar una vida mejor.
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